Durante dos décadas, Marcial Jiménez había sido su bestia
negra. Escritor como él mismo, su obra y su forma de narrar representaban la
antítesis de lo que él entendía debía ser una buena novela. Mientras que
Ernesto Vellina gustaba de un estilo realista, siempre comprometido con la
sociedad en la que vivía, prosa medida, pocos adjetivos y escasas concesiones a
los anhelos de ventas de su agente, Marcial publicaba
best-sellers, trabajos en los que las aventuras eran
fabulosas, con personajes heroicos o muy malévolos, descripciones exageradas y
paginación siempre por encima de las quinientas hojas. Aquel, tenía un fiel
núcleo de seguidores que se autodenominaban intelectuales; este, aparecía en las
más cutres tertulias televisivas de las parrillas de todos los canales. Los
debates entre ambos tenían lugar en los periódicos. Una columna llena de veneno
por aquí, una respuesta cargada de sarcasmo por allá. No desaprovechaban
ocasión para despotricar del otro, bien fuera en la entrega de algún premio o
en la apertura del día de libro.
Así que, cuando Vellina, recibió aquella carta tuvo que
sentarse y releer el remite hasta convencerse de que era cierto. Se la enviaba
nada menos que Jiménez. La leyó dos veces dudando de si su oponente había
perdido el juicio o, simplemente, se trataba de una chanza. Marcial le invitaba
a una cena en el Capitole, el restaurante de moda de la
calle Manzaneque, cuyos precios sólo estaban al alcance de los muy aristócratas
de toda la vida o de los pijos forrados de billetes de dudosa procedencia.
Aclaraba que era una invitación, que él pagaría y que el motivo era darle las
gracias. Ernesto pensó en mil posibilidades. Quizá se tratara de una encerrona
con una cámara oculta en algún lugar. Ya se veía apareciendo en el magazine
nocturno con sus imágenes aderezadas con carcajadas pregrabadas. O, no podía
descartarlo porque Jiménez siempre le había parecido un tanto chiflado, sufrir
una agresión en plena cena. Releyó otra vez más la misiva y tuvo que conceder
que estaba escrita en un tono serio y cordial que en nada apoyaba sus muchas
sospechas. Además, estaba redactada a mano por lo que era evidente que era suya
y que, de ocurrir algo, Marcial Jiménez nunca podría decir que le habían
tendido una trampa. Le intrigaba aquello de que el otro quisiera darle las
gracias. Esto resultaba del todo incomprensible. ¿Agradecerle qué? ¿Los
insultos? ¿Las críticas mordaces? ¿El desprecio que sentía por su obra?
Son cosas que pasan, que se deciden en algún ligar muy
interno de nuestro cerebro o de nuestro corazón, que no pueden explicarse, pero
lo cierto es que a la mañana siguiente, contra todo pronóstico y razón,
contestó que aceptaba la invitación. Al igual que Jiménez, Vellina redactó de
su puño y letra la respuesta.
El Capitole ocupaba una antigua abacería
que, en tiempos muy lejanos, había sido asimismo cuartel de infantería.
Disponía de dos plantas, la de debajo de ambiente decimonónico, íntimo y
selecto, a medio camino entre salón de lectura de un ateneo y pub galés victoriano.
Arriba, el comedor, elegantemente decorado, con las mesas separadas
generosamente para permitir que las conversaciones fueran privadas, una
orquídea en cada mesa y una lamparita de llama trémula confirmando el buen
gusto. La cubertería era de plata y los platos grabados con un diseño sobrio
pero cálido. El menú, con un vino económico, no bajaba de ciento veinte euros.
Vellina llegó primero y se sentó en una de las butacas del
salón inferior. Pidió una copa de vino
blanco y tuvo que admitir que estaba excelente, seco como a él le gustaba y a
la temperatura exacta. A mitad de copa, vio entrar a Jiménez.
-
Le agradezco que haya tenido la amabilidad de venir-
Marcial le extendió la mano aunque mantuvo una expresión seria. El saludo fue
breve, como si las dermis de ambos se repelieran por instinto.
-
No le oculto que me sorprendió, pero el que debe
agradecérselo soy yo.
