Trailville apenas tenía diez calles, un motel y dos tabernas cuando, en noviembre de 1864, llegué contratada por la Central Pacific para trabajar en la construcción del transcontinental. Recuerdo el pavor que me atenazó el corazón al ver, por primera vez en mi vida, toda la tierra cubierta de blanco y las montañas imponentes de Sierra Nevada pintadas de hielo frente a mí. Me pregunté qué hacía allí, en medio de una nada a la que llamaban California, dispuesta a engañar a todos y realizar un duro trabajo para el que no podía estar dotada. Mis dudas se disiparon pronto al recordar Wuhao-Pu, sus campos quemados, la muerte de mi familia y la hambruna que siguió. Sí, había perdido la cordura, pero no cabe sino la inconsciencia y la locura cuando una ya no tiene un hogar. Me arreglé el abrigo para disimular mis formas que había de ocultar a cualquier precio.
- ¿Nombre? – preguntó el capataz, un tipo grueso, con escaso pelo y manos que denotaban que había trabajado duro en el pasado. Un compatriota me tradujo la pregunta.
- Tao Li – respondí. Mentí y di un nombre de varón. Mi verdadero nombre, Mai Ling, me hubiera delatado ante el chino traductor.
- ¿Edad?
- Diecinueve – repuse.
- ¿Enfermedades? – el traductor me miró como si estuviese seguro de que debía padecer varias dado mi aspecto enclenque.
- Ninguna – contesté con decisión.
- Veintiocho dólares por mes. Firma aquí – el hombre me extendió un papel sin mirarme siquiera.
Di mi aprobación con un garabato, sin entender una palabra de lo que estaba escrito en el documento, apremiada por el traductor. Me quedé mirando a los dos hombres que se hablaban entre sí hasta que el jefe se percató de que continuaba allá y me gritó:
- ¡¿Qué esperas?!, … barracón 15, cuadrilla 23. ¡Largo! – y el traductor repitió aquello en chino con el mismo tono de enfado que el americano.
El campamento de los trabajadores chinos se extendía a las afueras de Trailville, en un entramado cuadriculado en el que se mezclaban sin orden las barracas con los espacios abiertos donde se comerciaba con todo. Tuve suerte. La casa que me asignaron estaba relativamente limpia y, al situarse hacia el centro del complejo, se sentía menos el viento helado que llegaba de las montañas. Compartía el habitáculo con doce hombres más. No había muchas comodidades. Apenas las literas y una mesa al fondo con sólo seis sillas en las que se sentaban los primeros que llegaban o los más fuertes, de modo que a mí me tocaba casi siempre descansar sobre el suelo. Una estufa de carbón servía para atemperar el frío del riguroso invierno de la sierra. Tres lámparas de grasa iluminaban la estancia cuando anochecía y una alacena en un costado almacenaba los pocos enseres que teníamos. Las herramientas se guardaban, cada atardecer, en un depósito central custodiado por hombres armados y, aunque no había toque de queda, era mal visto permanecer fuera a partir de las nueve. Cualquier pelea era castigada con una multa de diez dólares y si pillaban a alguien borracho, subía hasta veinte dólares, casi todo el sueldo mensual. Con todo, los incidentes eran escasos en nuestro campamento, no así en el de los irlandeses a una milla hacia el norte. Quizá fuera por eso que la Central Pacific reclamaba más y más trabajadores chinos ya que, según se decía, éramos dóciles, cumplidores y valientes. Incluso, corría el rumor de que uno de los dueños de la concesión ferroviaria, Charlie Crocker, había insistido en ofrecer puestos de trabajo a los chinos porque él los había conocido bien cuando vivía en California y el gobernador Stanford había estado de acuerdo en conceder los permisos a la vista de los accidentes que ya habían ocurrido.
