Lamento no haber podido
enviarte el pequeño cuento de navidad que te prometí para la revista de la
empresa. Sí, ya sé que lo necesitabas para la tarde del día 23 y te aseguro que
comencé a escribir unas líneas, pero los acontecimientos que voy a relatarte a
continuación echaron por tierra todos mis planes. Sé que las excusas no sirven
de nada, pero permíteme que, a modo de disculpa, te explique por qué te he
fallado. Para hacerlo, debo volver al lunes pasado.
Verás, había ido al
supermercado y, como siempre en estas fechas navideñas, había un mundo de gente
pululando por el parking. Cientos de seres cargados con bolsas y paquetes
envueltos en papel de colorines. Habían colocado una multitud de bombillitas
titilantes, con colores estridentes, sobre la fachada y por unos altavoces se
escuchaba el White Christmas de Bing Crosby. Justo donde se toman los
carritos, habían dispuesto la venta de abetos, una señora tañía una campana
pidiendo alimentos para los necesitados, y hube de sortear una larga fila de
niños y padres que esperaban para entregar su carta a un Papa Noel aburrido,
que ni siquiera tenía la barba blanca como se supone debe tenerla un Santa
Claus que se precie.
Con todo, logré llegar a
la puerta y, al ir a entrar, yendo tan despistado como iba, me di de bruces con
un tipo sentado en el suelo. No te oculto que mi primera reacción fue de
desagrado y de reprenderle por estar ahí, en medio de la entrada. Sin embargo,
me percaté de que estaba acompañado por una mujer y un chiquillo que calculé
tendría unos 3 años. Por sus facciones, deduje que no eran europeos y, por su
tiritona, supe que estaban muertos de frío. Mi enojo se tornó en lástima e,
instintivamente, saqué un billete de cinco euros para dárselo.
– Tome usted…. Lo siento –
balbuceé, sintiendo esa mezcla de compasión y vergüenza propia que uno siente
cuando da limosna en vez de hacer justicia.
– No quiero dinero. Quiero
trabajo – me contestó en un francés mucho mejor que el mío a la
vez que se erguía y me indicaba con su dedo un pequeño cartel en cartón que
tenía junto a él.
En efecto, solicitaba
trabajo. Por sus modales y su forma de expresarse pensé que, efectivamente, el
individuo era culto y debía haberse formado en su país. No puedo decirte el
porqué, pero algo en mi interior me impulsó a querer saber más.
– ¿Trabajo? ¿Qué tipo de
trabajo? – le pregunté, mirándole a
los ojos.
– En mi país era
programador de máquinas – me repuso y noté que se
sentía orgulloso de lo conseguido.
– Ya…
De súbito, la realidad
cayó sobre mí. Conocía bien ese trabajo. Lo tenemos en nuestra fábrica y, como
sabes, incluso necesitamos técnicos experimentados en ese oficio. Pero aquel
hombre era un indocumentado, vete tú a saber cómo habría cruzado la frontera,
sin papeles, sin referencias, …vamos, todo lo necesario para meterse en un lío
legal. Así que sólo atiné a hacer nuevamente un gesto con el billete de cinco
euros, sin volver a decir palabra, hasta que el hombre los aceptó. Entré al
supermercado sin atreverme a mirar atrás, hice mis compras y salí por la puerta
norte para evitar encontrármelos otra vez. Pasé un par de horas inquieto pero,
para media tarde, los avatares de la jornada barrieron cualquier recuerdo del
incidente.
He de regresar ahora,
querida compañera, al encargo que me habías dado. El día 23 terminábamos la
jornada a mediodía y decidí que escribiría el relato prometido por la tarde,
cuando ya no hubiera nadie en la empresa y reinara el silencio y la
tranquilidad que necesito para escribir. Abrí un vídeo en Youtube con un
directo al piano de Sangah Noona, a bajo volumen, y comencé a redactar. No iba
a complicarme la vida, te soy sincero. Al cabo, no era algo que fuese a
publicarse en el New Yorker o en La gaceta de las letras, así que
me zambullí en una historia que empezaba en la mañana de Nochebuena cuando Unai
– así quise llamarle al protagonista− entraba en la pastelería
de Rosa, una antigua bailarina de cabaret, para comprar unos mazapanes. Ya
sabes, un relato lleno de buenas intenciones, de vuelve a casa por navidad, abrazos
familiares y un final edulcorado como en las antiguas películas de Disney.
