3/6/09

Los 7 pecados capitales: la pereza



Teresa, en los cuarenta pero bien llevados, siempre había sido romántica. Compraba novelitas de esas que venden en el supermercado, de amores insólitos y amantes guapísimos, por menos de cinco euros. Era al mirar las naranjas y las berzas, la leche de soja – que, aunque odiaba su sabor, se esforzaba en tomar por aquello de que era sano- y el arroz, cuando sentía la necesidad de pasar por la estantería de los libros. No había muchos porque aquello era un súper de barrio pero siempre tenían un buen surtido de amoríos desdichados.

Por las tardes se tumbaba en el sillón del salón, envuelta en una bata vieja a la que tenía mucho cariño – regalo de una prima- y se enfrascaba en la lectura. Soñaba con que alguna vez llegara un príncipe como el de los relatos. Incluso, con que llegara un desvergonzado que sólo la quisiera por su dinero. Leía, pensaba, y por lo general acababa durmiéndose hasta que algún ruido de la calle la despertaba ya por la noche. Mejor así, pensaba, porque se saltaba la cena sin esfuerzo y eso ayudaba a su nunca bien controlada dieta.

No es que Teresa no conociera el amor. Había tenido un novio, diez años atrás, con el que la cosa fue bastante en serio. Pero era cansino. Aquello de estar pensando en él, en qué le gustaría, en cómo agradarle o en como fastidiarle (que, a veces, se lo merecía), el tener que quedar casi forzosamente al salir del trabajo. Aquello le cansaba. Después de unos meses no tuvo ánimo para continuar. Le pidió un tiempo para descansar. ¿Para descansar de nuestro amor?, preguntó él con cara de asombro. ¿Te canso?, dijo. En fin, que la cosa acabó mal y Teresa quedó sin fuerzas para volver a intentarlo. Recordaba que el día que él la telefoneó para decirle que deseaba cortar, ella suspiró, se tumbó en el sofá y se quedó dormida. Fue una de las noches en que mejor durmió. Qué tranquilidad, pensó.

Durante meses, sus amigas Pilar e Isabel le habían tentado para que saliera con ellas. Si no todas las tardes, al menos los jueves cuando iban a cenar a la marisquería del puerto deportivo que tenía la terraza más bonita de toda la ciudad. Luego, acababan en Tomeu’s, un pub donde había música en directo y se podía bailar en una pequeña pista alumbrada por luces giratorias de colores. Más de una vez estuvo tentada de acompañarlas. Las historias que Pilar contaba de un tal Andrés – no era posible que fuera tan bueno entre las sábanas- eran cautivadoras. No es que creyera en príncipes azules y mucho menos creía todo lo que Pilar contaba pero quizá asistiendo a aquellas veladas cayera un rayo de luz en su aburrida vida. Pero le costaba decidirse. Llegaba a su apartamento, se ponía cómoda, tomaba un libro, quizá una cerveza y se decía que más tarde las llamaría para quedar. Unas tardes se dormía. Otras, llegaba el momento y se angustiaba sólo de pensar que debería volver a vestirse, a maquillarse, a forzarse a estar divertida toda la noche. Se metía en la cama y seguía leyendo su libro. En las novelas, los galanes no precisaban de ese enorme esfuerzo. Venían, la tomaban a una tal como estuviese y le hacían el amor justo durante el tiempo que ella deseara, ni un minuto más ni un minuto menos.

Aquel día, sin embargo, Isabel se presentó en su casa y aseguró que no se iría de allá sin Teresa. Habló de algo de una fiesta en casa de alguien. No tuvo escapatoria. Se preparó y, una vez que se miró en el espejo, supo que lo había hecho muy bien.

Llegaron al lugar. Era en un restaurante que, aparentemente, se había cerrado para dar cobijo a los asistentes al evento. Un cumpleaños por lo que parecía. Los cincuenta de un tipo alto, de pelo canoso, sin gramo aparente de grasa y que olía a esas colonias que Teresa sabía estaban repletas de drogas que anulaban la voluntad de las mujeres. Tembló cuando él despreció su mano y en vez de dársela, la estrechó entre sus brazos y le dio dos besos en las mejillas. Como si fuera una amiga de toda la vida. Pablo, se llamaba. Encima, el muy canalla tenía unos ojos azules que parecían el Atlántico. Joder, pensó, ¿dónde habrá estado este hombre toda mi vida? Seguro que está casado felizmente o, cuando menos, casado seis veces infelizmente.

