19/5/09

Los 7 pecados capitales: la gula

Bertrand Lavoissier tenía apellido de químico ilustre pero renegaba de casi toda sustancia que pudiera añadirse artificialmente a los alimentos. Él era un gourmet y aunque en ocasiones –pocas- podía aceptar una cocina creativa que utilizara algún ingrediente especial, siempre prefería los platos basados en productos naturales. Por eso, aquella mañana había decidido acudir al Tívoli, en la Avenida de las Palmeras. Estaba deseoso de sentarse ante la comida, de modo que se propuso llegar justo a la una, cuando recién abrían el comedor. En el taxi había dudado entre hacerse servir unos brotes de apio en salsa de tamarindo o unas endivias al vapor de vino blanco. Ciertamente, las endivias le atraían. Suaves y ligeras, pero a la vez exquisitas cuando se hervían en los aromas del mosto, le abrirían el apetito para poder, posteriormente, servirse el plato principal. Lo mejor sería decidirlo una vez que leyera la carta. Quizá aquel día hubiese alguna sorpresa que mereciera la pena saborear.

El día era espléndido. Cielo azul, sol radiante pero no muy caluroso. El edificio donde se hallaba el Tívoli era de estilo modernista. El restaurante ocupaba toda la primera planta, con grandes ventanales que permitían a los comensales disfrutar de las vistas de la Avenida que se extendía un kilómetro hacia el sur. Bertrand, sin embargo, siempre pedía una mesa del interior, alejada de las ventanas. Como siempre decía a sus amigos, resultaba imperdonable despistar la mente viendo pasar automóviles cuando se debía estar concentrado en la presentación, el sabor y la textura de los alimentos.

Le saludaron con afecto cuando entró. Era un buen cliente. Un camarero le tomó el ligero gabán y, llamándole por su nombre – con un don delante, por supuesto- le mostró su mesa. Mantel blanco. Seis cubiertos a cada lado del plato, todos de plata. Bouquet de rosas en el centro. Copas de cristal de Murano. Como música de ambiente, justo en el umbral de lo audible, una suite de Bach. La carta, en paspartú decorado con caligrafía itálica y fuente Cambria Elegant. Tomó sus lentes y la abrió con parsimonia. Para él, el acto de abrir el menú era algo erótico, casi como apartar los muslos de una virgen rendida a sus encantos.

Los entrantes eran todos apetitosos: mejillones belgas gratinados con salsa de bechamel, una combinación nada usual pero que el chef del Tívoli bordaba. Las endivias al vapor de jerez; los brotes de apio en salsa de tamarindo; la ensalada de berros con trufas y confit de pato – esta propuesta atrajo también su atención-; templado de vendresca a las moras con huevo escalfado; alcachofas con salteado de langostinos y Capelleti con salsa caliente al curry. Descartó este último. No era amigo de las especias fuertes. Dudó durante varios minutos mientras intentaba dibujar con detalle en su mente cada uno de los platos. Finalmente, se decidió por las alcachofas. Le encantaban frescas y era la temporada.

Tornó la hoja y se centró en los pescados. Cola de lubina en leche de coco a la Maracaibo. Su cerebro se liberó por un instante y sus papilas gustativas creyeron estar ya saboreándolo. Pero era un tipo disciplinado y no se dejaba llevar por el primer impulso. Siguió leyendo. Merluza a la parrilla rellena de cangrejo con salsa de chocolate. Le pareció exótico pero creyó intuir la idea maestra del maestro cocinero. Otras opciones eran el atún con judías blancas y crujiente de caramelo, y el salmón con vinagreta de mostaza. Eligió la lubina y con un casi imperceptible gesto de sus ojos captó la atención del camarero que, presto, se acercó a él discretamente para tomar su pedido. Preguntó por un tinto de la Rioja alta e hizo un mohín de desagrado cuando el sumiller le dijo que la cosecha que deseaba estaba agotada. Cambió a tinto de Rioja baja del 82 y, tres minutos después, dio su aprobación tras saborearlo brevemente.

Llegaron las alcachofas, ligeramente humeantes. Estudió la composición y le concedió un notable. Los corazones formaban un dibujo geométrico inconcreto en el centro del plato y, rodeándolos, unos trazos de aceite con pimienta negra dibujaban una especie de constelación de estrellas. Los langostinos rojos contrastaban con el verde del vegetal y enmarcaban la parte inferior del cuadro. El aroma que la combinación emanaba era delicioso. Probó primero el marisco. Justo en su punto. Un buen trabajo, pensó. Tomó otro langostino y lo untó en la salsa de aceite. Aquello potenció aún más su sabor y Bertrand Lavoissier supo que había acertado comiendo en el Tívoli aquel día. Cerró los ojos con discreción y se dejó arrastrar por la sinfonía de texturas que le invadían. Se sintió satisfecho con aquellos primeros bocados. Era hora de probar las alcachofas. Lucían sabrosas. Tomó una con el tenedor y la dividió suavemente en dos partes. Se llevó una a la boca y se preparó a sentir su esperado delicioso sabor. Pero, de pronto, sintió algo desagradable. No había duda. Aquellas alcachofas no eran frescas. Eran de las conservadas en cristal. Le pareció inaudita semejante afrenta en un establecimiento de la calidad del Tívoli. Su primer instinto fue levantarse y salir horrorizado de aquel lugar. Pero se contuvo como caballero que era, acabó los langostinos y, casi al borde de la náusea, probó una segunda alcachofa.

El camarero le preguntó si algo iba mal. No estaban acostumbrados en el Tívoli a que un cliente dejara algo en el plato. Mala señal. Inventó una excusa simple – algo como que estaba falto de apetito por una reciente enfermedad- y pidió que le trajeran la lubina. Borró por un momento el mal recuerdo de las alcachofas deleitándose con un sorbo de vino que mantuvo en su boca lo suficiente para que los taninos reiniciaran su buen humor. Entrada en boca sutil y persistencia suave y prolongada. Olfateó el caldo. Ataque fuerte, con impactante impresión a maderas, y retronasal con delicados aromas provenientes de la fermentación.

La lubina estuvo correcta. La impresión visual magnifica. El puré ligero de leche de coco cubría parte de una carne libre de cualquier raspa. Comprobó que su consistencia era exactamente la apropiada para que la masticación fuera placentera. La temperatura, perfecta. Le gustó, pero la exquisitez del pescado no acabó de borrar el disgusto de las alcachofas enlatadas.

No pidió postre. Pagó y, al salir, supo que no volvería a entrar por aquella puerta en mucho tiempo. Al menos, hasta que algún amigo de confianza le certificara que las alcachofas eran frescas.

Paseó de regreso a casa y, en su caminar, comenzó a pensar en dónde tomaría la cena y en qué pediría. Quizá una sopa de pescado con esencia de yuca. O, incluso, un fumé de marisco con salsa criolla. Tenía aún tiempo para pensarlo. De momento – casi se sobresaltó al darse cuenta de la hora que era- debía dirigirse al café Barcelona para degustar un capuccino a la vainilla y algún pastelito. Posiblemente un milhojas caramelizado. O, quizá, un velvet de limón.

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