Durante meses, todo fue nuevo para mí, todo desconocido. Ya en los primeros días, mis manos se llenaron de llagas después de horas de batear el balasto. Cada tarde, mis huesos me dolían y mis músculos se apelmazaban de tanto cargar durmientes y railes, a razón de 15 hombres por raíl. Era un trabajo fatigoso y esclavo pero, sin embargo, me maravillaba ver cómo las locomotoras llegaban hasta el final del vial construido, con su humareda blanca saliendo desatada por la chimenea, el pitido del silbato y el traqueteo quejumbroso de las bielas al desplazarse y las ruedas al girar. Me llevó meses comprender el mecanismo que movía aquellas moles y me fasciné comprobando cómo sólo dos maquinistas manejaban las complejas máquinas
No hablábamos mucho entre los compañeros. Estábamos demasiado cansados para hacerlo. Como mucho, algún atardecer, Feng Ju nos cantaba alguna canción tradicional y compartíamos dulces con motivo de alguna celebración. El resto era despertar antes de salir el sol, ir al comedor para tomar el desayuno, trabajar hasta las ocho de la noche, con una breve parada para el almuerzo, asearse cuando el frío nos dejaba hacerlo, cenar a toda prisa y acostarnos para recomenzar al día siguiente. A Trailville sólo nos acercábamos para comprar algunos víveres. Yo, sin familia a la que enviar el dinero, me gané pronto a los compañeros de barracón, siempre escasos de recursos, prestándoles algunas monedas o comprándoles tabaco como regalo. Ninguno sospechó jamás que yo era una mujer.
Pronto me las arreglé para hablar y comprender el inglés, aunque en realidad allá chapurreábamos una mezcla de varios idiomas, en un batiburrillo de sonidos sin ton ni son pero suficiente para comer, comprar, vender y entender las instrucciones del trabajo.
- Prepárate para subir a toda velocidad, Tao – Robert me miró y me sonrió con aquella expresión que me hacía remover algo en mi interior.
- Te apuesto un dólar a que llego antes- contesté, asiéndome a la soga que colgaba desde cuarenta metros arriba.
- Los chinos sois unos chulos- replicó él sin dejar de sonreír- , sabes que no tienes ninguna posibilidad.
Por mi tamaño menudo y mi agilidad – no podían imaginar la auténtica razón por la que mi cuerpo era más grácil que la del resto de los hombres- me habían adscrito al desmonte de las laderas. Era un trabajo peligroso, probablemente el de más riesgo, pero mentiría si dijera que no me atraía y era mucho mejor que acarrear railes o travesaños. Podía sentir la emoción de cada desmonte y me sentía viva, tan viva como jamás había estado antes. Alguna noche, tumbada fuera de la barraca, mirando las estrellas, me preguntaba si yo que había nacido para sumisa esposa no acabaría descubriendo un mundo nuevo.
Cruzar las montañas entre California y Nevada no era cuestión sencilla. Los ingenieros decían que los túneles no serían seguros en algunos tramos y en otros, pura roca de cordillera, extremadamente costosos de perforar. La nieve bloquearía las entradas y los viaductos de madera que habría que construir entre pendiente y pendiente podían derrumbarse con el deshielo y los torrentes de la primavera. Así que la Central Pacific había elegido la solución más barata y más segura para ellos, la más arriesgada para nosotros. El tren recorrería las laderas de las escarpadas montañas, contorneándolas, en un viaje lento y sinuoso. El problema era que las laderas de las montañas no tenían pistas donde colocar las vías y era preciso crearlas.
La técnica era tan elemental como peligrosa. Nos descolgábamos ladera abajo con sólo un arnés en nuestra cintura, más bien una especie de cestillo donde nos sentábamos precariamente, y la espalda cargada con una mochila con cincel, martillo y explosivos. Las pendientes eran casi verticales de modo que pendíamos de las cuerdas a unos 50 o 100 metros de la cima y, allí, picábamos agujeros en la roca. Luego, introducíamos los cartuchos y prendíamos una larga mecha. Era entonces cuando llegaba el gran problema de verdad. Había que subir a toda velocidad, trepando por la cuerda mientras a nuestros pies la llama se aproximaba a la pólvora. Debíamos estar arriba antes de que estallara y los pedruscos que salían despedidos nos mataran. El confiar en que los de arriba tiraran con la rapidez suficiente no era nada seguro, así que preferíamos depender de nosotros mismos. Al principio, habían probado con hombres fuertes y musculosos que, en muy poco tiempo, perforaban la piedra a gran profundidad lo que permitía introducir más explosivo. En pocas semanas, muchos de ellos murieron por no poder ascender a tiempo con la suficiente rapidez, de modo que los capataces decidieron dar un vuelco a la técnica y eligieron a los más livianos para bajar. Cierto era que nos costaba más hacer los agujeros y que estos admitían menos explosivos pero subíamos muy rápido y podíamos repetir la operación muchas veces durante el día porque sobrevivíamos.