Fue en ese momento cuando
sonó el teléfono. Ahora, sé que no debí contestar, pero lo hice. Al otro lado
del auricular estaba Míster Van Heiten, el director de la Montage am Hague
Inc., donde hacía unos meses habíamos instalado una máquina bastante
grande. Por el tono de voz del Goedeavond, supe que la conversación no
iba a ser grata.
– Buenas tardes, Mr.Van
Heiten – respondí con toda la servidumbre en la voz que pude fingir.
No te aburro con la
diatriba de insolencias que me soltó en un inglés mezclado con el holandés. En
resumen, la máquina estaba parada, tenían preparados turnos de trabajo en
Navidad por los que iban a pagar una fortuna en primas, el cliente final
esperaba el producto y la máquina, a sus ojos, era una mierda que sólo daba
problemas. Necesitaba que un técnico se conectara, ya mismo, por tele
diagnóstico para volver a arrancar la instalación y me avisaba de que, en caso
de no poder trabajar durante el fin de semana navideño, todo el peso de los
Tribunales holandeses y europeos caerían sobre mi cabeza. No conoces a Van
Heiten pero, si supieras cómo es, te amedrantarías. Es un tipo de casi 2 metros
de alto, escuálido, casi anoréxico, diría yo que avejentado en demasía para su
edad, con unos ojos saltones que pareciera que se le van a caer de la cara y
una voz muy grave que contrasta con su delgadez. Vamos, el interlocutor
perfecto para amedrentar a un proveedor. Alguien me dijo que en su vida
familiar es un bendito y que pinta paisajes a la acuarela pero, para creérmelo,
debiera pensar que es un Jeckyll y Mr. Hyde redivivo.
Colgué, fastidiado por la
circunstancia y con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera conectarse,
aun cuando fuese la tarde previa al sábado de Nochebuena. Llamé, primero, a
Baptiste que me contestó desde un atasco en plena A71, ya casi en Orleans. Se
escuchaba la conversación de sus hijos y el claxon de algún camionero harto de
la espera. Se disculpó por no poder ayudarme y colgó. Luego, lo intenté con
Jean Claude y con Marie que ni siquiera respondieron al teléfono. Enmanuel me
dijo que le era imposible y me recordó, con cierto enfado, que la ley protege
la conciliación familiar. La última baza que tenía, Marcel, estaba en el
aeropuerto de Lyon a punto de embarcar con destino a Mallorca, al parecer con
una novia nueva bastante menor que él.
A todo esto, ya había
transcurrido media hora y Van Heiten volvió a llamarme. Le aseguré que estaba
haciendo lo posible, le rogué que entendiera lo complicado de la fecha, él me
aseguró que jamás iba a volver a comprarnos nada, y me reiteró que la ley
holandesa es particularmente punitiva contra proveedores que dejan colgada la
industria nacional. Lo que mejor le entendí fue lo de grote catastrofe que
repitió varias veces.
La tarde invernal
terminaba ya y un manto de azul profundo llegaba desde el este. Había empezado
a nevar ligeramente y los copos que caían lentamente brillaban contra el fondo
de luz crepuscular. Sentí frío y retoqué la temperatura en el termostato.
No sabía qué hacer y me
sentía de un pésimo humor porque Van Heiten me había arruinado el día. No te
miento al afirmar que las cuatro frases del cuento de navidad que te estaba
escribiendo ya no existían para mí. Ni Unai ni los mazapanes de Rosa iban a
aparecer en relato alguno, su historia jamás iba a ser contada.
