22/7/08

La urbanización


El soniquete, que el policía recitó de manera monótona, de la lectura de derechos no sacó a Alfonso de su asombro. Se preguntaba qué es lo que había hecho mal aunque, en el fondo, sabía de sobra que había estado tentando al diablo durante demasiado tiempo. Su colega de partido, Juan Alberto, se lo había repetido muchas veces.

- Alfonso, no seas quijote. Aquí se está a lo que se está. O te adaptas o todos irán a por ti.

Con mucho romanticismo en su corazón, se había presentado a las municipales tres años antes deseando sinceramente trabajar por el pueblo y mejorar las cosas. Sabía que él no era un político pero algo podría aportar. No le bastaba con protestar por los estropicios que constructores sin escrúpulos querían hacer en las playas, aún tan hermosas. Quería defender la cala de Santa Ana, en parte porque fue allí donde, de pequeño, jugaba con su abuelo Arturo y, en parte, porque consideraba que un paraje tan excepcional no podía privatizarse. Como si aún fuera el pirata libertador que abordaba el cuerpo de su abuelo, su espíritu un tanto infantil le hizo pensar que era posible combatir por unos ideales. Había oído que existían planes para convertir el pueblito de unas pocas centenas de habitantes en un resort. A él, eso no le gustaba y era mejor combatirlo desde dentro que desde fuera.

Su partido – el mismo que el de su abuelo y el de su padre – le acogió sin preguntas. Era uno de casa. Uno de los de siempre, le dijeron. Le pusieron de los últimos de la fila en las listas electorales y no esperaba salir elegido concejal. Pero, por esas casualidades que a veces ocurren, sus predecesores cayeron enfermos o renunciaron (por problemas familiares, dijeron) y él se encontró de pronto en el número dos. Fue nombrado concejal en Marzo y le encargaron el área de limpieza e infraestructuras. Cosa sencilla. El pueblo era pequeño. Algunas disputas salariales con Antonio, el barrendero; una propuesta de inversión – que fue rechazada- en una barredora motorizada; un par de arreglos en el alcantarillado y poco más. Lo cierto es que se aburría y sentía la frustración del que ha llegado a la política para cambiar el mundo y se encuentra peleando por las papeleras.

Como miembro del consistorio asistía a los comités y fue allá donde comprendió que los grandes temas se centraban, casi con exclusividad, en la promoción turística de la costa. El proyecto debía aprobarse en unos meses por unanimidad y las reuniones se multiplicaban. Al principio, de los seis concejales, cuatro estaban en contra del proyecto. Sólo el alcalde y Ramón defendían la necesidad de hacer el campo de golf y la urbanización.

Un mes después, Aurora también dio su sí y Alfonso observó que aquel cambio de decisión coincidió, sin duda por casualidad, con la compra de una nueva casa de la concejala. Un chalet, a las afueras, que parecía costoso. En el pueblo se rumoreó que un pariente fallecido les había dejado un buen pellizco en herencia. Tres meses después, Juan Alberto dijo que, tras mucho meditarlo, había decidido apostar por el resort. Consideraba que era una puerta al futuro del pueblo. Explicó que había pensado mucho en los niños y en cómo podrían desarrollarse cuando fueran mayores sin tener que emigrar. Y que había llegado a la conclusión de que la nueva urbanización sería la fuente de riqueza que permitiría un futuro espléndido. Era verano y Juan Alberto tuvo mucha suerte porque le ofrecieron un trabajo de ejecutivo en la capital. Debía ir y venir todos los días pero se acostumbró pronto porque la empresa le pagó un Mercedes clase S con el que el trayecto se le hacía muy llevadero.

En otoño, Miguel, el concejal de salud manifestó que apoyaba el proyecto. Dijo tener dudas pero viéndose en minoría no quería frenar las expectativas de toda la población que, como bien indicaba el alcalde, no merecía ser desoída. Alfonso nunca había oído a nadie defender que asolaran la cala de Santa Ana pero no dijo nada. Miguel tuvo también mucha fortuna porque –aficionado como era a la lotería- logró un pleno en la lotería primitiva. Poco después comenzó a construirse una casa cerca de donde se ubicaría la futura urbanización.

Todos sus compañeros de ayuntamiento comenzaron a presionarle. Precisándose unanimidad, él era el último escollo para la aprobación definitiva. Pero Alfonso se negaba a hacerlo. Dudaba, claro está. Pero, en la taberna, en la tienda donde compraba el pan, en la peluquería, charlaba con sus vecinos y les preguntaba por su opinión. Apenas encontraba personas que quisieran aquello. No acababa de entender cómo, casualmente, la única mayoría de defensores de la urbanización se encontraba entre los concejales. Cuando su zozobra era mayor, paseaba hasta la cala y recordaba a su abuelo, a su padre, los juegos y las risas. Veía a otros niños que, ahora, repetían sus mismas aventuras y se dejaba embriagar por las puestas de sol que, en Santa Ana, se tintaban de un rojo intenso que nunca había visto en ninguna otra parte. Entonces, se convencía de que debía negarse a aquel proyecto de locos.

Un día, el alcalde se le acercó y le dijo que quería hablarle en privado. Tras mucha retórica que aburrió a Alfonso, le miró a los ojos y, tras una pausa eterna, le dijo:

- Alfonso, Alfonso. Esta urbanización es en beneficio del pueblo. Tú lo sabes. Yo lo sé. Es una tontería que te obceques por romanticismos trasnochados. La cala no se destruirá, querido amigo. Sólo se transformará. Ponte del lado del futuro y ponte de lado del pueblo. Y nosotros nos pondremos de tu lado. Siempre has dicho que te gustaría navegar. Ayúdanos y tendrás el barco que siempre has deseado. Con un amarre en la nueva cala.

Alfonso, desconcertado, no supo que decir. Pensó en escupirle. En golpearle. Muchos de sus sueños se derrumbaron. Pero sólo atisbó a decir:

- No he oído lo que has dicho. Y no me lo digas nunca más. Eso sí, alcalde, jamás daré mi voto a ese proyecto. Entiendo muchas cosas ahora, muchas.

Una semana después, la comisión de control de cuentas municipales encontró un par de facturas mal imputadas en el área de limpieza e infraestructuras. Unos treinta mil euros mal contabilizados en la compra de una barredora que nunca se compró. Alfonso juró que no sabía de qué le hablaban. La Corporación, no obstante, dijo que el pueblo merecía la máxima honestidad y transparencia y puso una denuncia preventiva por malversación contra el concejal involucrado. Algunas voces señalaron que ahora se comprendía su reiterada negativa a las propuestas de futuro y progresistas del Ayuntamiento. Sin duda, para poder él seguir haciendo tejemanejes con sus pequeñas cuentas.

La policía le detuvo un viernes y el asunto salió en toda la prensa. El alcalde dio varias entrevistas en la televisión local reafirmando su firme voluntad de luchar contra cualquier atisbo de corrupción por pequeño que fuera.



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