Julio, 1945, Magnitogorsk
Lukyan, de nueve años, cincelaba con una pequeña navaja una rama de árbol, intentando fabricar un tirachinas. A su lado, Yuri, ocho años, leía un pequeño libro que había tomado de la biblioteca, una historia sobre la gran guerra que acababa de finalizar.
- Así fue mi padre. Un héroe – Yuri levantó la cabeza y sin mirar a nada, con los ojos perdidos en el horizonte, recordó la foto que tenían en el aparador, la de un soldado agitando la mano desde la ventanilla de un tren larguísimo.
Lukyan no dijo nada. Yuri era su amigo pero le tenía algo de envidia. El padre de Lukyan, Fyodor Sokolov, era un héroe de guerra y su esposa, la madre de Yuri, Galina Sokolova había recibido la visita de un oficial muy alto y circunspecto que le había comunicado que el hombre había muerto en el frente, hacía ya varios años, defendiendo Moscú. En la escuela, la maestra, la señorita Vorobiova les había explicado cómo todos los rusos buenos debían luchar por la patria y que morir por ella era muy honroso. Y les había dicho que el padre de Yuri había muerto en un combate. Quizá ella había exagerado un poco, pero los alumnos habían escuchado absortos los avatares de las duras batallas que habían tenido lugar para acabar con los nazis y la valentía de los soldados rojos de los que todos debían sentirse orgullosos. Algunos de ellos regresaban ya a Magnitogorsk, desmovilizados tras la rendición de Alemania. Fyodor Sokolov no volvería pero el país le estaba agradecido, al menos eso era lo que le decían a la madre de Yuri para consolarla.
Muchos otros padres de los chicos habían sido enlistados en el frente y los chiquillos contaban historias admirables de ellos aunque ya pocos eran capaces de distinguir entre la realidad y la fabulación de la victoria.
Lukyan callaba. Apenas recordaba ya a su padre, que había muerto casi al comenzar la guerra. Y lo malo, para el muchacho, no era que hubiera muerto sino que lo hubiese hecho de forma anodina pues él ni sabía cómo, quizá un ataque al corazón o una enfermedad, no lo sabía. No había sido alistado para ir a luchar contra los demonios alemanes ni había enviado cartas a su madre contándole batallas contra panzers o persecuciones en la nieve como los otros niños decían que recibían. Ningún oficial con galones había comunicado a su madre la muerte en combate. Tan pequeño, ya era capaz de discernir que no todas las muertes parecían ser iguales. Morir fuera del frente de batalla, en aquel tiempo, resultaba poco interesante y poco honroso.
Yuri, como casi siempre que llegaba a este punto de entusiasmo mientras leía, comenzó a contar alguna hazaña de su padre. Lukyan sospechaba que se las inventaba, que mezclaba la realidad que conocía con las aventuras de las novelas, pero, aun así, sentía envidia de su amigo, de la importancia de su apellido, de su nombre, de que fuera un gran guerrero a los ojos de todos.
Lukyan era consciente de que no sabía cómo había muerto su padre, que su madre había sido siempre muy escueta, que sólo le había dicho que era un buen hombre, abnegado, que les quería mucho y que ella le quería a él. Llegado este punto, normalmente se echaba a llorar y, disculpándose, se alejaba alegando tener que acabar alguna tarea doméstica.
- Venga, vamos para casa. Se hace tarde – dijo Lukyan a su amigo.
Mariúpol, 3 de julio de 1941
Todos los operarios de la fábrica de acero fueron llamados al patio. Al fondo, habían colocado una radio con dos grandes altavoces. No se sabía muy bien qué ocurría y el aire estaba lleno de rumores a cada cual más pesimista.
- Los alemanes están ya en Kiev – decía uno.
- Aseguran que matan a todos a su paso, que no dejan a nadie vivo – replicaba otro.
- Han destruido todos nuestros batallones – se escuchaba más allá, mientras un viejo flacucho le contradecía y afirmaba que iban venciendo.
- Quieren llegar a Moscú para final de Agosto – aventuraba otro.
