26/1/10

El crimen perfecto



Antoine Bellancourt había dedicado mucho tiempo a preparar el crimen perfecto. Y, verdaderamente, lo había conseguido. Se acurrucó en su butaca preferida, la que estaba bajo la lámpara de hierro forjado, justo en el rincón del salón. Se sentía pesaroso, triste, abatido. Fuera llovía y el tamborileo de las gotas, que insistentes se estrellaban contra el cristal, le hizo recordar el día en que todo empezó.

Entonces, también llovía y también el agua golpeaba en las ventanas. Venía de dar un golpe en el Boulevard Marcel. Nada serio. Acabar con la vida de un desgraciado cambista que había osado molestar a su cliente, un nuevo rico que había amasado su fortuna en el tráfico de armas y que estaba poco acostumbrado a soportar que alguien le importunara. Le había encargado quitárselo de encima y lo había hecho con eficacia y rapidez. Un disparo, unos gritos de mujer, una sirena lejana y una pequeña reseña en los periódicos. Bien. Una labor profesional, como se esperaba de él. Pero aquellos trabajos no le satisfacían. Eran sencillos. Se trataba de individuos de poca monta, desgraciados que poco importaban en la vida y cuyos casos no atraían la atención de la policía. A lo más, algún inspector novato hacía un informe de pocas líneas, adjuntaba los cuatro datos recogidos en el lugar del crimen y archivaba el dossier para siempre. Antoine Bellancourt quería más. Él se sabía superior a otros delincuentes. Por algo había cursado estudios de electrónica hasta que un par de eventos desgraciados lo apartaron del recto camino. Y su familia provenía de augustos antepasados- unos mejores que otros- que habían siempre dejado su huella en la sociedad. Él iba a ser el primero en morir en el anonimato. Aquel día de tormenta y de cielos sombríos fue cuando decidió que no podía ser así, que él también debía dejar un recuerdo perdurable en el mundo. Y si la vida lo había elegido para ser un profesional mercenario, sería ese el terreno en que dejaría su impronta. Súbitamente, entendió que no había mejor forma de pasar a la posteridad que lograr cometer el crimen perfecto sobre alguien que tuviera suficiente importancia como para que la policía le dedicara su tiempo. Un potentado, un magnate, alguien cuyos herederos dedicaran una buena cantidad de pasta a buscar al asesino. Nadie lo había logrado en la historia. Algunos colegas de profesión habían conseguido escapar de la policía incluso durante años pero, finalmente, todos habían caído presos. Cualquier desliz, incluso lustros después, podía arruinar el mejor de los planes. Si él lograra cometer el crimen perfecto, podría sentirse satisfecho, salir de aquella rutina mediocre que le atenazaba. Seria recordado.

Desde aquel día se dedicó en cuerpo y alma a preparar el golpe de su vida. La víctima seleccionada fue Auguste Mont de la Panne, un regordete y arisco empresario que había conseguido su fortuna durante la guerra vendiendo a unos las armas que compraba a los otros y recomprándolas después para revenderlas a mayor precio a los primeros, todo en función de los avatares del conflicto. No era mejor que él, sólo que había tenido mejor suerte. La víctima perfecta. Un tipo sin el cual el mundo sería mejor, pero su dinero y sus avariciosos herederos harían que la policía escarbara hasta debajo de las piedras para dar con el asesino. O sea, con él. Y no serían capaces.

Durante unas semanas, le vigiló a fondo. Rondó su mansión y anotó con celo profesional sus desplazamientos, que variaban aleatoriamente. Detectó que varios guardaespaldas le protegían constantemente y averiguó que las oficinas en que aún trabajaba estaban blindadas. Eso sí, era persona de costumbres fijas. Cenaba siempre a las seis. Podía ser en su casa, en la de algún amigo o en un restaurante de lujo pero siempre era a las seis. La luz de su habitación se encendía siempre, con precisión prusiana, a las ocho de la mañana. Entraba en su oficina de la Avenue Ney a las diez, con exactitud kantiana. Se enteró, conversando con un camarero del Chez Hernanz que su platillo preferido eran los huevos escalfados en aroma de langosta con trufas y caviar, una delicatesen que pocos podían permitirse en el Hernanz. No sería fácil acercarse al hombre.

Sobre un mapa de la ciudad, estudió algún posible emplazamiento- una terraza, un tejado no vigilado- desde el que disparar con un rifle de precisión, a lo Chacal. Lo descartó. Si el puesto era de simple acceso, acabarían viéndolo. Si no lo era, podía romperse la crisma puesto que ya no era un jovenzuelo capaz de saltar tapias y escalar paredes. Pensó en sobornar a algún criado pero desechó la idea al poco. Por muy bueno que fuera el soborno, ese desgraciado podría delatarlo en el futuro o, peor aún, chantajearlo. Entrar en su casa era imposible sin que alguna cámara de seguridad acabara grabándolo. Estudió cómo envenenar su comida y hacer que un camarero de los restauradores de alta cocina lo introdujera en los alimentos. Casi imposible de llevarlo a cabo sin ser descubierto.

