Markius se acercó al mueble y abrió la cristalera de la derecha. Tomó dos copas y la botella de bourbon.
- ¿Un copa? Creo que nos hace falta- miró a su interlocutor, un hombre de mediana edad, rostro curtido por el sol y cabellos lacios.
- ¿Está seguro de que no nos han seguido?- preguntó el otro, mirando a uno y otro lado aun cuando sabía que nadie más había entrado en la estancia.
- En estos tiempos, uno nunca puede estar seguro de no estar siendo controlado, ya lo sabe. Pero, no creo que por el momento seamos objeto de estudio de la CCH. Aunque quizá lo seamos mañana si lo que imagino que vamos a tratar es cierto.
- Da lo mismo ya, no importa que nos escuchen. Yo ya soy presunto delincuente. – respondió Jales, el hombre que le escuchaba.- Y tras haberme traído a su casa, usted también.
- Sí- Markius sonrió con una mueca triste-, así que hablemos. - ¿Hielo?
- Sí, por favor.
Le sirvió la copa y se sentaron en el canapé azul que ocupaba el centro de la estancia. Un ventanal amplio daba al centro de la ciudad y, a lo lejos, podía verse la torre Hannah, la más alta de un skyline de por sí ya quebrado sobre el cielo. Sobre una mesita de cristal, al lado del sofá, había varios libros. En la esquina, un estéreo encendido con unos leds azules bailando sobre la botonera, aunque el volumen estaba tan bajo que apenas se escuchaba.
- ¿Saint Saëns?- preguntó Jules, el invitado.
- Veo que le gusta la música y que tiene buen oído. Sí, el adagio de su concierto para violín. ¿Le gusta?
- Mucho, sí. Aunque cada vez tengo menos tiempo para deleitarme con un buen concierto. Demasiado trabajo, ya sabe usted.
- A la salud de la CCH – Markius levantó su vaso.
- Prefiero brindar a la salud del diablo- contestó Jules.
CCH era el acrónimo de Central Control of Humans, un organismo planetario que las Naciones Unidas habían aprobado por unanimidad dos décadas antes, justo tras las pandemias que azotaron a todos los continentes. Cuando ya se pensaba que las pestes eran un mal histórico olvidado en lo más profundo de los tiempos, el mundo había debido soportar una dura prueba con dos infecciones víricas de gran peligro. Habían causado millones de muertos hasta que los científicos consiguieron sintetizar una vacuna eficaz. Amén de los avances que se realizaron en biotecnología y farmacología, la crisis mostró también cuán importante era controlar el estado de salud de la población y sus movimientos en casos de alarma infecciosa. Si se hubiera podido detectar a tiempo a todas las personas enfermas y se las hubiera contenido en lugares apartados, la diseminación de la pandemia hubiese sido mucho más moderada. Había consenso absoluto entre la comunidad científica al respecto. Era necesario disponer de información personalizada de cada ser humano, de sus enfermedades, sus carencias genéticas, su historia médica, para poder tomar las medidas adecuadas a tiempo. La asistencia sanitaria pasó de ser pública y gratuita en algunos países a ser obligatoria en todo el mundo. La ley obligaba a cada individuo a visitar el centro de salud cada tres meses donde nuevos aparatos especialmente diseñados verificaban todo lo verificable de cada cuerpo. Si se encontraba algún problema- leucocitos bajos, PSA alto, marcadores tumorales entre ciertos límites, flora intestinal descompensada, heces no consistentes, grasas acumuladas en más de un 1% de lo definido por la medicina, vista cansada, una caries o halitosis, hasta tres mil quinientos indicadores diferentes- la persona quedaba retenida en un hospital hasta su curación. Podría pensarse que todo el mundo estaba sano pero el ciclo de la vida era igualmente inexorable, de modo que cuando los algoritmos de la CCH determinaban que el caso estaba perdido, se ingresaba al paciente en un hospital de terminación- este era el término utilizado- para evitar contagios físicos o psíquicos (los doctores defendían que el contacto con enfermos debilitaba la salud propia en una especie de efecto anti placebo) y proveer los cuidados paliativos a que hubiera lugar.