Sabían que estaban en guerra. Escuchaban la radio cada día pero las soflamas y la parca información no ayudaban a saber qué era lo que sucedía exactamente. Que los alemanes estaban avanzando estaba claro, y no sólo por los rumores que llegaban del frente sino por el continuo trasiego de trenes en la estación, unos marchando al oeste cargados de soldados hacinados en estrechos vagones; otros hacia el este con equipamiento y máquinas que se mandaban al este por seguridad. Incluso, había llegado un convoy con heridos al hospital central. ¿Dónde estaban realmente los alemanes? Nadie lo sabía.
Se sentaron en el suelo y esperaron. Con excepción del retén que se encargaba de vigilar el alto horno, todo el personal estaba presente delante de la radio, como si de un oráculo divino se tratara.
Por fin, unos minutos después, un comisario del partido, de semblante agrio y preocupado, lentes pesadas y gorra mal colocada, se situó entre ellos y el aparato.
- Camaradas, sabéis que estamos en guerra y que los fascistas nos han atacado hace unos pocos días. Nuestro ejército se defiende con éxito y valor. Hoy, nuestro camarada Stalin se dirige a la nación. Estamos aquí para escuchar sus órdenes y ponernos al servicio de la Unión Soviética.
Sin más palabras, encendió la radio. Los altavoces emitieron unos ruidos extraños hasta que las válvulas en su interior se calentaron y estabilizaron. El hombre ajustó el dial y, tras varias intentonas, logró sintonizar la emisora central. En ese instante sonaba el himno del país. Unos segundos después reconocieron la voz de Stalin
¡Camaradas!, ¡Ciudadanos! ¡Hermanos y Hermanas! ¡Hombres de nuestro Ejército y nuestra Marina! ¡Me dirijo a vosotros, mis amigos! El pérfido ataque militar a nuestra tierra, iniciado el 22 de junio por la Alemania de Hitler, continúa….
Era la primera confirmación oficial, real, dramática de que la guerra avanzaba hacia ellos, de que su mundo estaba en riesgo.
Las tropas de Hitler han logrado capturar Lituania, una considerable parte de Letonia, el Oeste de la Rusia blanca y parte del Oeste de Ucrania. La fuerza aérea fascista está ampliando el ámbito de operaciones de sus bombardeos y está bombardeando Murmanks, Orsha, Mogilev, Smolensk, Kiev, Odessa y Sebastopol. Un grave peligro se cierne sobre nuestro país….
Nikolay pensó en Lukyan. Acababa de cumplir 5 años y era un chiquillo que crecía feliz y en el que él y su esposa, Ekaterina, habían depositado sus esperanzas de crear un mundo mejor. Nikolay era un hombre tranquilo, de corazón abierto y trabajador, pero no tenía aspiraciones sociales ni políticas. Dejaba que la vida le llevara y mientras pudiera comer y dar de comer a su familia se mostraba satisfecho. Por el contrario, Ekaterina era una joven de fuerte espíritu, convencida de la revolución, que participaba en el Comité local del Partido y defensora de la lucha del pueblo contra el capital. Eran tan distintos que sus amigos se preguntaban cómo habían podido llegar a enamorarse, pero el hecho era que se querían y se complementaban, decididos ambos a recorrer juntos el camino de la vida.
En caso de una retirada forzosa de las unidades del Ejército Rojo, todo el material rodante debe ser evacuado; al enemigo no debe dejársele ni una sola máquina, ni un solo vagón, ni una sola libra de grano o un galón de fuel. Las granjas colectivas debe ser trasladadas con sus ganados y entregar su grano a la custodia de las autoridades estatales para su transporte a la retaguardia …. En las áreas ocupadas por el enemigo, unidades guerrilleras, montadas y a pie, deben formarse, los grupos deben organizarse para combatir a las tropas enemigas, fomentar la guerra de guerrillas por todas partes, volar puentes, carreteras…. En las regiones ocupadas las condiciones deben ser insoportables para el enemigo y todos sus cómplices …
¿Y si le movilizaban? ¿Qué sería entonces de Lukyan y Ekaterina? Se consoló pensando que ella valía mucho más que él, que sabría salir adelante. Estaba convencido que si le ponían un fusil en la mano y le mandaban a la guerra, no volvería. Él no sabía luchar, no tenía la fuerza mental, el instinto de protección y el carácter para hacerlo. Hasta el alemán más tonto acabaría con él en unos minutos.
¡Todas nuestras fuerzas para apoyar a nuestro heroico Ejército Rojo y a nuestra gloriosa Armada Roja! ¡Todas las fuerzas del pueblo para la demolición del enemigo! ¡Adelante, a por nuestra victoria!