Recordé cómo había llegado a ser barrenadora.
- Necesito voluntarios que sean pequeños y poco pesados, 100 libras como mucho, para perforar la montaña – había gritado Kurt, el capataz alemán que nos había tocado en suerte-. No voy a engañaros, la cosa es jodida, peligrosa pero la Central Pacific pagará 45 dólares al mes al que quiera hacerlo. Y ración extra de whiskey.
No lo pensé dos veces y di un paso al frente. Qué me movió a hacerlo, no lo sé. Quizá el cansancio de cargar y descargar material; o la emoción de colgarse de una ladera; o un inconsciente deseo de encontrar una muerte honrosa; quién sabe. Sea lo que fuera, hoy, cuando lo recuerdo, doy gracias al cielo de haber tomado la decisión, de avanzar aquel paso frente al capataz. Otros diez o doce hombres se adelantaron conmigo y Kurt nos pasó revista como si fuésemos bichos raros. Al cabo, tras un silencio, nos aprobó a todos y nos mandó firmar en una hoja. El resto de trabajadores nos miraban como si estuviéramos locos de atar.
Haciendo este trabajo conocí a Robert.
- ¿Listo? – volvió a preguntarme Robert- ¿prendo las mechas?
- Listo
Mientras escuchábamos el silbido de la llama que consumía la cuerda, nos lanzamos hacia arriba. Ambos sin ayudarnos de los pies, sólo elevándonos con nuestras manos, a pulso, luchando para sobrevivir pero, sobre todo, compitiendo entre nosotros para ver quién llegaba antes.
- ¡Gané! – exclamé, justo un segundo antes de que un estruendo hiciera temblar la montaña y una lluvia de gravilla cayera sobre nosotros.
- ¡Ha estado cerca!- Robert me extendió la mano - ¡Give me five, buddy!- me gritó como a un colega de toda la vida y yo choqué su mano con satisfacción.
Al principio, fue solo el compañerismo que crea el trabajar juntos de cara a la muerte, pero poco a poco comenzamos a compartir añoranzas y cuitas. Cada fin de semana, cuando los carromatos nos regresaban a Trailville, él no se quedaba en la habitación que tenía en el pueblo y venía conmigo a cenar el rancho chino y, luego, simplemente, charlábamos largo.
- No voy a ir nunca a tu país- me decía-, ¿pero cómo podéis comer esto?
- ¿Y vosotros? Desayunar gachas y comer manteca… se ve que acabáis de llegar a la civilización, no como nosotros que llevamos cinco mil años de existencia- le respondía yo.
- Mira, ¿ves aquella estrella?- me preguntaba, más tarde.
- ¿Cuál?- decía yo.
- Aquella, la que titila al norte, la más brillante.
- Sí, la veo- le confirmaba mientras fijaba mi vista en ella.
- Es la Polar- me explicaba-, por allá está Montana.
- ¿Qué es eso? ¿Qué es Montana?
- Donde yo tendré un rancho algún día – afirmaba él. – Nunca he estado pero me han contado que es hermosa.
- Pero eso debe estar muy al norte – respondía yo.
- Sí, y la nieve cubrirá los campos con 30 o 40 pulgadas, y yo cuidaré del ganado y encenderé fuego en la chimenea.
Y yo, que no sabía dónde estaba aquella tierra, ni había visto chimeneas, ni imaginaba cómo se cuidaban las vacas, sentía un irresistible deseo de acompañarle. Luego, de súbito, sacaba un cigarro y me invitaba a acompañarle y pasábamos una hora fumando tranquilamente, sin hablar más, sólo viendo cómo el humo movido por la brisa jugueteaba por entre el fondo estrellado de la noche. ¡Si mi madre me hubiera visto exhalar el humo del tabaco con aquel desparpajo! Quizá me veía, quizá alguna estrella de aquí era su mirada.