Si bien, al inicio hubo algunas voces en contra (algunos chiflados defendían el derecho a estar enfermo), la mayoría de la población aceptó de buen grado el control sanitario avanzado y la vigilancia de la CCH.
- Le escucho- dijo Markius.
- ¿Lo publicará? – preguntó Jules.
- Si la información merece la pena, lo intentaré. Aunque dependo del director del periódico, ya lo sabe usted.
- Si le he llamado es porque tengo entendido que es usted un gran periodista.
- Me halaga pero no creo que lo sea. Simplemente, soy de la vieja escuela.
Markius había sido galardonado tres veces con el premio anual al mejor reportaje de investigación y había alcanzado un merecido prestigio en la profesión. Aunque, en ocasiones, había resultado molesto al poder, le dejaban trabajar porque, en el fondo, poco importaba lo que escribiera.
- Usted sabe que la CCH es responsable del control sanitario en el mundo- comenzó Jules.
- Sí, es bien sabido. – contestó Markius.
- Y usted sabe también que, desde hace décadas, los gobiernos se han esforzado en controlar la seguridad pública. Estamos rodeados de cámaras, la ley impone que las comunicaciones informáticas se registren, las llamadas telefónicas pueden ser escuchadas, satélites capaces de fotografiar un viandante en medio de un parque, … en fin, nada nuevo desde hace mucho tiempo. Como sabe, el mundo se ha acostumbrado a ello; es más, damos de buen grado toda clase de información privada en la red mundial. Todo por la seguridad.
- Vaya al grano, por favor.
- A pesar de toda esta parafernalia electrónica, lo cierto es que siguen existiendo criminales, que sigue habiendo robos y secuestros, que las mafias tienen técnicos mejores que los del gobierno, capaces de programar contramedidas eficaces.
- Tampoco esto es nuevo, Jules.
- Lo sé, sólo quiero enmarcar mi información- contestó-, para que usted comprenda el asunto. El caso es que la vigilancia desde fuera- ralentizó las palabras- , déjeme que la denomine así, no es suficiente. El mundo se ha adaptado a las restricciones pero sigue siendo un sucio mundo.
- E imagino que será siempre así. – Markius sorbió un poco de bourbon.
- Esto va a cambiar. Definitivamente.
- ¿Y supongo que usted me va a decir cómo?
- Sí, exactamente.
- Le escucho.
- El secreto es vigilar desde dentro. Que los sensores estén en uno mismo. Así será del todo imposible escapar al control. Al menos, si uno está vivo.
- Tampoco es algo nuevo, pienso. Hace ya mucho tiempo que los gobiernos quisieron, y seguramente llevaron a cabo, implantar chips en los soldados, una especie de tatuaje sobre la piel, con los que podían saber dónde se hallaban en todo momento. Un gran avance para que los generales pudiesen mover sus efectivos de manera más eficaz.
- Así es, pero como sabe la idea de implantar un microcircuito a cada ser vivo resultó altamente criticada. Seriamos como los perros, con nuestro sensor colgando de la oreja, algo realmente repugnante para los seres humanos. – replicó Jules.
- Sí, la idea nunca fue a más.
- Imagine ahora que pueden implantarse sensores en todos nosotros sin que lo sepamos y sin que sean visibles. Es más, yo creo que lo que más nos molesta es que se note el circuito, el chip, más que llevarlo.
- Entiendo la idea. Pero me parece imposible que todo el mundo lleve un sensor. ¿Cómo hacerlo sin que se note?
- A través de la CCH- afirmó Jules.
- ¿La CCH? Ya nos controla demasiado. Pero cada tres meses y, al menos es lo que se dice oficialmente, sólo en lo referente a nuestra salud.
- Y así seguirá siendo- contestó Jules-, la CCH será sólo un mecanismo para implantar los sensores, no será el controlador.
- No entiendo … - Markius titubeó.
- Mediante los medicamentos– Jules le miró fijamente.
- ¿Medicinas?
- Medicinas, sí. Son obligatorias ahora – y tenga por seguro que yo estoy de acuerdo con que lo sean, nada tengo en contra de ellas, al contrario….
- ¡Ah! Creí que me iba a salir usted uno de esos imbéciles que niega su eficacia.
- No, no estoy loco. Pero el hecho es que el acto de tomar la medicación puede servir para otros fines.