El comisario apagó la radio y todos permanecieron en silencio. Ni siquiera se miraban, como si la constatación de que el mundo que conocían llegaba a su fin les hubiera dejado inermes. Tuvo que ser el oficial quien les sacara de la estupefacción.
- ¡Viva la Unión Soviética! ¡Hurra!- gritó con determinación y el resto respondió con un ¡Hurra!
- Recibirán instrucciones próximamente. Ahora todos al trabajo – concluyó el director del complejo siderúrgico.
Todos los trabajadores se levantaron deprisa y marcharon a sus puestos. Poco después el ruido de la maquinaria volvía a inundar todos los pabellones.
Magnitogorsk, 20 de julio de 1941
Acababan de cenar cuando alguien golpeó la puerta con fuerza. Galina Sokolova, sobresaltada, fue a abrir mientras que Fyodor permanecía en la mesa bebiendo un vasito de licor. Yuri estaba ya acostado y Fyodor pensaba hacerle el amor a su mujer en cuanto se acostaran. A sus veinte años, el cuerpo necesitaba de caricias y placer. Llevaba ya tres años casado con Galina, a la que había conocido en un baile de verano cuando sólo tenían dieciséis años. Galina quedó embarazada durante el noviazgo sin ser consciente de lo que ser madre significaba. Decidieron seguir juntos. Al poco de contraer nupcias, apenas unos días después, dio a luz al chico. Ahora tenía cuatro años.
- ¿Sí? – preguntó ella al soldado que permanecía erguido frente a la puerta.
- ¿Fyodor Sokolov? – preguntó el hombre.
- Es mi marido. Ahí le puede ver – y extendió la mano hacia la mesa mientras que Fyodor se levantaba y se acercaba.
- Soy el teniente Varilov. Por orden del gobierno, queda usted movilizado. Ha de presentarse pasado mañana a las diez en el cuartel del 7º Regimiento, en la calle Sabiryaska. Aquí tiene la confirmación escrita y firmada por el general Lietchenko – dio un taconazo, se giró y marchó a paso firme hacia el camión que le esperaba. Sin duda, tenía muchas otras movilizaciones que entregar.
Se quedaron mudos, estáticos, de pie el uno frente al otro. Fyodor mantenía el papel entre sus manos, sin leerlo. Se le habían pasado de golpe las ganas de yacer con Galina. La guerra. Eran la guerra, la muerte y el dolor. Jamás habían pensado que pudieran ser llamados a filas en Magnitogorsk, más allá de los Urales. El frente estaba a muchos miles de kilómetros y la Unión Soviética disponía de millones de jóvenes que habitaban en la Rusia europea, en Ucrania, en Letonia, en Estonia, en Bielorrusia. ¿Por qué él? La suerte de la guerra debía ser realmente desfavorable para las armas del país cuando precisaban movilizar desde tan lejos.
- Quizá te manden al este, a la frontera con China. También allá hacen falta soldados - dijo ella al tiempo, que se abrazaba a él.
- Los alemanes son los que avanzan, Galina. Es allí donde nos necesitan. – Él ya no supo decir más, la soltó y se dejó caer sobre una silla.
Mariúpol, 28 de julio de 1941
Las noticias que llegaban eran cada día más alarmantes. Los alemanes parecían invencibles y a pesar de las proclamas, siempre optimistas, del gobierno y de los comisarios, la verdad avanzaba inexorable por las calles y las conversaciones a media voz. En el norte, los nazis estaban ya cerca de Leningrado, habiendo tomado Solsti. Smolenks estaba cercado y se decía que había cientos de miles de soldados soviéticos muriendo de hambre en el interior de la ciudad. Lo peor era que la Wehrmacht estaba ya cañoneando las afueras de Kiev y eso significaba que los próximos objetivos serían ellos mismos, el sur de Ucrania, Crimea, el mar de Azov. En apenas un mes, las tropas germanas habían avanzado mil kilómetros. Los trenes repletos de batallones seguían dirigiéndose al oeste. La producción en la fábrica había aumentado y los turnos eran de once horas con un descanso único del domingo por la tarde.