Yo, por mi parte, le contaba por qué había arribado a los Estados Unidos. La guerra había asolado Wuhao-Pu, mi aldea en la provincia de Guandong. Una noche llegaron los hombres de Ku Shi y no preguntaron. Sus jefes iban a caballo pero detrás venían los lanceros con gorros de colores, banderolas gigantes, arcos, flechas y tambores de guerra. Comenzaron a quemar las cabañas y a matar a quien corría para escapar. Nadie supo nunca el porqué del ataque. Quizá fuera porque meses atrás ayudamos a un herido de Yung Fao, su enemigo, o porque estorbábamos en el camino que sus caravanas con provisiones llevaban al frente o porque sus soldados deseaban el pillaje. Sea como sea, arrasaron todo. Yo, logré esconderme, viendo horrorizada cómo apuñalaban a mi madre y a mis hermanos sin que yo tuviera el valor de defenderlos. Jamás me lo perdonaré pese a que poco podría yo haber hecho frente a las hordas de Ku Shi. Cuando todo pasó, me encontré sola (dije “solo” para él, pues tenía cuidado en usar el género apropiado), sin recursos, hambrienta, atemorizada, deseosa de escapar de aquel país. Llegué a Cantón y allí escuché que se reclutaban obreros para ir a trabajar a un lugar muy lejano del que yo nunca había oído hablar, al otro lado del mar. No lo pensé, me disfracé de varón, me apunté, y lo demás él ya lo sabía. Quería huir de China, dejar atrás los horribles recuerdos, mi deshonroso comportamiento cuando mataron a mis seres queridos. Sólo eso, quería huir.
El invierno del 66 fue especialmente duro y el trabajo en las pendientes de Cape Horn peligroso y excitante. La nieve lo cubría todo y por la noche se helaba convirtiendo las laderas en trampas mortales al menor descuido. Los barrancos de aquel paraje eran hondos, sombríos, llenos de alimañas y, en su fondo, corría el río América, poco conocido hasta para los mismos geólogos que trabajaban con el ferrocarril. El trabajo era incómodo porque debíamos colgarnos con gruesos abrigos y guantes de lana que nos entorpecían. Las ventiscas nos sorprendían de repente y habíamos de agarrarnos a la roca para no salir despedidos.
- ¿Hay miedo, Tao? – me preguntaba Robert, socarrón, siempre con aquella sonrisa que sólo le abandonaba cuando se ponía melancólico pensando en Montana.
- ¿Miedo? Hemos construido la muralla en China, esto es una casita de cortesanas – contestaba yo, aguantándome el pánico que sentía en el estómago.
Habíamos dejado atrás las gargantas ignotas de Long Ravine y Secret Ravine, pero el paso de CapeHorn resultó más duro que lo que nunca pudimos imaginar. Robert y yo tuvimos suerte, nos amparó el destino, pero más de 300 compatriotas chinos perdieron la vida en el paso. En marzo nos pusimos en huelga y la empresa aceptó elevar nuestro sueldo, aunque nunca llegamos a tener el de los irlandeses.
Poco a poco, barreno a barreno, cartucho a cartucho, el ferrocarril avanzaba a través de Sierra Morena pero íbamos lentos, muy despacio en comparación con los de la Union Pacific que avanzaban a toda velocidad a través de las grandes praderas, de este a oeste, al contrario de la dirección en la que construíamos que nosotros.
Llevaba ya más de tres años en una tierra que no era la mía, o quizá ya sí lo era. Llevaba ya dos años hablando cada día con Robert y me preguntaba cómo podía haber vivido antes sin conocerle.
El mes de julio, ya en 1868, colgábamos de Kelly Peak tras un descenso algo aparatoso por el fuerte y caliente viento que nos bamboleaba. La roca en aquella montaña era más dura que de costumbre, quizá granito que era lo peor que nos podíamos encontrar, y se nos terminaba el tiempo que nos habían dado para completar la perforación. El calor era sofocante incluso a aquella altura.
- Venga, prendamos ya – dijo Robert-, si no vamos a perder todo el día. Al menos, la pólvora removerá la pared y podremos poner otra carga dentro de una hora.
Asentí y miré hacia lo alto. Las cuerdas bailaban inquietas y el vendaval era cada vez más fuerte.
- Comienza a subir, Tao- me hizo un gesto para que trepara- , yo enciendo y te sigo.