- ¿Otros fines?
- Han convencido a la CCH para que en el mismo momento que los infantes toman su primera dosis de lo que sea, se les administre también unas gotitas de un líquido que se mostrará como un simple complemento del medicamento.
- ¿Y?
- Que esas gotitas contendrán nanosensores que serán absorbidos por los tejidos ya en los primeros meses de vida. Nanopartículas capaces de detectar la geoposición de uno mismo, de transmitir lo que se está diciendo o lo que se está escuchando, incluso nanocomplejos que se fijarán en la retina y que podrán enviar la señal lumínica que esta recibe. Se conocerá todo de todos en todo momento. Y nadie dirá nada porque nadie será consciente de que lleva dentro semejante arsenal de detectores.
- Me parece que esto es ciencia ficción, Jules. Un buen relato para una revista de aventuras, pero nadie creerá semejante cuento.
- Un cuento que es cierto.
- ¿Y cómo podemos probar que es cierto?
- Le daré los documentos que obran en mi poder, sacados de la CCH.
- Robados querrá decir.
- Llámelo como quiera… pero esos documentos existen.
- Tendré que estudiarlos- por primera vez, Markius se sintió inquieto. Instintivamente, se levantó y corrió las cortinas del ventanal.
- No se preocupe más. Ya sabrán que estamos juntos, con cortina o sin ella- Jules sonrió nerviosamente.
- Lo cierto es que no acabo de creerle. Y no puedo jugarme mi carrera por algo en lo que no creo.
- Su instinto periodístico le dice que es cierto.
- Mi instinto me dice que es una locura. ¿Nano emisores? ¿Nano cámaras? ¿nano antenas? ¿Ordenadores capaces de procesar en tiempo real yottabytes? La tecnología de la que me habla no existe.
- No está disponible a luz pública, diga mejor.
- Ciencia ficción. Un bulo conspirativo más. Seguro que se podrían contar muchas cosas de la CCH, cualquier gran organismo con demasiado poder se extralimita, pero lo que usted me cuenta va demasiado lejos.
- ¿Pero usted seguro que conoce los acuerdos de I+D entre la industria farmacéutica y los gobiernos? – dijo Jules.
- Sí, demasiado turbios en muchas ocasiones.
- No lo sabe usted bien, amigo mío. Y quizá haya escuchado los fondos millonarios que la industria militar dedica a la investigación médica. ¿No le encaja todo?
- Es difícil de creer. Y aún más difícil de convencer a alguien de que esto es verdad. Será sencillo desacreditarnos. Muy sencillo. Es más, parecerá que estamos en contra de la medicina, que somos unos de esos lunáticos que buscan la cura en el aire, comer acelgas y la vida natural.
- Hay ya millones que llevan dentro los nanosensores. Quizá usted mismo. ¿Ha tomado algún jarabe últimamente?
Markius quedó callado y pensativo. Podía estudiar los papeles pero ya había decidido que era una empresa demasiado arriesgada. Mejor no entrometerse. Tampoco le quedaba tanto para la jubilación. Jules, estaba seguro de ello, estaría vigilado.
- Lo siento, Jules. No le creo. Si quiere, echaré un vistazo a los documentos pero quiero serle sincero. No publicaré esta locura.
- Siento escuchar esto.
- Yo también. Es demasiado inverosímil. No deseo ofenderle pero me parece que usted ve conspiraciones que no existen, que no pueden existir.
- De nada servirá entonces que le deje la copia de la documentación. Seguiré buscando.
- Siga si lo desea pero mi consejo es que abandone este asunto. Creo que su imaginación y algunas casualidades fortuitas, algunos malentendidos con los papeles, le han llevado a concluir algo que es a todas luces una locura.
- Me voy. Siento haberle molestado. De nada sirve prolongar esta conversación.
Se sirvió otro vaso de licor y se acercó a la ventana. Abajo, doce pisos más abajo, vio cómo Jules salía a la avenida. Caminaba tranquilo con su portafolio bajo el brazo. Por un instante tuvo la tentación de llamarle para echar una ojeada a aquellas notas, pero se contuvo. Bebió el bourbon de un solo trago y volvió a mirar hacia la calle. Se dio cuenta, en ese momento, que dos hombres seguían a Jules.