Ahora, Ekaterina trabajaba también en el complejo. Muchos compañeros habían sido movilizados y los huecos que dejaban eran cubiertos con mujeres. Lukyan debía permanecer en la escuela, como muchos otros, ya que los colegios se habían convertido en guarderías a medida que los progenitores debían dedicarse al esfuerzo bélico. Algunos niños habían sido enviados al este y se escuchaban rumores de que, si los alemanes continuaban progresando, todos los menores de Mariúpol serían evacuados. Ekaterina sufría tan sólo con esa idea pero admitía que era la mejor solución. Se había encuadrado en un grupo del partido para mejorar la productividad y realizaba la tarea con entusiasmo, arengando a los camaradas para que trabajaran más y mejor. De tanto en cuanto pasaba por el taller de chapa donde Nikolay manejaba una gran grúa y le arengaba como a los otros. Lo único que variaba es que, al terminar el discursito, le guiñaba el ojo con expresión cariñosa.
Fue el director de la factoría quien les convocó en el patio justo después de comer. Quizá otro discurso del camarada Stalin.
- Hemos recibido la orden de evacuación – anunció el dirigente- Los alemanes aún están muy lejos y nuestros regimientos luchan con valor, pero no debemos correr riesgo alguno. Desmantelaremos la fábrica completamente, la trasladaremos más allá de los montes Urales y la remontaremos en aquel lugar. A final de año debemos estar produciendo acero nuevamente con el que construir tanques, aviones y cañones. Recibirán las órdenes precisas mañana pero les anuncio que trabajaremos en turnos de 12 horas, todos los días de la semana. Los convoyes de trenes están ya preparándose. Habrá grupos que trabajen aquí, otros serán enviados inmediatamente a Magnitogorsk donde instalaremos la fábrica.
Como que el director notara incredulidad entre los trabajadores, se detuvo unos segundos para mejorar su discurso. Realmente, la tarea era titánica. Una fábrica tan enorme como la acería no podía trasladarse así como así. Nikolay pensó que no habría trenes suficientes en todo el mundo para mover tantas cosas. Y si bien podía imaginar que las máquinas podían ser desmontadas, ¿cómo hacerlo con los edificios o los depósitos?
- Sé que piensan que es una locura. No lo es. Tengan fe en nuestro camarada jefe y en la inteligencia de nuestro pueblo. Lo que ahora nos toca hacer a nosotros es lo mismo que ya han hecho miles de camaradas en otros lugares de la Unión Soviética. Cientos de instalaciones industriales completas están siendo desplazadas hacia el este ahora mismo, millones de camaradas trabajan duro para lograrlo. Nosotros no vamos a ser menos.
Se escuchó un “hurra” entusiasta y Nikolay vio que Ekaterina levantaba el brazo y aplaudía con ilusión. Él se sintió triste y se sumió en la preocupación. Al menos, confiaba en que no les separaran.
Stupino, 10 de agosto de 1941
Fyodor podía sentirse afortunado. Sí, estaba en la guerra y era un soldado que se enfrentaba a la maquinaria más letal que jamás había existido. Pero, por un lado, le habían enviado al norte, no lejos de Moscú, porque en aquel momento el Alto Mando soviético quería disponer de reservas en la zona. Se había librado así de la batalla de Kiev, a donde habían sido enviados muchos de sus amigos. Les habían ya llegado noticias de que los alemanes estaban cercando a cientos de miles de soldados del ejército rojo y que la derrota iba a ser demoledora. Quizá a él le esperara lo mismo, tan sólo con ciertos meses de retraso, pero lo importante es que estaba vivo y, de momento, lejos de las balas. Por otro lado, y esto era lo mejor, le habían adscrito al cuerpo de intendencia de la División. Esto significaba jornadas extenuantes de cargar sacos de comida, pelar patatas, fregar pucheros y servir raciones, pero también estar a muchos kilómetros del frente y ser los primeros en ser retirados en caso de ataque. Los hombres que mueren en batalla pueden ser sustituidos sin problema pero la comida de los oficiales debe estar siempre a punto y estar en manos de cocineros con experiencia, pensó.
