7/12/09

La isla




Dejó de llover y Hein van Butger salió de la cabaña. La tormenta vespertina había limpiado el aire y la temperatura había descendido. En pleno Pacífico, los días de verano se le hacían interminables. Respiró y, como cada atardecer durante los últimos once meses, oteó el horizonte. Una calima lejana flotaba sobre un cielo que comenzaba a teñirse de naranjas y amarillos. Bandadas de pájaros cruzaron por encima de los cocoteros buscando su refugio nocturno. Suspiró. El mar permanecía desierto. Como siempre. Desafortunadamente. Se sentó en la orilla y se entretuvo observando las olas mansas que dibujaban serpentinas en la arena. Aún, tras tanto tiempo, le llamaba la atención el sonido del mar. Un vaivén melodioso al que nunca había prestado atención en su Holanda natal. Allí, el mar era un trabajo, un navío en el que navegar, un capitán al que obedecer. Cerró los ojos y el rostro de Simone se le apareció tan nítido que podría decir que la tenía delante. El sol se había escondido ya y la oscuridad de la noche avanzaba rauda. Sabía que debía encender la fogata para protegerse de las alimañas pero los recuerdos se le agolparon y echó a llorar hundiendo su cara entre sus manos encallecidas y sucias.

Se acordaba bien. Su desgracia había comenzado el catorce de abril. Las bodegas del Voorjaar estabas repletas de níquel. Lo habían cargado en el puerto de San Francisco y se dirigían a casa, cruzando el Pacífico y el Índico. Hasta aquel día la navegación había sido tranquila. El patrón tenía experiencia y la mole de hierro se deslizaba rauda entre las olas. Todo cambió ya al amanecer de aquella funesta jornada. Una pared de nubes oscuras apareció, casi de sopetón, a proa del barco. No había forma de sortear la tormenta porque desde babor a estribor, la masa grisácea se extendía amenazadoras sobre un mar cada vez más encrespado. El capitán mandó asegurar los cabrestantes y colocar los refuerzos de madera sobre las claraboyas. Las escotillas fueron selladas y los hombres se colocaron los arneses. Pero el diablo confabulaba contra ellos.

No eran marinos que se dejaran asustar fácilmente. Su mar del norte era también bravío y sabían cómo sortear los peligros de la mar arbolada. Pronto se darían cuenta de que la furia del océano iba a ser devastadora. A media mañana, el Voorjar se hundía entre simas de agua que tal pareciera que un gigante sorbiera el mar debajo de la quilla para que el barco cayera entre un estrépito de cuadernas. La lluvia, cerrada, apenas dejaba ver qué sucedía al otro lado del puente y las olas sobrepasaban en muchos metros la altura del mástil. Primero fue Marcus. Cayó, agitando sus brazos y gritando como un loco, para perderse entre los remolinos colmados de espuma. Luego, fue el arnés de Klaus el que cedió. Más tarde, el de Johan. Quizá el navío no quiso ver más tragedias o quizá sus mamparos no pudieron soportar el embate de la naturaleza. Sea como fuera, hacia el mediodía, un enorme quejido metálico inundó el barco. Se estaba partiendo a la altura de popa y el Pacífico entero pugnaba por inundarlo. Un bote salvavidas se soltó de sus amarras y se desplomó en el mar, justo en el momento en que Hein van Butger caía también. Lo que sucedió a continuación era borroso y difuso. Había intentado muchas veces recordarlo pero no era capaz. De alguna manera debió asirse al bote y, por algún milagro de un Dios en el que no creía, fue a parar a una playa de una isla que le era totalmente desconocida. Sólo recordaba que debió dormir muchas horas y que, cuando despertó, el cielo era azul, había cormoranes zigzagueando en el cielo y a él le dolía cada uno de sus huesos. Las primeras horas fueron de consternación. Estaba hambriento, quemado por el sol y con contusiones en piernas y espalda. Su primera obsesión fue beber. Su boca estaba pastosa. Caminó hacia el bosque de árboles que enmarcaba la playa y la fortuna le sonrió. Un manantial fluía tranquilo no muy lejos de la costa. Se sació de agua y se limpió las heridas. Al menos, estaba vivo. No sabía qué habría sido del Voorjaar pero suponía que se habría convertido en un pecio olvidado que, poco a poco, se cubriría de corales.

Encendió la fogata y comió un poco de pescado. Por algún motivo, sus recuerdos no le daban tregua aquella tarde. Quizá fuera porque la tormenta le había recordado el naufragio. Sí, eso debía ser. Su vista se perdió en el crepitar de las llamas y volvió a verse a sí mismo aquel funesto día, tumbado junto al manantial de agua, ya un poco repuesto de su aturdimiento. Estaba claro que su muerte no le aguardaba aún porque encontró restos del naufragio a unos cientos de metros. Unas cajas que contenían una pistola, un hornillo, balas y pólvora. Pudo cazar. En aquel paraje deshabitado pululaban una especie de gallinas que, asadas (usó un certero disparo sobre un montoncito de pólvora para encender su primer fuego), no sabían mal del todo. Las primeras noches las pasó inquieto, temiendo que salvajes o bestias le atacaran. A la semana, ya estaba tranquilo y su mente trazaba planes. Construyó una cabaña que luego reharía tres veces, cada vez con mayor destreza. Se preocupó de que el fuego nunca se apagara hasta que, probando y probando, aprendió a encenderlo con dos palitos. Supo como tejer, se las arregló para pescar y tender cepos. Si a algo debía estar agradecido era a Robinson Crusoe, una novela que había leído muchas veces de niño. Las primeras semanas fueron de optimismo. Pronto pasaría algún mercante que le recogería. Pero la esperanza fue difuminándose cuando, cada día, el mar permanecía solitario. No sabía dónde se encontraba pero, desde luego, la tormenta debía haberles desviado mucho de las rutas más transitadas. Con el tiempo, adquirió una rutina doble. Por un lado, sabía cómo cubrir sus necesidades básicas. Por otro, se desesperaba cada atardecer cuando no divisaba ninguna humareda en el horizonte. Su mayor temor era enfermar, morir lejos de la paz de su tierra en aquel lugar horrible a donde el destino le había llevado.