-
Veo que ya está bebiendo una copa.
-
Sí, un blanco excelente. ¿Le apetece algo?
-
Si a usted no le molesta, preferiría cenar. Me
gustaría poder llegar a casa a una hora prudente.
-
Cómo no – respondió Ernesto.
Vellina eligió una crema fría de marisco con verduras de
primero y una merluza confitada de segundo. Marcial prefirió unos huevos
escalfados con trufas para comenzar pero tomó el mismo plato principal que su
acompañante. Para beber, y aconsejados por el sumiller, se decantaron por un
Burdeos del 97.
La primera media hora de la cena no abordaron lo que allá
les había llevado. En buena lógica, debía ser Jiménez el que abriese el fuego
pero Ernesto tampoco se animó a preguntar. Prefirieron alargar la farsa por
algún tiempo, comentando las últimas tendencias literarias y las novedades vistas
en la Feria de Frankfurt. Ni que decir tiene que estuvieron en desacuerdo sobre
lo que era bueno o era malo, en lo que el público buscaba o en la calidad de
los nuevos lanzamientos. Sólo coincidieron en poner verdes a sus respectivos
editores y en criticar la subida del IVA, algo que se presuponía.
Por fin, a media merluza, Jiménez se animó.
-
Bien, Ernesto, creo que va siendo hora de que le
explique el motivo real de mi invitación.
-
Sí, así lo creo yo. No podemos poner más a parir
a nuestros agentes, se nos han agotado los improperios – bromeó Ernesto,
intentando facilitar las cosas al otro.
-
Verá, lo he estado meditando durante meses. No
ha sido fácil, créame. Pero lo que le decía en mi carta es cierto. Tan sólo
quiero darle las gracias.
-
De verdad que no le entiendo – Ernesto le miró a
los ojos.
-
No me extraña. Permítame que se lo explique.
-
Soy todo oídos – Vellina tomó un poco de merluza
y se lo llevó a la boca.
-
Verá, usted sabe que durante años hemos
disentido en prácticamente todo en lo que se refiere a la literatura y a la
misma vida, diría yo. Yo no comprendo sus puntos de vista y usted no entiende
los míos. Yo escribo lo que usted jamás plasmaría y sus obras me parecen a mí
un aburrimiento enorme.
-
Menos mal que deseaba agradecerme algo – replicó
Ernesto.
-
Déjeme continuar, por favor. Cierto es que no
estamos de acuerdo en casi todo y que hemos aprovechado las oportunidades que
hemos tenido para criticarnos severamente. Les soy sincero, no me arrepiento.
Sigo pensando que sus novelas aburren hasta a los peces y que tanta reflexión
humana y filosófica, tanta introspección psicológica, es la antítesis de la
literatura. Yo, como bien sabe, creo en la literatura primigenia, en las
historias que se cuentan de viva voz, en las fantasías llenas de héroes y
hazañas, de aventuras en mares lejanos o tierras indómitas, escribo para el que
no ha leído pero se emboba ante un trovador, para el que gusta de que alguien
le muestre las palabras hermosas y
fantásticas que a él no se le ocurrirían, escribo para el que desea soñar, no
para el que quiere pensar.
-
Ya,… - interrumpió Vellina mientras dejaba el
tenedor sobre el plato vacío.
-
Y usted opinará lo contrario. Tanto da. No he
venido a convencerle ni usted podría hacerlo conmigo. Mantenemos posturas irreconciliables
y estamos convencidos de ellas.
-
Eso me temo. Lo que no entiendo es por qué
entonces me invita y quiere agradecerme algo que todavía no atisbo qué es.
-
Porque usted ha valorado mi trabajo, porque es
usted mi lector número uno- Marcial sorbió un poco de vino.
-
¡Anda ya! ¿Se trata de una broma, verdad? Debí
suponerlo. Así que el que yo piense que sus libros son una mierda, revaloriza
su trabajo…. Debí suponerlo.
-
Lo he pensado durante meses y así es. – la cara
de Jiménez no mostraba ninguna duda ni ironía. Hablaba en serio.