Escribía cada semana a Galina y le contaba anécdotas anodinas del ejército, en parte porque la censura vigilaba cada palabra de lo que se escribía pero especialmente porque tampoco tenía mucho más que contar. Trabajar entre perolas y potajes no da para mucho. Los combates estaban aún lejos del frente de su División y más lejos aún de su campamento logístico, de modo que no había brillantes hechos que relatar o miedos que sentir. Para él, era mucho más importante saber cómo estaban su mujer y su niño, si este crecía bien, si Galina le contaba de su padre para que no le olvidara. Quería volver y disfrutar de su familia y las cartas le volvían melancólico.
- ¡Fyodor! – gritó el sargento detrás de él – Quiero aquellos sacos de harina en el almacén antes de una hora. ¡Mueve el culo si no quieres que te encuadre en los batallones anti minas!
Mariúpol, 10 de agosto de 1941
Ekaterina y Nikolay estaban exhaustos. Las jornadas de trabajo se habían alargado aún más hasta las 14 horas. Todos los días eran parecidos en hechos y cansancio. La jornada comenzaba a las cinco de la mañana cuando se pasaba lista para asegurar que todos los hombres no alistados se personaban para el trabajo. Nikolay estaba adscrito a la brigada encargada de desmontar y clasificar el alto horno nº2 y el tren de chapa gruesa. Piezas de miles de toneladas, trabajo a mucha altura, apenas ninguna seguridad y pocas herramientas. Las máquinas necesarias estaban en el frente y ellos se las arreglaban con sopletes, llaves y martillos. Cada día, había varios accidentes, algunos de ellos graves. La semana anterior, dos colegas del departamento KA7 habían resultado muertos cuando una gran placa de acero se desprendió del tren de laminación y cayó sobre los pobres desgraciados. No hubo tiempo para el dolor o la despedida. Se los llevaron inmediatamente y el desmantelamiento prosiguió sin pausa. Paraban media hora a las doce para comer algo y luego proseguían hasta las ocho de la noche. Llegados a casa, apenas hablaban, no tenían fuerzas. Cogían a Lukyan de la guardería, que ahora ya estaba abierta las 24 horas, y se acostaban. A las cinco había que estar presentes en la fábrica. Se había fijado el día 18 como fecha final en que todo debería estar ya camino de Siberia. Lo que no pudiera enviarse sería destruido ese mismo día con dinamita. Para colmo de males, la comida estaba racionada. Grandes extensiones de campos de cultivo habían caído en manos alemanas y, de lo que quedaba, lo mejor se enviaba a las tropas de combate. El economato estaba prácticamente vacío y la carne había desaparecido. Trabajo duro y escasez de nutrientes era una combinación temible para todos los trabajadores. Y para los niños.
Se decía que ya habían partido dos mil trenes, todos ellos arrastrando un centenar de vagones repletos de máquinas, equipos, aparellaje y componentes industriales, así como también los enseres y recuerdos de todos los operarios que, con cada viaje, montaban en el tren para no regresar jamás. Tenían órdenes de remontar la planta industrial más allá de los Urales y de permanecer trabajando en sus puestos y produciendo tanto acero como fuera posible, e incluso lo que fuera imposible. Sabían que dejaban atrás su vida para siempre.
Las despedidas eran rápidas y repetitivas. Los comisarios y los oficiales comprobaban, vagón a vagón, que estaban todas las piezas mientras la gente permanecía en pie en el andén para evitar que nadie robara nada. Sustraer un tornillo significaba la ejecución inmediata. Luego, una vez verificado el inventario, un silbato daba comienzo a la entrada a los vagones en donde se apiñaban tres personas en el sitio destinado a una en tiempos de paz. Apenas un beso a los que se quedaban porque no había tiempo ni para llorar. El tren partía y los que no viajaban regresaban al trabajo.
Ekaterina y Nikolay tenían suerte. Les habían dicho que viajarían juntos - también el pequeño Lukyan - el día 17, justo el día anterior a la demolición final con explosivos. Luego, el destino diría. Una nueva ciudad, una nueva vida, escasez, sueño y hambre, pero, al menos, lejos de la guerra y sin el pavor de que una bomba pudiera matar a su hijo.
- Ya hemos terminado casi el desmontaje de la línea de chapa- explicó él-, lo hemos etiquetado todo lo mejor posible para que podamos encontrar cada pieza cuando lleguemos a donde sea que nos llevan. Hoy me ha dicho Vladimir que hay ya dos millones de muertos en la contienda-. No puedo creer tal cantidad. ¿Es mentira, verdad? – pero Ekaterina callaba.