Le hice caso y le gané cuatro o cinco metros. No sé qué ocurrió, quizá las mechas no eran lo suficientemente largas o el viento cálido avivó demasiado las llamas y las hizo más veloces. Sea como fuera, justo cuando yo llegué arriba, la pólvora estalló y millares de trozos de roca salieron disparados en todas direcciones. Robert estaba aún abajo y una piedra veloz le golpeó en el pecho. Por un instante, se trastabilló, soltó sus manos y cayó hasta que el arnés le retuvo. Los hombres que guardaban las poleas tiraron con fuerza entre gritos de alarma pero más rocas le golpearon en cuerpo y cabeza. Fueron unos minutos de angustia en las que yo misma me sentí morir. Cuando, al fin, tumbaron a Robert en unas parihuelas, su aspecto me alarmó. La sangre le corría por todo el cuerpo y había perdido el conocimiento. Lo trasladamos en la calesa del ingeniero hasta el campamento y le tumbamos en la cama de una habitación reservada para las urgencias.
- Sólo Dios sabe lo que ha de pasar- me dijo el médico con una seriedad que vaticinaba lo peor – Al menos, hemos detenido las hemorragias. Si despierta, todo irá bien. Yo debo irme ahora pero avísenme si ocurre algo…. – titubeó- o no despierta.
- Yo me quedaré cuidándole- afirmé con tal rotundidad que todos los demás hombres que merodeaban por allá, se marcharon sin decir ni una sola palabra.
- Mójale la cara con agua regularmente para que la fiebre no le consuma – me recomendó el doctor- y empápale los labios con agua cada hora. Hace demasiado calor este verano. ¿Sabrás hacerlo, chino? – preguntó.
No le respondí pero mi mirada de ira fue suficiente para que el hombre reculara:
- Sí, creo que sabrás hacerlo.
Durante las primeras dos o tres horas, se acercaron algunos compañeros para interesarse por el estado de Robert pero, a medida que avanzaba la noche, todos se fueron a dormir. No era nada nuevo. Cada semana moría algún trabajador en la labor. Un raíl que les aplastaba, un remache que se le clavaba a alguien, infecciones, la nitroglicerina que empezaba a usarse que explotaba sin más ni más, cualquier cosa, la vida era frágil en el oeste.
A Robert le había bajado la fiebre y parecía reposar tranquilo. Yo, pacientemente, vertía gotas en sus labios y mojaba su frente con un paño de lino. Con un abanico hice que corriera algo de aire hasta que me agoté yo misma del cansancio y del sudor que me empapaba. Decidí refrescarme antes de que cayera desvanecida. Él dormía, parecía relajado, así que pasé al lavabo. Tenía las ropas mojadas, de modo que me quité la camisa y las vendas con las que apretaba mis pechos, tanto para protegerlos de los roces en el trabajo como para disimular mi auténtica esencia, tal como durante años había hecho. Vertí agua en una jofaina y, desnuda de cintura para arriba, disfruté del contacto con el líquido, me enjaboné y dejé que las gotas se evaporaran sobre mi piel. Si hubiera habido un río cerca, me hubiera zambullido en él sin pensarlo. Luego, me quité el pantalón y repetí la operación con mis piernas, despacio, casi con parsimonia. Fue entonces cuando le escuché a mi espalda:
- Soy un idiota- era Robert el que hablaba. Estaba de pie, desnudo frente a mí, aún empapado en sudor, un poco tambaleante pero sano y salvo. Sus labios formaban una mueca a medio camino entre la sorpresa y la sonrisa.
Me quedé mirándole sin saber qué decir. Por instinto, cubrí mis senos con mis manos. Sabía que estaba enfermo, herido, pero disfruté íntimamente con la visión de su cuerpo desnudo.
- O quizá siempre lo supe- prosiguió él-…, que eras un tío muy raro y especial estaba claro… y tanto que lo eres…. Tao… o como diablos que te llames…
- Mai Ling – repuse-, ese es mi verdadero nombre. No supe, no me atreví- balbuceé…
- Y yo que pensaba que me estaba volviendo afeminado – dijo-, al final el cuerpo sabe detectar lo que los ojos no ven… tantos meses luchando contra esa atracción que me atormentaba.
