8/7/08

Vuelos intercontinentales

Sólo tuvo tiempo de tomar un café con leche y una magdalena antes de salir hacia el aeropuerto. El vuelo partía a las nueve y se suponía que la tripulación debía estar en el aparato una hora antes. Pero las batallas amorosas de Esteban con su esposa Ana, cuando el vuelo era intercontinental, siempre le demoraban. La había besado en cada milímetro de su piel. Con diecisiete años de convivencia y tres hijos, su amor permanecía fuerte. Como cualquier pareja, habían pasado por altibajos pero siempre habían sabido superarlos.

- ¿Me quieres? – le había preguntado ella, mientras le abrazaba por la cintura en la ducha.
- Con toda mi alma, ya lo sabes – él le devolvió el abrazo y la besó. Si no llega a ser porque cuatrocientos pasajeros esperaban un piloto que les llevara a Buenos Aires, hubieran vuelto a hacer el amor.

Iba a ser un día azul. Acababa de amanecer y un sol, que aún dormitaba, teñía de rosas y anaranjados el horizonte.

- Será bonito volar hoy .– le dijo Ana- Me da envidia todo lo que puedes ver allá arriba. Te echaré de menos. ¿Cuándo regresas?
- El domingo. Serán sólo seis días. Y ya sabes que estaré deseando regresar – sonrió con una mueca pícara que hizo ruborizarse a Ana.

Ella le ayudo a ponerse el uniforme y cepilló la gorra de piloto. Le había visto siempre tan atractivo con el uniforme. Él entró en las habitaciones de los niños y los besó, cuidando de no despertarles.

- Os echaré de menos – dijo al despedirse.

A las nueve y cuarto, con algo de retraso debido a la congestión de tráfico aéreo en Barajas, el vuelo 620 aceleró, entre el estruendo de las turbinas, por la pista principal. Se elevó despacio mientras Esteban tiraba de la manija de mando y las azafatas, atrás en la cabina, enfatizaban que los pasajeros debían mantener los cinturones abrochados. Para cualquiera, aquel oficio debía ser algo excitante – y, sin duda, muy bien pagado- pero para él era ya rutinario. Doce horas de vuelo y descanso normativo de cuatro días. Luego, otras doce horas de vuelo y nuevas cuatro jornadas de relax. Y así durante meses y meses, años y años.

El vuelo resultó tranquilo. Algunas turbulencias en medio del Atlántico y un par de cambios de altitud no programados para aprovechar las corrientes. Por lo demás, el piloto automático hizo la mayor parte del trabajo. A las ocho, hora local, Esteban posó suavemente el avión en el aeropuerto Ezeiza. Estaba un poco cansado y tomaría con gusto la cama.

Tras las formalidades migratorias, un coche de la compañía le llevó a la calle Portela. Buena zona. Siempre se había sentido orgulloso de su casa. Las luces de la ciudad se habían ya despertado, adornando las avenidas y los parques, los cafetines y las ventanas de los edificios. Pagó y tomó la maleta.

No necesitó abrir la puerta. María Rosario y los dos chiquillos, Juan y Martín, le esperaban.

- ¡Papá! ¡Papá! – gritaron- y se le abalanzaron a los hombros mientras él los besaba y les decía que tenía unas cositas para ellos en la valija.
- Decime, ¿tenés hambre? – ella le besó tiernamente en los labios – te estuvimos esperando para cenar todos juntos.
- Tenía ya ganas de llegar a casa. Os he añorado mucho, como siempre- contestó él y entró.

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