Dicen que las grandes
decisiones provienen siempre de la desesperación. Y así debe ser porque lo
cierto es que, presa ya del pánico más absoluto, me acordé del tipo del
supermercado. Me había dicho que era programador y, quién sabe, si quizá era
bueno en su oficio. Sí, ya sé que era un tiro a muy larga distancia, una
esperanza ridícula, un clavo ardiendo al que agarrarse, un bote agujereado al
que un náufrago se aferra antes de hundirse con él. Qué sé yo, el caso es que
me puse el abrigo y salí a toda velocidad, sin siquiera activar la alarma de
seguridad.
El tráfico estaba difícil
y la nieve comenzaba a acumularse en la cuneta. El termómetro del coche marcaba
-3º, así que lo más probable era que aquella familia no estuviera a la
intemperie, sobre todo teniendo en cuenta que tenían un niño. Para colmo de
males, las calles del centro estaban cortadas porque un desfile de músicos y
coros recorrían la avenida cantando villancicos. Sólo encontré sitio para
aparcar en el parking de Saint Romain y hube de caminar la buena distancia que
me separaba del supermercado. No llevaba paraguas y la nevada arreciaba, así
que comencé a mojarme. Me decía a mí mismo que estaba loco, que no iba a
encontrar a aquel individuo y que, si lo hacía, no tendría ni la menor idea de
cómo arreglar una máquina.
La larga fila de niños y
padres seguía allá. Claro, eran otros niños, eran otros padres y hasta era un
nuevo Papa Noel, pero la escena era idéntica.
El cielo ayuda a los
desesperados. Pedid y se os dará, dicen los textos sagrados. Sí, allí estaban
los tres, casi pegados contra el murete del establecimiento, protegidos de la
nieve por una pequeña marquesina que sobresalía del tejado. Me acerqué a ellos
pensando que me iban a reconocer inmediatamente. Una ingenuidad. Aquel hombre
veía pasar miles de personas por delante de él cada día, cada una de ellas con
la misma indiferencia que la anterior.
Tenía una expresión de
miedo cuando le abordé y la madre, instintivamente, abrazó al pequeño contra su
pecho. Sin duda, a sus ojos, yo debía aparecer como un asaltante peligroso.
Cuando entendí que él no comprendía nada, ni me recordaba, le dije:
– Lo siento, discúlpeme.
Usted me dijo hace unos días que buscaba trabajo. Tengo un trabajo para usted.
Es urgente y deseo que empiece ahora mismo.
Alargué mi tarjeta de
visita y él la tomó con incredulidad. Lo de Directeur pareció calmarle y
dar cierto viso de verosimilitud a lo extravagante del momento. Una de las corales
populares que deambulaban por la ciudad, nos pasó al lado, cantando Mon beau
sapin y el niñito se les quedó mirando con cara de felicidad.
Aquel hombre, mi
esperanza y mi posible salvación, habló algunas palabras con su mujer usando su
lengua natal, de modo que no entendí nada. Deduje que estaba interesado en el
trabajo pero que no les podía dejar allá abandonados.
– ¿Tienen ustedes donde
hospedarse? – pregunté tímidamente.
– Sí, pero sólo pagamos las
noches en la pensión. No podemos entrar hasta las 10. – me repuso con cierta incomodidad. Supuse que la
habitación se usaba para otros menesteres por horas durante el día.
– No se preocupe. Vénganse
los tres a mi fábrica y, mientras usted trabaja, ellos podrán estar cómodos en
una sala y tendrán algo de comida (rogué a Dios en mi interior que las pastas
que compramos para las visitas no estuvieran caducadas como nos ocurre con
frecuencia) y refrescos. Le pagaré lo que quiera. Tengo el coche en el parking.
Volvieron a hablar entre
ellos y, tras unos minutos, la familia aceptó la propuesta. Recogieron las
esterillas y la mochila que estaban sobre el suelo, el hombre tomó al niño en
sus brazos y los cuatro nos dirigimos al coche.
Veinte minutos después
entrábamos en la fábrica.
– Me llamo Germán – le dije al tanto que alargaba mi mano hacia él.
– Soy Meddur, ella es Damya, mi esposa, y
el niño es Yedder – me apretó la mano con fuerza, seguro de sí mismo y, por
primera vez, me sonrió.