-
Pues seguiré revalorizando su obra todo lo que
pueda – Ernesto hizo una mueca de sarcasmo.
-
En realidad, usted piensa que escribo bien.
-
¡Jaaa!- Ernesto tomó la servilleta de sus
rodillos y la lanzó contra la mesa.
-
Le quiero dar las gracias por centrarse en mí,
por elegirme a mí. – Marcial volvió a beber de la copa.
-
No le entiendo. – contestó Vellina, intentando
relajarse.
-
Cuando alguien piensa que otro es rematadamente
malo, simplemente lo obvia, lo olvida, le da igual, no le preocupa. Si mañana
aparece una novela autopublicada en Amazon de un autor desconocido que vende
diez ejemplares, probablemente a su madre y hermanos, no me preocupo ni un
segundo. Mucho menos, escribo reseñas o aprovecho un discurso en la Academia
para despotricar sobre ese autor. Sencillamente, no existe en mi cabeza. Sin
embargo, este no es nuestro caso. Usted, Ernesto, se ha preocupado en seguir mi
obra, la ha leído como demuestra lo preciso que es usted en las críticas,
citando párrafos completos que a su juicio son horrendos, me ha tenido en su
mente muchas de sus noches, me ha odiado, me ha criticado, me ha combatido.
-
Y lo seguiré haciendo- se puso más serio aún.
-
Eso, Ernesto, ocurre porque usted valora mi
obra. A sus ojos no soy un cualquiera, no soy alguien anodino, incluso podría
decir que me odia y al que se odia se le valora. Si usted no tuviera cierta
apego a mi trabajo, ¿por qué habría de dedicarme tanto tiempo, tanta reflexión?
-
No lo sé. Quizá por rencor, por deseo de
venganza, por limpiar el mundo – Vellina comenzaba a interesarse en los
argumentos de Jiménez.
-
Más a mi favor. Uno sólo desea vengarse de aquel
a quién valora. Si esta noche le pica un mosquito, quizá pueda darle un
manotazo si lo pilla en ese instante, pero es seguro que no pensará durante
días en el insecto ni que pensará y repensará cómo hacerle daños. Si alguien en
una reunión, - nos ha pasado a todos los escritores alguna vez - , le lanza una
barbaridad, quizá le replique pero no será una persona que esté en su mente,
que permanezca en ella, no será alguien sobre el que desee imponer sus
argumentos y sus criterios. Si usted me tiene rencor, es que me valora; si
desea venganza, lo mismo. Cada vez que piensa en mí, aun cuando sea para buscar
mi ruina, ello implica que le soy importante.
-
¿Usted cree?
-
Sí, lo he pensado mucho y lo afirmo. Ahora que
ya la edad avanza y que los triunfos se relativizan, ahora que ya hemos visto
pasar generaciones de lectores a los que no recordamos, críticos a los que
hemos olvidado,.. ahora me doy cuenta que es usted el único fan incondicional
que he tenido, el único que durante dos décadas se ha preocupado de mi obra,
que me ha leído para denostarme, que ha mantenido el interés, que me sigue
leyendo, que espera mi última novela para analizarla y criticarla. Y es por
ello que quería darle las gracias. Si echo la vista atrás no encuentro muchas
personas para las que haya sido tan importante. En verdad, es mi más
incondicional lector. Me lee incluso sin
gustarle.
-
¿Y esto no debería ser simétrico? – Vellina odiaba
admitir que entendía a Jiménez.
-
Sin duda. Es algo que me fastidia muchísimo, no
se lo oculto. El caso es que creo que es usted un mal escritor. Aburrido y
cargante, un tipo que elige mal los temas, que escribe para sí mismo y para sus
cuatro amigos pedantes. Pero, como usted, le he seguido, le he leído, me he
enfurecido con sus interminables frases de sesudez barata, espero su siguiente
trabajo para entresacar todo lo malo. Sí, Vellina, he de reconocer que yo soy
uno de sus más fieles seguidores como usted lo es de mí.
Un rato más tarde, al salir del restaurante, se dieron la
mano y, por primera vez en veinte años, sintieron algo de afecto en aquella
piel ajena.