Él sonrió con franqueza y se acercó a mí sin dudas, con la seguridad que tanto me atraía en él. Me besó y yo le respondí con toda mi alma. El hallazgo, el embrujo de sentir sus manos en mi cuerpo me hizo temblar. Pero cuando yo hice lo mismo, cuando devolví las caricias, él se retorció de dolor. Ni recordábamos que estaba magullado del accidente.
- Ughhh, ….habrá que esperar. Me temo que los golpes no me van a dejar disfrutarte- me arregló el cabello con sus manos y me besó otra vez.
Reímos y nos abrazamos sin apretar. Habría que esperar a que él sanara, pero nadie impidió que aquella noche la pasáramos juntos en la misma cama y el calor, antes insoportable, se tornó en dulzura, y la sed que hasta hacía una hora me atosigaba, se convirtió en necesidad de sus labios. Nos contamos todo, si es que había algo que ya no conociéramos. Él no cesó de palparme como queriendo cerciorarse de que Tao era Mai, que no estaba sufriendo alucinaciones por la fiebre.
- Y, ¿mañana? – le pregunté con temor.
- Mañana, serás Tao otra vez. No lo entenderían, lo sabes. Te despedirían o te apedrearían, quién sabe. Mañana, mi tierna Mai, serás Tao otra vez.
Y así fue durante otro largo año más en el que sólo dos o tres noches pudimos consumar nuestro deseo y en el que, para el resto del mundo, yo fui Tao y el mi “buddy”, Robert. Un año en que el trabajo avanzó raudo. Dejadas atrás las cumbres de la sierra, las llanuras de Nevada se abrieron a nosotros y las cuadrillas lograban tender hasta diez millas por jornada. Para mí y para Robert se acabaron los descensos en el cestillo, los barrenos, las laderas peligrosas, la posibilidad de estar solos y aislados. Nos dieron trabajo con los demás, acarreando hierro y durmientes, una labor ingrata y aburrida.
El 10 de mayo de 1869, estaba sola en medio de una enorme multitud que cubría la colina que llamaban Promontory. A Robert lo habían mandado, hacía ya dos semanas, junto a un centenar de hombres, a Ogden, al otro lado del lago, para reparar una decena de millas de raíles que se habían movido por un corrimiento de tierras. Le echaba de menos.
Las dos vías, la que nosotros habíamos tendido desde Sacramento en California, y la que la Union Pacific había tendido desde Nebraska se habían juntado en aquel punto perdido de Utah. El gobernador Stanford, con mucha pompa y ceremonial, había usado una maza para colocar los cuatro últimos clavos que decían que estaban fabricados en oro para conmemorar la ocasión. Todos hablaban del Golden spike y aplaudían mientras daban vítores al país, al ferrocarril y a los negocios que planeaban hacer. Mis más de diez mil compatriotas les imitaban aunque todos ellos estaban pensando en qué harían a partir de ahora, una vez completada la tarea. Casi ninguno planeaba regresar a China, todos soñaban con establecerse con un pequeño negocio en alguna de las ciudades por las que el tren pasaba.
Habían llegado fotógrafos de todo el país y las banderas de las estrellas ondeaban a lo largo de varias millas. Vimos como los martillos y los clavos fueron conectados con un cable a la línea del telégrafo de modo que cada golpe fuera escuchado como un punto transmitido en código morse por toda la Unión.
Al atardecer, nadie quedaba ya allí. Los políticos, los periodistas y los obreros se habían marchado. Estaba sola, sentada frente al horizonte que se pintaba de nubes anaranjadas. Mi mochila al lado. Lista para irme, sólo que no sabía a dónde. Tampoco sabía si volvería a verle y eso era lo que más me pesaba.
Me incorporé y comencé a caminar hacia el oeste, hacia California, a donde la mayoría de mis paisanos se dirigían.
- ¿Va usted a algún sitio, señor Tao? – escuché a mis espaldas, al tiempo que la felicidad más absoluta me inundaba.
- Construyo ferrocarriles- me volví despacio-, busco alguien que me contrate- repliqué mirándole fijamente. Estaba subido en una carreta con dos caballos fuertes y de larga crin. Sonreía.
- Creo que buscan barrenadores en Montana- me hizo un gesto para que subiera al carromato.
- Entonces, me interesa el asunto – agarré con fuerza la mano que me ofrecía y me senté junto a él.