Lo primero fue instalar a
Damya y Yedder en una sala cercana. Tuve la precaución de dejar todas las
puertas abiertas para que se sintieran libres y tranquilos. Saqué una caja de
galletas y vi que, afortunadamente, su fecha de caducidad distaba aún 4 meses.
Asimismo, tomé unas coca-colas y botellas de agua y se las dejé en la mesa.
– Cualquier cosa que
necesiten, me la piden – indiqué con una gran
sonrisa, y Damya me hizo un gesto de aprobación con su cabeza una vez que su
marido le tradujo la frase. – Meddur y yo vamos a
estar en aquella sala, al fondo del pasillo, donde está el ordenador que nos
permitirá conectarnos a la máquina que hay que reparar.
Apoyé mi mano en la
espalda del hombre y le hice avanzar hacia su lugar de trabajo. Él me acompañó
sin demora y hubiese jurado que estaba contento, que, quizá por primera vez en
su vida, se sentía valorado.
Telefoneé al holandés y
le mentí a conciencia.
– No se preocupe Mr. Van
Heiten, nuestro mejor programador ha cancelado sus vacaciones y ha regresado a
la fábrica para poder atenderles. Como siempre, nuestra empresa muestra su
vocación de servicio y estoy convencido que usted valorará el esfuerzo. Tenga
la amabilidad de conectar la línea Internet de la máquina para que nuestro
ingeniero pueda comenzar a evaluar la situación.
No fue cortés en su
contestación, pero sentí que estaba un poquito más tranquilo. Miré a Meddur y,
sin decirnos palabra, comprendimos que ambos estábamos metidos en un entuerto
de difícil solución.
Conecté el servidor e
introduje la contraseña. Al momento, apareció la carpeta con los proyectos.
Busqué el de la Montage am Hague Inc. y dejé que Meddur tomara el mando.
Fue mi primera decepción. El pobre desgraciado no sabía ni por dónde empezar.
Me miró desconcertado.
– Bueno, usted me aseguró
que era programador. Yo no tengo ni idea…. – confesé.
– Para poder leer el código
a distancia, necesito una IP, una contraseña… − me dijo.
– Pues empezamos bien – repuse, decepcionado.
Llamé a Baptiste y, por
otra suerte del destino, me contestó al instante y nos dio los datos que precisábamos,
la manera de conectarnos. Conecté el manos- libres y Meddur pudo comprender qué
debía hacer ante el asombro de Baptiste que no sabía con quién hablaba.
No fue sencillo, en
cualquier caso. Le costó casi una hora atinar con la conexión. Dejé sin
contestar otra llamada de Van Heiten que debía estar preguntándose por qué
nadie se conectaba todavía. Por fin, y ya era noche cerrada a pesar de ser sólo
las cinco de la tarde, Meddur vio en la pantalla el código de programación que
se albergaba en el autómata, allá en Holanda. Aun así, una cosa era acceder y
otra muy distinta entender el programa, y más difícil todavía el encontrar el
fallo.
Para entonces, Yedder
había ya tomado el control del pasillo y todas las salas adyacentes. Correteaba
de aquí para allá, gritando y riendo ante la atenta mirada de Damya. Qué duda
cabía que, aunque estaban en una fábrica industrial, se sentían mucho mejor que
en el aparcamiento del supermercado. Con qué poco se conforma un chiquillo,
pensé. Unas veces es un pesebre, otras una oficina, pero siempre mucho menos de
lo que merecen.
– Sé que necesitará tiempo,
Meddur. Tómeselo. No voy a atosigarle o a molestarle, pero estaré por aquí si
me necesita. – le dije, intentando
transmitirle una confianza que yo mismo no tenía. Ni en él, ni en mí. Estaba
convencido, para mis adentros, que todo aquello era una locura y que lo
pagaríamos caro.