Había estrellas aquella noche en el cielo. Tantas como nunca antes las había visto. Se preguntaba si alguien – ángel o demonio- podría verlo desde ahí arriba, desconsolado y abatido. El aire estaba tibio. El ronronear de la marea, que subía, le confortaba. Quizá mañana sí llegaría un barco. Quizá podría pronto a volver a ver a sus hermanos. ¿Le esperaría Simone? Por seguro, le habrían dado por muerto. Uno más de los muchos a los que el mar llamaba para siempre. Tomó una vara y escribió su nombre en la arena. Una tontería, ya lo sabía. Pero le hacía sentirse bien, tener algo por lo que esforzarse cada día.

Contaba el tiempo. Cada amanecer hacía una marca en un árbol cercano y así sabía que ya debía ser 1939. Sí, el naufragio ocurrió el 14 de abril del 38 y –contando las muescas en la corteza- tenía que ser ya abril del 39. Un largo año, perdido en la nada. Deseaba regresar. Lo necesitaba. Quería perderse por las calles de sus ciudad, bajar hasta el puerto y tomarse unas copas con Martin y Paulus, sus amigos de siempre. Reír y contarse historias y, a fe suya, que él les iba a poder contar la más extraordinaria aventura jamás contada. Sentía una añoranza loca por volver. Encontrar de nuevo la civilización, olvidar la isla salvaje en la que se encontraba, el lugar inhóspito e inhumano en el que la fortuna le había encerrado.

Iba ya a dormir cuando algo llamó su atención. Sería una estrella pero estaba realmente baja en el horizonte. Nunca hasta entonces la había visto. Quizá fuera Venus. La cosa es que aquella luz era demasiado grande y demasiado brillante. Se incorporó con curiosidad. Frotó sus ojos, intentando observar mejor. El punto brillante se movía rápido, al menos mucho más deprisa que lo que una estrella lo hace en su volar por el firmamento.


Cayó en la cuenta entonces. Era un navío. Sí, por Dios. Un barco en el horizonte con todas sus luces prendidas en medio de la noche. Había pensado este momento tantas veces. Corrió a la pira que siempre tenía preparada y disparó una bala sobre la pólvora. No quería fallos. La hoguera prendió rápido y una columna de llamas subió hacia el cielo. Que lo vieran, que lo vieran, que el vigía de aquel mercante divisara las llamas. Que lo encontraran, que lo salvaran, que lo devolvieran a la civilización.

Sus esperanzas se vieron colmadas al amanecer. Un bote con cuatro remeros y un oficial lo recogió. El barco era francés y esperaba a media milla de la orilla. No llevó nada consigo. No lo necesitaba. No sentía aprecio por aquella isla. Sólo deseaba regresar a la civilización, a su querida Holanda.

Al día siguiente, supo de las noticias. Había guerra en Europa. Desde septiembre, Francia e Inglaterra estaban en armas contra Alemania. De momento, no obstante, podía sentirse tranquilo. Las hostilidades se desarrollaban en el este y la frontera francesa permanecía en calma, incluso aburrida. Su país no estaba en conflicto y los marineros del barco suponían que todo se arreglaría. Los alemanes tenían ya lo que querían, Polonia, y no había razón para seguir combatiendo.

La travesía fue lenta. El mercante francés se detuvo aquí y allá y demoró hasta Mayo el arribar a Cherburgo. Miró el calendario. Era el 14 de Mayo. Qué casualidad. Trece meses exactos desde el naufragio. Hein van Butger estaba en proa, sus brazos apoyados sobre la baranda. Algo raro había en el puerto. Decenas de camiones militares ocupaban la dársena y miles de soldados esperaban en formación sobre el malecón del este. Se respiraba una tensión que no supo a qué era debida. Cierto, sabía que Francia estaba en guerra pero eso era en Polonia, muy lejos. Amarraron el navío en los bolardos y se dispuso a bajar a tierra. En unos días estaría en casa. Por fin abrazaría a Simone. Celebraría una gran fiesta con sus amigos. Tomó el petate y avanzó hacia la escalerilla.

- Espera un momento- oyó una voz a su espalda, en una jerga mitad francés, mitad holandés.
- ¿Sí? – se giró, sobresaltado.
- ¿Dónde vas?
- A casa- contestó, y volvió a acordarse de Simone- En dos días estaré en mi país.
- Ya no tienes país. No tienes casa. Los alemanes invadieron hace cuatro días Holanda y hoy se han rendido. Vienen hacia aquí. Nos están venciendo a nosotros también.

Una sirena de alarma ululó poderosa sobre el puerto. Los soldados y los paisanos echaron a correr y Hein entendió que llegaban bombarderos. Las explosiones llegaron desde la nada, como truenos gigantes que lo cubrieran todo. Unos barracones saltaron por los aires y el aullido de los Stukas que caían en barrena le hirió los oídos. En pocos minutos, el humo cubrió la dársena y el aire se llenó de gritos y lamentos. Se arrinconó bajo una grúa, temblando de espanto, y deseó no haber dejado nunca la cabaña de su incivilizada isla.

1 comentario:

  1. No hay nada más salvaje que una sociedad moderna. Bien narrado.
    J.

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