En el horizonte lejano comenzaron a verse más y más nubes de humo negro. Eran las que el viento arrastraba provenientes de los campos ardiendo. La política de tierra quemada del Kremlin estaba en su punto álgido. Los alemanes, en su avance, no encontraban mucho de lo que proveerse.
Stupino, 25 de agosto de 1941
La vida en Stupino continuaba sobre una calma que parecía estar en contra del concepto de la guerra. Un sargento les había explicado que los alemanes habían detenido su avance por las llanuras centrales para volcar su esfuerzo en la toma de Ucrania y, particularmente, de la ciudad de Kiev. Algunas Divisiones de reserva ya habían sido enviadas hacia el sur, más para crear una nueva línea de defensa que para ayudar a los ejércitos que estaban siendo embolsados a los que se daba ya por perdidos.
En la guerra, lo primero es la supervivencia y Fyodor se congratulaba con su suerte. Sí, por supuesto que amaba a su país, que deseaba la victoria y que se apenaba de lo que sus compatriotas sufrían, pero él debía velar sobre todo por él mismo, por su niño, por su esposa y por regresar sin heridas cuando esta locura acabara.
Escribió una carta a Galina hablándole del verano de la región, de lo hermoso que estaba el paisaje y de cuánto los añoraba. Se guardó muy mucho de hacerle partícipe de sus reflexiones.
Magnitogorsk, 29 de agosto de 1941
El viaje había sido muy duro. Lukyan había llorado buena parte de los seis días de trayecto, en parte debido al hambre, en parte al calor de los vagones repletos y el olor a suciedad. Cuando llegaron a Magnitogorsk, quedaron decepcionados. La ciudad no era como la esperaban y les tocó alojarse en un campamento provisional a las afueras, cerca de la planicie donde se remontaría la fábrica de acero. De hecho, los que les habían precedido ya habían comenzado los trabajos y algunos muros comenzaban a elevarse hacia lo alto y algunas cimentaciones para las instalaciones asomaban en la tierra. Si el trajín de trenes desde el oeste hasta la ciudad era intenso, el que venía del este no se le quedaba atrás. Aquel traía los bienes que escapaban de la invasión; este el carbón, el hierro y los minerales provenientes de Siberia que se necesitaban para reiniciar la producción. Desde el sur, desde Bakú, enormes filas de vagones cisterna aportaban el petróleo que lo movería todo.
- Estoy agotado – dijo Nikolay
- Y yo. Pero mira el lado bueno. Estamos a salvo de los alemanes. Sí, el trabajo ha sido y es duro pero esto es mucho mejor que estar en una trinchera. La patria nos necesita…
- Pero estoy agotado. – interrumpió él y se arrepintió por hacerlo. Cuando Ekaterina entraba en su fervor patriótico, era mejor callar y no interrumpir.
Le encuadraron en el equipo de trabajo número cincuenta y siete. Su objetivo era remontar el tren de laminación en ocho semanas lo que incluía mover todas las piezas mecánicas- varios millones-, reconectar los cientos de kilómetros de cable de la máquina y hacer la puesta en marcha. En tiempos de paz, eso requería dos años y ahora se les pedía que lo hicieran en dos meses. Para lograrlo, se trabajaba en turnos de doce horas, todos los días de la semana, en equipos que tenían dos y tres veces el número de operarios habitual. La disciplina era férrea. Uno no podía ausentarse ni para ir al aseo sin que el supervisor diera su aprobación. Trabajaban indistintamente mujeres y hombres aunque a ellos se les reservaban los trabajos más peligrosos o los que se ejecutaban en altura. Varias veces, Nikolay tuvo que colgarse a más de veinte metros de altura para atornillar diversos componentes y él, que siempre había tenido respeto a las alturas, intentaba mirar a los tornillos, desoyendo el vaivén de su estómago y las arcadas que le llegaban a la garganta.
Cerca de Kaluga, 10 de octubre de 1941
Lo que Fyodor había temido tanto tiempo se hizo realidad. Los panzers del general Guderian rompieron el frente del centro a finales de septiembre. En tres escasos días, los tanques nazis se plantaron en Orel y la línea defensiva soviética comenzó a desmoronarse. Tras la toma de toda Ucrania, los regimientos de Hitler habían vuelto nuevamente sus ojos sobre la capital. Hacía dos días que un comisario les había informado que los zapadores alemanes habían cruzado el Ugra y que se acercaban a Kaluga, más al sur. Teniendo en cuenta el ritmo de avance, la División de Fyodor se encontraría muy pronto al alcance de sus cañones.