A las siete en punto, Van
Heiten volvió a llamarme y yo volví a mentirle, asegurando que el trabajo
progresaba. Miré a Meddur y vi su desesperación. Estaba claro que conocía el
lenguaje de programación y los comentarios adjuntos al código debían ayudarle
un poco, pero se trataba de un programa largo y complejo y, para más inri, él
no había visto nunca la máquina, no sabía qué hacía o dejaba de hacer. Era una
misión imposible y ambos lo sabíamos. Tenía trabajo para muchas horas, quizá
para toda la noche, pero el éxito era improbable. Consciente de la enormidad
del desafío, le dije de pronto a mi nuevo colega:
– Meddur, voy a dejaros
solos unos 40 minutos. Tengo que hacer una cosa y regreso. No abráis la puerta
a nadie si es que alguien llama. Anda, díselo a tu esposa. No debéis preocuparos,
regreso antes de las ocho.
Él mostró su temor.
Podían acusarle de robo, o de ocupación indebida, o de cualquier fechoría si un
empleado entraba y lo encontraba allá sin estar yo presente. Finalmente accedió
y se sentó delante del terminal para intentar descifrar el jeroglífico que se
visualizaba en la pantalla.
Llegué al supermercado
poco antes de que cerraran. A la cajera debí de parecerle un chiflado cuando,
en medio de una nevada, pasé con 4 hamacas de playa que quedaban de saldo desde
el verano, 4 mantas, latas de refrescos, 3 pollos recién asados, una caja de
leche, pan, lechuga y tomate, aceite, sal, unos cubiertos de plástico y un
montón de dulces. Mientras pagaba, me sorprendí a mí mismo pensando en cómo
íbamos a explicar al auditor que teníamos cuatro hamacas de playa incluidas en
las inversiones del año.
Tuve que usar también el
asiento de atrás para meter todo aquello en el vehículo y retorné a la fábrica.
Cuando entré, sentí el alivio reflejado el rostro de Meddur y Damya al ver que
era yo y no la policía.
– Mirad, sé que Meddur
tiene trabajo para horas y que él no os va a dejar solos en la pensión. Así que
he pensado que, si el asunto se alarga, podemos cenar y dormir aquí mismo.
La expresión de ambos fue
la de estar hablando con un chalado fuera de sus cabales, pero el entusiasmo
del chiquillo cuando se tumbó en una de las hamacas, les hizo flaquear hasta
que acabaron aceptando la alocada idea.
A las ocho y media,
decidí que le diesen tila a Van Heiten y paramos para cenar. Usamos la gran
mesa de la sala de juntas y he de decir que fue muy agradable. Preparamos una
ensalada entre todos y colocamos los cubiertos como si de una mesa de
restaurante se tratara. Los pollos estaban en su punto y aún relativamente
calientes.
− No me he atrevido a
comprar alcohol por si vuestra religión os lo prohíbe, o no os apetece −, les dije con cautela. La sonrisa de Damya sirvió
para decirme que había acertado y que el champán navideño no procedía esta vez.
Durante la cena, Meddur
me contó que había nacido en el norte de Malí, no muy lejos de Tombuctú, y que
pertenecía a la etnia tuareg. Su familia se había mudado a Bamako, la capital,
y él había estudiado ingeniería en la Abderhamane Baba Touré National School
of Engineers. También estudió francés e inglés. Tras licenciarse, regresó a su ciudad natal y allá conoció a
Damya, que era enfermera en el hospital. Fue un noviazgo corto y se casaron una
primavera. Ella se dejó traducir con gusto cuando me relató el banquete de
bodas que hicieron en un parque del extrarradio, bajo una pérgola adornada con
banderitas y luces que unos amigos prepararon para ellos. Sirvieron arroz con
salsa de maní, saka-saka y pescado horneado. Luego, tomaron de postre meni-meniyong
y frutas. Ella detuvo su relato y extrajo una fotografía de la mochila, del día
de su boda, que me mostró con orgullo. Le aseguré, y era cierto, que estaba
bellísima. Se ruborizó e hizo un mohín simpático de no creérselo. Parecía que
la vida les iba bien cuando de pronto se truncó la felicidad. Una nueva
revuelta de los independentistas de Azawad, trajo consigo represión y muerte.
