21/10/09

Café y cigarrillo




Pedimos que nos sirvieran los cafés afuera, ante la extrañeza del camarero. El patio se asomaba a la plazuela a través de un portón que permanecía abierto, enmarcando con su arco de medio punto un cielo punteado de luceros. Dentro, un pequeño jardín con un césped cuidado con esmero. Apenas tendría tres metros de ancho. Seis de largo quizá. A un lado, el murete de piedra preñado de hiedras y campánulas. Al otro, la pared de la casona, con alféizares llenos de petunias y violetas. La sombra de la noche no dejaba apreciar los detalles pero quizá había furtivos curiosos que nos miraban, que nos envidiaban. Sólo un candil al fondo, proyectando no sé si luz o deseo de ti. Las sillas, forjadas en hierro desnudo, resultaban frías. Estábamos solos y nos sentamos en la mesa del centro. Era verano tardío pero la brisa, contagiada de cierzo otoñal, te hizo temblar. Fingí que frotaba tu espalda para que entraras en calor pero, en realidad, te acariciaba. Nos sirvieron los cafés. Encendiste el cigarrillo y expiraste el humo con lentitud, degustándolo, mirándome. Estabas hermosa. Sonreíste con esa mirada de hechicera que pones cuando hablas sin hablar. Sonreí. Recuerdo que ambos nos inclinamos hacia adelante. Quizá para contarnos cosas susurrando, quizá para decirnos de amores sin pronunciar palabra, quizá para que nuestros labios estuviesen más cerca, quizá para engarzarme en la fragancia floral de tu piel. ¡Qué sé yo por qué! El jardín fue cómplice y amigo. Silenció el aleteo de los insectos y el frufrú de las hojas para que pudiera escuchar tu respiración y el ritmo de tu corazón. Hasta las estrellas brillaron más, o eso me pareció a mí. Te tome de la mano tan sólo por el placer de sentirte. Te besé por entre el vaho azulado del tabaco que ascendía dibujando volutas caprichosas. Fue entonces cuando me dijiste que deseabas vivir conmigo. Fue entonces cuando la alcoba nos reclamó.


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