No hizo falta esperar a que el enemigo se acercara más porque recibieron orden de dirigirse al sur y reforzar las posiciones en la orilla del río Oka, uno de los últimos obstáculos antes de que atacaran Moscú.
- Vamos, señoritas – voceaba el sargento- , nuestros hombres tienen que comer y estar fuertes para defender el río. Montad esa cocina de una puta vez. Tú, Fyodor, te vigilo, hijo de mala madre, mueve ya el horno y déjalo listo para el mediodía.
Lo que Fyodor no sabía es que aquel mismo día, en el Kremlin, el Estado Mayor había decidido detener a los alemanes en un amplio frente de doscientos kilómetros y que su unidad era un eslabón de aquella cadena de lucha.
Pronto se percató de que ya no estaba en retaguardia. Los bombarderos alemanes les sobrevolaban con frecuencia y, de tanto en tanto, descargaban su carga de metralla sobre ellos.
- Mierda, mierda, mierda – repetía mientras se escondía en las trincheras que habían preparado para protegerse. A ratos se acordaba de Yuri pero la mayor parte del tiempo sentía miedo únicamente y sólo estaba atento a escuchar el sonido de los disparos.
El frente se contrajo en profundidad y los salvadores veinte kilómetros que antes separaban las cocinas de la primera línea se redujeron a dos con lo que era como estar frente al enemigo cuando los cañones alemanes disparaban sobre ellos, el humo cargado de azufre y hollín lo cubría todo y el estruendo ensordecedor hacía que los tímpanos retumbasen.
- Abrid la boca, abrid la boca- hacían correr la voz.
Le dieron un fusil y dos cargadores de balas.
- Úsalas bien- le dijo un compañero de compañía- nunca se sabe cuándo podremos tener nuevos suministros.
- Yo dejaré la última para mí, cualquier cosa antes de caer en manos de esos demonios. ¿Habéis escuchado las noticias que corren sobre el trato a los prisioneros de Kiev? - afirmaba un cabo bielorruso alto y fuerte.
Fyodor estaba aterrorizado y no se creía capaz de entrar en combate, menos aún de suicidarse frente a los granaderos germanos. Cuando preparaba la comida le temblaban las manos y la falta de agua hacía que su paladar estuviese agrio y pastoso.
- No pasa nada, no pasa nada – repetía el sargento- comeremos igual por mucho que esos cerdos nos bombardeen. A las doce, comemos como siempre. Seguid preparando la comida.
Fyodor no pudo atender más a sus tareas. Primero, fue un ligero temblor de tierra y luego el sonido de cadenas metálicas. Para cuando se quiso dar cuenta, muchos hombres de la División retrocedían corriendo y él hizo lo mismo. Sabía que podían fusilarlo por abandono de puesto pero sólo pensaba en sobrevivir. Corrió junto a aquellos desgraciados mientras que el sonido de los panzer se hacía cada vez más intenso. No pudo conocer el final de la batalla. Vio que la tierra saltaba a poca distancia de él, que una capa de guijarros le cubría y sintió un golpe metálico y fuerte en su estómago. Tuvo la valentía de mirarse y ver una enorme trozo de metralla clavado en su vientre. La sangre le salía a borbotones. No tuvo tiempo de pensar en Yuri y Galina, el dolor era demasiado fuerte. Se desmayó.
Diez días después, un capitán del ejército rojo se presentó frente a la puerta del apartamento de los Sokolov y entregó una comunicación oficial a Galina.
- Muerto en combate. Honor a nuestros héroes- leyó, justo antes de echarse a llorar.
Magnitogorsk, 14 de octubre de 1941
Nikolay tomó el soldador de acetileno y activo la llama. A su lado, otros tres hombres hicieron lo mismo. Era importante soldar aquel enorme planchón de recubrimiento dentro del horno de forma equilibrada, avanzando en cuatro posiciones simultáneamente para evitar que la placa se retorciera por efecto de una aplicación de calor no homogénea. Era él el que dirigía la operación, gritando una seña cada dos centímetros de avance para asegurarse que los cuatro puntos progresaban a la vez.