Tres meses después tenía, por fin, maquinado un plan que consideró perfecto. Había pasado muchas noches sin dormir, garabateando ideas en cuartillas que luego quemaba para que no quedara ni rastro de sus pensamientos; fumando dos cajetillas de cigarrillos por día y durmiendo muchas menos horas de las que su cuerpo necesitaba. Pero se sentía satisfecho. El proyecto podía funcionar y, si lo hacía, sería perfecto. En trabajos como estos siempre existían riesgos, sin duda, pero creía que había estudiado con metódica profundidad todas las posibles sorpresas. Había analizado cada paso con mentalidad de jugador de ajedrez. Si muevo esta pieza, ¿qué moverá mi oponente?; si capturo el alfil, ¿dónde irá la reina?.... estaba listo para dar el jaque mate.

El seis de mayo, a las seis de la mañana, dio inicio a la operación que esperaba le llevara a la gloria. Se duchó despacio, dejando que el agua- no muy caliente- despertara cada uno de sus sentidos. Desayunó un poco más de lo normal, tranquilamente, y bebió dos tazas de café cargado. Se vistió con un traje un poco ajado, el azul de raya inglesa que tanto le gustaba, y no se puso la corbata. No debía parecer tan elegante como para llamar la atención. Disimuló la cartuchera bajo su hombro y enfundó su Beretta 92. Era un día soleado y aunque aún hacía fresco, los árboles del Parc du Getrade se habían ya llenado de hojas y los dibujos que los parterres creaban comenzaban a llenarse de colores. En otros tiempos, muy atrás en los recuerdos, había paseado por los serpenteantes caminos del parque de la mano de Aurore. Demasiado tiempo. Muy tarde para recuperarlo.

Tomó el autobús de la línea 32. Así empezaba el plan. Llevaba un paquete en su mano. Pesaba bastante. A aquella hora, el colectivo iba lleno, como cada día y exactamente como el esperaba. Era uno más que se dirigía al trabajo. El tráfico era espeso y el autobús se demoró un poco en la rue Buadelaire. Eso le inquietó. Su plan era preciso y, aunque había calculado cada paso con cierta holgura, un retraso considerable podría dar al traste con todo. Respiró aliviado cuando, por fin, el vehículo aceleró ronroneante. Notó que sus manos sudaban.

A las siete y treinta seis- seis minutos de retraso- se apeó en el lugar elegido. Era un barrio modesto. Caminó unas cuantas manzanas y llegó al lugar donde representaría el primer acto de la obra. Depositó el paquete en el suelo.

El viejo salió sin percatarse de nada. Como siempre, había aparcado su vieja furgoneta en la parcela llena de escombros que había detrás del edificio. No había ventanas en las altas paredes y unos altos muros – vestigio de un rascacielos que nunca se acabó- convertían el solar en un reducto solitario y sombrío. Ese era y no otro el motivo de haber elegido el lugar. El viejo era sólo un peón al que le había tocado en suerte perecer a favor de un plan más general que nunca llegaría a conocer. Antoine necesitaba un vehículo y tenía que robarlo en un sitio absolutamente aislado, sin testigos, sin cámaras, sin que nadie diera la pronta alarma. Le había costado muchísimo hallar el sitio perfecto pero lo encontró en el improvisado garaje del viejo. Se colocó los guantes para no dejar huellas. Se levantó el cuello del traje para pasar aún más desapercibido.

No sufrió. Lo tomó de sorpresa por detrás y quebró su cuello con una maniobra certera y rápida. El hombre quedó tendido con la boca abierta, preludio de un grito que no tuvo tiempo a emitir. Introdujo una pequeña dosis de droga en su bolsillo y frotó algo de ella en su boca. Tardarían en darle por desaparecido y cuando lo hicieran, días después, achacarían el asesinato a un asunto de drogas. Uno más de los cientos que ocurrían en la ciudad. Cubrió el cuerpo con algunos cartones y disimuló el escenario con algunos escombros procurando no mancharse. Apenas diez minutos después, Antoine Bellancourt conducía- siempre con los guantes puestos- la furgoneta por la rue de la Liberté, perdido entre decenas de coches apresurados. El paquete estaba pegado al asiento del copiloto con cinta aislante y unos cables conectaban el dispositivo con la llave de contacto.