Ellos eran tuaregs pero, habiendo vivido en Bamako, eran vistos con recelo por los
unos y por los otros. Se quedaron sin trabajo y tuvieron que tomar la decisión
más difícil, la del exilio. Una huida que les llevó varios meses, transitando
en malas condiciones, pagando mordidas a traficantes y jugándose la vida para
pasar el Estrecho. Luego, ya en España, un camionero compatriota les escondió
para pasar a Francia. Mientras Meddur me contaba todo esto, permaneció
cabizbajo, mirando a la nada. Sólo Dios sabe las amarguras que habían pasado.
Yo, les conté que estaba
expatriado y que, al tener la familia lejos de allá, había reservado avión para
el 24 al mediodía, les hablé de mis soledades y desarraigos con cierta
vergüenza puesto que nada que yo pudiera decir sobre ello se acercaba siquiera
a las añoranzas que ellos pudieran tener y a la tragedia de su vida.
El caso es que, cenando y
charlando con aquellos desconocidos ayer noche, me imbuía un espíritu navideño
que no había sentido en muchísimos años. Sí, sé que es una bobada, teníamos a
Van Heiten llamando cada poco, íbamos a dormir en hamacas tapados por una
manta, y estaba infringiendo todas las leyes de la empresa y del país… pero, aun
así, qué entrañable me resultó la cena.
Al finalizar los postres,
Meddur hubo de regresar a la pantalla pero estaba claro que Yedder no tenía
ganas de dormir, así que recordé cómo mi padre me entretenía cuando yo era
pequeño. Bajé al taller y tomé una decena de cajas de cartón pequeñas, un rollo
de cordel y llené una bolsita con tuercas y tornillos. Poco después, teníamos
en el pasillo un tren de mercancías con vagones de cartón atados con la cuerda
los unos a los otros. Yedder comprendió enseguida que había que cargar todos
aquellos vagones con mercancía y pronto la quincallería estaba repartida y el
tren dispuesto a partir. Era encantador ver a Yedder correr de arriba a abajo por
el largo pasillo, tirando de la cuerda y haciendo que el mercancías viajase a
toda velocidad. Yo, de tanto en tanto, gritaba “chu chu” y el pequeñín reía con
ganas.
Hacia las once, nevaba
copiosamente. Miré por la ventana y el coche estaba casi cubierto por una buena
capa de nieve. El panel con nuestra marca, sobre el tejado, era la única luz
que iluminaba el aparcamiento y en media hora se apagaría.
Habíamos pasado un buen
rato mientras cenábamos o viendo jugar al niño, pero ahora, con Damya y Yedder
ya dormidos en las hamacas, con Meddur cansado y frotándose los ojos ante la
pantalla y yo, descorazonado y añorando a los míos, el desánimo de la realidad volvió
a cernirse sobre mí. Van Heiten se habría ido ya a la cama aunque nos había
dejado dicho que el turno de operarios de noche permanecería en su puesto,
atento a poder iniciar la producción. Lo mejor sería llamarle a primera hora,
reconocer el fracaso y devolver a los malienses a su pensión. Solo de pensarlo,
se me revolvió el estómago y una arcada de bilis amarga me llegó hasta la
garganta.
Justo, entonces, escuché
la voz de Meddur tras de mí.
− Creo que sé por qué la
máquina no anda.
− ¿Qué? – me volví, entre esperanzado e
incrédulo.
− No entiendo nada de lo que hace el
aparato, pero creo que he encontrado la cadena de arranque de la máquina, funcione
como funcione. Y hay dos puntos que están desconectados. Imagino que serán dos detectores,
o sensores, o lo que sean, que están estropeados.
− ¡Ven, explícamelo! – corrí a su lado,
con la misma ilusión que Yedder había mostrado como maquinista del tren de
cajas de cartón.