- Dos – gritó, y los otros tres hombres repitieron la misma cifra. Iba bien, todos habían avanzado la misma distancia de soldadura.
El flujo potente del gas al salir de la antorcha reverberaba en el interior de la campana del horno y lo que, al aire libre, era un silbido molesto, se convertía en un potente sonido como el que se escucha cerca de las altas cataratas.
- Cuatro- y los demás confirmaron el avance.
Llevaban ya una hora soldando, avanzando al unísono poco a poco, cuando la fatalidad les asaltó. Quizá fue un fallo del electrodo o una chispa eléctrica generada por el roce contra el metal. Sea lo que fuese, de pronto, una de las lanzas de acetileno prendió en llamas y una bola de fuego ascendió aspirada por la corriente de aire. Escucharon el grito de Boris, su amigo y compañero de trabajo, y vieron cómo se revolcaba por el suelo intentando apagar las llamas que le cubrían. La explosión prendió en la boca de salida del horno y, de pronto, los hombres tomaron conciencia de que estaban atrapados. Los materiales más ligeros se consumieron en segundos, creando una espesa capa de humo que amenazaba con asfixiarles. El acero del cubículo, incluso en el suelo, comenzó a aumentar rápidamente de temperatura.
- ¡Ayuda! - gemía Boris, tumbado en el suelo y con severas quemaduras en su piel.
Nikolay quedó paralizado por unos segundos, mudo, su mente en blanco, con la antorcha de soldar en la mano aún activa. Entonces, por un instante, le vino a la memoria el recuerdo del día que pasaron en el lago, Ekaterina, Lukyan y él mismo, pescando truchas. Fue una visión efímera y que nada tenía que ver con lo que les ocurría pero le hizo reaccionar.
- Apagad las antorchas – gritó, y se sorprendió a sí mismo con el tono decidido de mando que dio a su voz. Le obedecieron.
- Hay que salir de aquí antes de que descienda la capa de humo – volvió a gritarles, pero los otros apenas se movieron.
Las llamas del portón crecían y sus camaradas no se atrevían a cruzar la barrera.
- Como los leones en el circo- agarró a uno por el brazo- ¡vamos, hay que saltar como los bichos pasan por el aro de fuego en el circo!
Se agarró fuertemente al primer hombre, que se llamaba Andrey, y le hizo saltar junto a él a través del poco espacio que dejaban las llamas.
Las ropas de Nikolay se prendieron pero en un rápido reflejo se hizo rodar por tierra para apagarlas. Los que estaban fuera les ayudaron a alejarse. En ese momento, otro de los hombres salió, saltando por entre las llamas.
- Queda uno, queda uno dentro- dijo Nikolay-, Boris está dentro y está herido.
- No se puede hacer nada. Va a estallar – le contestaron.
Nikolay, por instinto, por ese deber fraterno que sólo algunos hombres notables sienten cuando la ocasión lo requiere, corrió de nuevo hacia el horno y, saltando como lo había hecho al salir con Andrey, volvió a entrar en el horno. El humo estaba ya casi a ras de suelo y el aire escaseaba. Las llamas se habían propagado por el aislante sin recubrir de las paredes y el calor era insoportable. Agachado, casi sin fuerza, arrastró a Boris lo más cerca que pudo de la boca de salida. En un último esfuerzo logró levantar en su brazos al amigo herido pero, para ello, hubo de ponerse en pie y meter su cabeza en la nube de humo tóxica. Intentó no respirar pero sus pulmones pedían aire. Las llamas volvieron a prender en él. Apenas le separaba un metro de la salida pero se sentía desfallecer y su piel le ardía.
Los que esperaban fuera, aterrados, vieron que salían dos bultos. Uno en llamas, el otro protegido por el primero. Se lanzaron sobre ellos con mantas y apagaron el fuego. Uno estaba mal herido, era Boris. El otro yacía muerto. Era Nikolay.
Dos días después, Ekaterina recibió una carta en que le comunicaban que, como viuda de un trabajador fallecido en accidente laboral, le correspondía una pequeña paga mensual y el derecho a trabajar en la factoría, una vez que esta volviera a producir.
Abrazó a Lukyan y no lloró. Se agarró las entrañas y luchó por no volverse loca.