12/7/08

Mons


Cada tarde olfatea el aire y sabe, mucho antes que nadie, cuándo estoy llegando a casa. Con los ojos fijos en la puerta, espera su caricia y ese abrazo que es mutuo. No le acaricio. Nos acariciamos el uno a otro. Porque sus carantoñas, sus juegos y su mirada son de un cariño que es humano. Y es que, quizá, el afecto sólo existe de un modo único en todo el Universo, se sea bestia o vegetal.

Mons es un buen compañero. Que su anterior dueño no era ninguna lumbrera lo atestigua el hecho de que lo bautizó con el nombre de Monster. Cuando yo lo recogí, lo había abandonado hacia un mes y lo primero que hice fue truncarle el nombre con el que le conocían en la perrera. Ahora, su nombre me trae imágenes de luna llena, del relente suave de noches de primavera, de sentarse en la ribera del río y dormir una buena siesta agazapados el uno sobre el otro. Me contaron que nació en un valle burgalés, un invierno que la nieve había cubierto muy pronto los tejados de las bordas de los pastores. Fue el tercero de la camada y su destino cambió sólo cinco semanas después de ver la luz. El pastor lo vendió a una tienda de la capital, de esas que enjaulan animales en un escaparate. Alguien lo compró más tarde y la vida de Mons no debió ser agradable hasta que llegó a mi casa. O, al menos, así lo espero. Que él sienta que ahora sí tiene un hogar. Sus ojos, profundos, parecen confirmarlo.

Mons conoce mis gustos y yo los suyos. Aún mantenemos una inacabada pugna por una cama que él sigue queriendo compartir conmigo pero, por lo demás, convivimos en armonía. Cada mañana se despierta antes que yo pero espera paciente a que yo me desperece. Luego, desayunamos juntos. Yo, apenas, un café y un zumo. Él unas galletas saladas que, incomprensiblemente para mí, le encantan. Antes de irme al trabajo paseamos una media hora por el parque. No escondo que hacerlo me cuesta muchísimo en invierno. Luego, Mons debe quedarse en casa hasta que regreso. Corretea por toda ella y sale, de tanto en tanto, a la terraza donde –según los vecinos- se tumba bajo la cálida caricia del sol matutino. Está tranquilo excepto cuando pasa el camión del butano al que ladra con auténtico entusiasmo. Por la tarde, repetimos el paseo hasta que yo caigo agotado de lanzar palos y pelotas aquí y allá. Tras la cena, se acurruca junto a mí en el sofá y encuentro su mirada más humana que muchas otras con las que me he cruzado durante el día en mi oficio.

En cuatro años, sólo se ha escapado una vez y fue sólo por unas horas. Fue la pasión. Porque Mons es, iba a decir un mujeriego, pero mejor diré un perreriego. Las hembras lo encuentran apuesto. Y aquella tarde le vi correr al lado de una perra castaña. Cuando volvió se acurrucó entre mis piernas como si nada hubiera pasado y yo le acaricié el lomo como cada día.

Mons es un amigo.

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