Meddur me enseñó la
cadena de contactos con su nomenclatura y los dos que estaban abiertos y
desconectados. Llamamos a la Montage am Hague Inc. y al portero de
noche, que no hablaba casi inglés, le costó transferirnos al equipo que
trabajaba en la máquina. Afortunadamente, el jefe del turno sí comprendía el
idioma y, siguiendo los códigos de cada componente, logró dar con los elementos
dañados. Como había imaginado Meddur, eran dos sensores y parecía que tenían
repuestos en el almacén. Le rogué que me llamara, a la hora que fuera, para
indicarme si habían logrado sustituir los componentes y arrancar la línea. Para
cuando lo hicieron, una hora después, nosotros ya sabíamos que todo iba bien
porque Meddur ya había observado en la pantalla que la cadena de validación
estaba completada y lista para comenzar. El tipo nos agradeció el trabajo con
una calidez que era la antítesis de Van Heiten.
Le di un abrazo
espontáneo a Meddur y él me lo correspondió.
− Habrá que dormir un poco,
¿no? Debes estar agotado− le dije.
− Llegados hasta aquí,
déjame que vigile por un rato que no vuelve a pararse. Eso sí, espero que
mañana no me hagas madrugar para salir de la fábrica antes de que nadie pueda
venir. – me guiñó un ojo.
− Dame otro abrazo – me salió del alma.
Son ahora las nueve de la
mañana del día de Nochebuena y ellos duermen. Meddur estuvo hasta las tres de
la madrugada vigilando que la instalación seguía funcionando. Yo he dormido
fatal y poco, pero estoy feliz. He llamado al hotel Les Meduses, en el
centro, y les he reservado y pagado por adelantado una habitación por tres
semanas a pensión completa. Al menos, que no hayan de volver al tugurio en donde
estaban y, mucho menos, al supermercado. Luego, ya veremos qué hacer. He
abierto la caja de seguridad del departamento financiero y he sacado lo que
debo pagarle a Meddur. Le he metido el dinero en un sobre oficial de la empresa
para que parezca lo que realmente es, un sueldo en toda regla. Tendré que
explicárselo al contable, lo que va a resultar muy embarazoso. He cambiado mi
vuelo al de la tarde y espero llegar a casa para cuando comiencen a cenar pero,
si me retraso, estoy seguro que lo comprenderán. Más tarde, llamaré a Van
Heiten. Igual hasta se disculpa, aunque el tipo no parece ser un Mr. Scrooge
capaz de arrepentirse de nada.
Luego, cuando despierten,
desayunaremos leche con los dulces que sobraron ayer noche. Y nos contaremos
más cuitas, alegrías y desventuras. Tengo ganas de saber de sus vidas, tomarme
tiempo para escucharlos, dejar pasar las horas aprendiendo de ellos porque qué
livianas parecen nuestras preocupaciones cuando las comparamos con las de la
mayoría del resto del mundo.
He vuelto a poner el
piano de Noona y creo que está interpretando el How Deep is the Ocean.
Fuera, hace rato que ha dejado de nevar y ahora un sol blanquecino yace tras
las nubes intentando despejar la niebla matutina. Va a ser un bonito día, al
parecer.
Tengo que dejar de
escribir este correo. Yedder se ha despertado y está aquí, junto a mí,
mirándome con una sonrisa que vale un cielo, sus ojos muy abiertos, su manita
tirándome de la manga para que le acompañe, e indicándome por gestos que el
tren no puede esperar más. Voy a subirle a mis hombros y voy a bajar al taller
con él para buscar más tornillos, más arandelas, más resortes, más tuercas y
más clavos. Vamos a disfrutarlo a lo grande. El mercancías de la Union
Pacific va a palidecer al compararse con el nuestro.
Otra vez, querida amiga, de
verdad, siento no haber podido escribir el cuento de Navidad que me pediste,
pero ya ves que el día y la noche han sido muy movidos. Lo lamento de veras. Tampoco
creo que se pierda nada por no publicar en la revista de la empresa un cuento
meloso y sensiblero. La Navidad ya está pasada de moda y todas las historias
navideñas han sido ya contadas, ¿no?
Eso sí, la semana que
viene tenemos que hablar. Te llamaré para ver qué papeles hay que inventar, qué
documentos debemos falsificar y firmar para convencer a los Herodes de nuestros
días de que Meddur, Yedder y Damya pueden estar en el censo del imperio.
Yedder me espera junto al
tren. Que pases una buena Nochebuena.