Estaban tomando un gin tonic, charlando de todo un poco, cuando él volvió a acercarse. Fue directo hacia ella.

- Teresa, ¿te gustaría bailar?

No supo bien cómo reaccionar. Las olas del mar de sus ojos la atraparon por unos segundos de tal modo que quedó como alelada. Si no hubiera sido por un codazo hábilmente propinado por Isabel en su cadera, podría haber estado en el limbo hasta que amaneciera.

- Sí, claro. Pero te aviso de que soy muy mala bailarina.
- Estoy seguro de que no es así – y el muy condenado le sonrió y la atrajo hacia sí.

Sus amigas la estarían buscando. Y los amigos de él le estarían buscando a él. Habían hablado mucho y resultó que no era sólo hermoso. Era inteligente y romántico. Una joya, pensó. Algo que si no te pasa no crees que pueda existir. Incluso llegó a mirar por si veía cámaras ocultas de esas que luego te sacan en la televisión para que todo el mundo vea lo mema que es una. Pero no había nada. Todo era real, increíblemente real.

La besó en la playa, junto a las rocas del espigón del norte. Hacía calor y el rumor de la marea baja sonaba rítmicamente. Ella respondió al beso pensando que, después de todo, las novelas del súper podían no ser tan fantasiosas. El beso fue largo, de esos en que los labios parecen saborear cada milímetro de la boca del otro. Teresa no acababa de creérselo pero lo disfrutaba. Estaba a punto de abrirle la blusa cuando una voz de hombre gritó desde atrás:

- ¡Pablo! ¡Ven aquí!, es tu fiesta y ahora tienes que soplar en el pastel – por la modulación de la voz y la sinusoide del caminar, estaba claro que los tres tipos que llegaban no se marcharían sin Pablo.
- Joder- murmuró él- lo siento tanto, Teresa. Pero estos pelmas no me van a dejar en paz. ¿Me esperas, por favor?
- Claro- contestó ella con una sonrisa.

Se sentó y encendió un cigarrillo. Pasó bastante rato. Las hormonas se habían apaciguado y las voces de los convidados quedaban lejanas. De pronto, le entró sueño y se percató de que la arena era negra y pegajosa y que iba a arruinarle los zapatos. Tendría que limpiarlos más tarde y eso era una tarea que no le gustaba nada.

Repasó la noche. Pablo, sus ojos, sus besos, su encanto. Luego la buscaría o, si los otros borrachines no le dejaban, mañana la llamaría. Pensó que tendría que limpiar mejor su casa por si él se quedaba alguna noche. Y tendría que dedicar más tiempo al maquillaje. Quizá incluso renovar el vestuario. Sí, los zapatos debía cambiarlos decididamente. Y los pantalones también. Pablo era un hombre elegante. Eso saltaba a la vista. Ella debía estar a la altura. Pensó en la peluquería. Una vez al mes ya no bastaría. ¿Quizá cada dos semanas? Y debería recomponer su agenda para pasar tiempo con él. Recordó la pasada relación, cuando era más joven. Se llamarían cada mañana para darse los buenos días, cada noche para darse las buenas noches. Buff, pensó. Aquello sí que era agobiante. Y si fallabas una vez, el otro se preocupaba. ¿qué habrá pasado? ¿por qué no llama?

Mas eso era antes. Se tranquilizó. Eran ya maduros, sensatos. No tendrían esa relación adolescente y agobiante. Eran independientes. Se verían de vez en cuando, sin ligaduras. Se abrumó porque eso se le antojó aún peor. Sería un sin vivir. Una llamada- Hola, qué tal, ¿quedamos esta noche?- y dejar todos los planes y ponerse a correr. ¡Uff! De estar relajada leyendo en el sofá a meterse en la ducha, arreglarse y salir pitando. O, incluso, ordenar la alcoba y la cocina si es que iba a venir. Y hasta buscar un búcaro donde poner las flores porque este tipo de caballeros siempre viene con flores.

Su mente buscó lo bueno de una relación. El amor, el sexo, el despertarse entrelazados en la cama. Joder. De eso no se había dado cuenta aún. Despertarse juntos, con el pelo alborotado y las axilas sudadas. Tener que hacerle el desayuno, no porque él fuese un machista sino por cortesía.

Estaba agotada de pensar en todo lo que debería hacer. Estaba abierta al amor, sí, pero le asustaba el esfuerzo que el amor supone. Le diría a Isabel que no le diera su teléfono a Pablo.

Pidió un taxi y se marchó a casa. Durmió diez horas.

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