20/11/09

Junto a la ventana


No sabía la hora que era. Noche cerrada. Una de esas horas tranquilas hechas para amantes o para insomnes. Estaba tumbado en la cama que, sin ella, era un inmenso mar de soledad. La observaba con todo el detenimiento del universo. Le gustaba hacerlo. Le hechizaba verla y escucharla. La luz de alguna farola lejana dibujaba su silueta junto a la ventana. Estaba sentada en el alféizar interior de la habitación del hotel. Algún problema con la reserva les había impedido alojarse en un cuarto de fumadores. El detector de humos, amenazador, parpadeaba con una lucecita verde en el techo y ella necesitaba dar una calada. Se había levantado, vistiendo sólo la chaqueta del pijama y dejando que él se deleitara con la perfección de sus piernas. Se había acomodado en la esquina del marco, despreocupada, una pierna encaramada sobre el pretil y la otra descansando sobre el suelo. La mano derecha, asomando fuera, sostenía el pitillo. De tanto en cuanto, miraba la quietud de la calle mientras aspiraba el aroma del tabaco. De tanto en cuanto, dejaba que las volutas del humo grisáceo la envolvieran en una niebla que a él se le antojó un aura del cielo. De tanto en cuanto, ella le miraba a él y, a pesar de la tenue iluminación, se estremecía al sentir la caricia de sus ojos tiernos. Una mirada que le dejaba indefenso y rendido. La amaba. Mucho. Le encantaba amarla. Se dejaba embrujar por su amor.

Una brisa ligera acunaba la cortina y ondulaba el cabello de la mujer. Mientras fumaba, le hablaba. Con parsimonia, como si buscara lentamente las palabras, como si quisiera decirle sólo aquello que le era muy importante. Le hablaba de cosas íntimas, de sus sentimientos, de sus temores, del futuro que anhelaban juntos. El mundo terminaba en aquella ventana. Abajo, seguramente, habría automóviles y transeúntes noctámbulos, semáforos que bailaban entre el rojo y el verde. Quizá el botones del hotel, aburrido de su guardia nocturna, canturreaba una canción. Arriba, ocultas por la difusa luminosidad de la ciudad, habría estrellas. Nada de eso importaba. El universo empezaba y acababa en aquel alfeizar, en aquel muslo deseado que se le mostraba bello, en el perfil del rostro amado y en el cuerpo vislumbrado tras el amplio pijama. Por un momento, él se puso triste. Le hubiera gustado abrazarla junto a la ventana, besarla sin preocuparse de que todos les vieran, gritar al mundo que estaba enamorado de ella. Fue un instante porque las últimas orlas de humo volaron a la calle y la brizna ardiente del cigarrillo se extinguió. Le hizo un gesto invitándola a acostarse junto a él . Un minuto después el pijama resbalaba hasta el suelo y un océano de besos les envolvía.



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