20/3/09

Vinnie


Frente a los perros, yo soy más bien asustadizo por no decir francamente cobarde. Además, no hago discriminación. Cualquier can, grande o pequeño, tranquilo o agresivo, me pone en alerta.

Con Vinnie era distinto.

Cuando supe que tendría que compartir piso con, nada más y menos, un doberman he de reconocer que me tembló hasta el hígado. Pronto me dijeron que era un doberman chiquito, de esos que no crecen más de un palmo de alto y dos de largo. Aún así, su nombre -que me recordaba al demente pintor de girasoles que cortaba orejas- me hacía presagiar que aquel animal, bestia entonces, podría volverse loco y dedicarse a morderme con ahínco.

Cuando nos conocimos, Vinnie me tuvo durante un par de minutos al borde de la histeria. Fue el tiempo que necesitó para olisquearme completamente y comprobar, con un instinto que yo nunca llegué a comprender, que mis feromonas no suponían ningún riesgo para él. Por el contrario, debió intuir que yo era un humano asustado pero, en el fondo, buena persona. Así que, una vez olfateados mis zapatos, mi maleta y mis alrededores se dedicó a sentarse tranquilamente cerca de mí. Yo no entendía por qué aquel animal se empeñaba en buscar refugio a mi derredor, máxime cuando la casa era grande y había un largo pasillo que podía hacer de tierra de nadie entre nosotros. No hubo manera. Por algún motivo incomprensible– pero que más tarde no hube sino de agradecer- Vinnie se encariñó de mi. No fue una amor correspondido durante, al menos, una semana. La rutina hizo que llegara a acostumbrarme a su presencia y que mis nervios desaparecieran. Posiblemente, Vinnie fue también capaz de detectar mi estado de ánimo con ese sentido adicional que muchos animales poseen. Para entonces, él ya había decidido que era mi amigo y que lo sería siempre.

Llovía fuera y un viento de otoño tardío, especialmente fuerte, se batía contra las ramas de los dos robles del jardín. Yo había estado leyendo una novela sentado en el sofá. El calorcito del fuego bajo y la modorra propia de la comida de amigos me venció y decidí tumbarme unos minutos. Entonces lo vi. Estaba en la esquina, al otro lado de la sala, intentando dominar el sueño que a él también le ganaba. Los párpados de sus ojitos se cerraban a intervalos y vi en él una expresión mucho más tierna que en muchos hombres. Me observaba, pidiendo con su mirada que le hiciera un huequito, un abrazo de amigo.

Mi reserva ante él se esfumó y un pequeño gesto de mi mano fue suficiente. Vinnie corrió a mi lado y dio un saltito para subirse al sofá y agazaparse, como un ovillo de lana suave, entre mis brazos. Quedó dormido casi al instante. Pasé mi mano por su lomo y me enterneció su expresión de niño desvalido. Lo acurruqué en mi regazo y me dormí. Cuando despertamos, ya éramos amigos del alma. Ya no era una bestia ni nunca lo volvería a ser. A partir de entonces fuimos inseparables aún cuando, muchas veces, su empeño en dormir en mi misma cama le convertía en un auténtico pelma. Le gustaban los dulces, a poder ser bizcochos de esos que tienen crema por dentro y chocolate por fuera. Yo me reía mucho con él. Tomaba un trozo de pastel y lo sujetaba con mi mano lo más alto que me era posible. Vinnie, que no alzaba un palmo, saltaba los dos metros y pico y suavemente se hacía con el bocado. A su lado, los saltos de los mejores jugadores de basket eran un mediocre espectáculo.

Otro juego que le encantaba era correr alrededor de la mesa, persiguiéndome. A veces, tras tres o cuatro vueltas a derechas, yo me giraba súbitamente y él se hacía el sorprendido pero su cara – porque Vinnie tenía cara de humana expresión- mostraba que de antemano sabía que yo iba a hacerlo. Siempre acabábamos conmigo agotado mientras él estaba dispuesto a dar un millar de giros más. Le gustaba corretear por el jardín, asustando a los gorriones que intentaban coger alpiste de la casita de pájaros que colgaba del roble. Era una tarea compleja para las aves porque debían batallar contra Vinnie y contra una ardilla que, de tanto en cuanto y si mi pequeño doberman no estaba atento, se colaba en el jardín , para llevarse las semillas a su guarida.

Era un animal protector. Tenía bien marcados sus dominios como ellos saben marcarlos. Mi recelo ante los perros no desapareció pero Vinnie me protegía de sus congéneres porque si algún otro se acercaba, él se encargaba de hacerle saber que aquel humano asustadizo tenía un paladín que le protegía. Yo, metro setenta, me sentía seguro tras su cuerpecito de treinta centímetros. Él se complacía en cuidar de mí.

Vinnie se ha ido. Eran ya once años cuidando de la casa y para los de su especie eso es toda una vida. El dios de los perros le ha llamado. No despertó de sus sueños de dulces de chocolate y siestas en el sofá, de praderas verdes y de caricias compartidas. Ha dejado un gran vacío y vuelvo a estar desvalido frente a mis miedos.

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