Le entraron los nervios a las diez menos cuarto. El camarero del bar le sirvió un café y un croissant. Se sentó en una de las mesas junto a la ventana desde donde podía ver con toda claridad la furgoneta aparcada en el lado izquierdo de la Avenue Ney, a unos cien metros de la entrada a las oficinas de Auguste Mont de la Panne. Sus ruedas giradas con un ángulo muy determinado que sólo Bellancourt conocía. Fingió leer el diario pero su mirada permanecía fija en la calle por donde circulaban todo tipo de vehículos. Seguir a su víctima hubiera sido imposible dado que variaba sus itinerarios pero, cualquiera que hoy hubiese tomado, sabía que acabaría en aquella avenida en unos pocos minutos más. El bar estaba bastante lleno y eso era bueno. Él era un parroquiano más, tomándose sólo un desayuno tardío. Como los demás. Faltaban dos minutos. Introdujo su mano en el bolsillo derecho y palpó el dispositivo de radio. Desarmó el seguro sin sacar la mano. La maniobra le salió a la perfección. La había ensayado decenas de veces.

Una berlina negra apareció al final de la avenida. El momento se acercaba. Antoine Bellancourt sintió que su corazón se desbocaba y apretó el pie contra el suelo para tranquilizarse, una técnica que había aprendido en sus primeros trabajos. Justo cuando el coche del millonario se aproximaba, Bellancourt pulsó el botón. La señal de radio voló instantáneamente y la furgoneta aparcada arrancó de súbito. Con sus ruedas colocadas para que describiera una curva cerrada y la dirección bloqueada, la camioneta giró exactamente contra el automóvil de Monsieur Mont de la Panne, con una precisión que sorprendió incluso al asesino a pesar de que lo había ensayado cientos de veces. La trayectoria fue perfecta y ambos vehículos colisionaron violentamente. En el mismo instante, el explosivo atado al asiento estalló y en pocos segundos todo había terminado. Bellancourt fingió, como todos los clientes del bar, pavor y asombro. Gritó y corrió hacia la puerta para ver lo sucedido. El ambiente se llenó de humo negro, de gritos y de sirenas que ululaban en las calles vecinas. Unos minutos después la mayoría de personas se dispersaron, animados incluso por los policías que acordonaron la zona y que no deseaban ser importunados en sus pesquisas.

Los periódicos se hicieron eco ampliamente de la noticia y durante unas semanas informaron de los avances de la policía. Eran escasos. Se había determinado la clase de explosivo, que se había utilizado un sistema de control remoto que podía haber sido activado desde cualquier lugar en cuatrocientos metros a la redonda, habían encontrado al viejo propietario de la furgoneta y deducido que estaba metido en el negocio de las drogas. Se interrogó a los dueños de los establecimientos cercanos sin éxito. Había sido una mañana normal con cientos de clientes normales, ninguno de los cuales hizo nada extraño. Huellas, ninguna. Pistas, ninguna. Ofrecieron una recompensa sustanciosa al que ofreciera alguna información y los familiares del fallecido fueron investigados porque la prensa más rosa aireó que todos ellos deseaban heredar ansiosamente. No localizaron a ningún delincuente que hubiese cambiado de hábitos o que súbitamente manejara más dinero. Nadie había sido pagado por el asesinato. Dos célebres inspectores fueron puestos al mando de la operación y, aunque prometieron resultados, se estrellaron contra la nada.

Antoine Ballancourt se levantó de la butaca y miró hacia la calle. Los edificios se cubrían de cuadraditos iluminados en cada uno de los cuales se movían sombras inquietas. Continuaba lloviendo aunque ahora lo hacía suavemente, una sirimiri fino y cansino que apenas se notaba. Habían pasado cinco años. El caso Mont de Panne había quedado irresuelto y, tras muchas pesquisas, la policía había archivado el caso. Había cometido el crimen perfecto. Lo había conseguido. Su plan constituía un modelo que podría ser admirado por generaciones. Pero Bellancourt se sentía triste. No era ese su objetivo. Sólo él conocía los hechos y nadie admiraba su inteligencia, su plan metódico, su excelente planificación. Se sentía vacío sin el halago merecido con el que siempre había soñado. Durante unos minutos rememoró los acontecimientos y volvió a admirarse de sus propios meritos. Lástima que nadie los conociera. No, no había cumplido su objetivo. Así, no saldría del anonimato.

El policía de guardia de la estación 67 de la Gendarmerie se sorprendió cuando un individuo entró calado hasta los huesos, murmurando para sí y haciendo aspavientos . Lo tomó por loco cuando se dijo culpable del asesinato de Auguste Mont de la Panne y reclamó que le esposaran y que llamaran a los periodistas. El agente hizo que le expulsaran de la comisaría sin contemplaciones.



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