5/2/10

El dios de Armani



Cada semana – los jueves, a fuerza de ser precisos- quedo con mis amigas para almorzar en el centro. Salimos petadas de la oficina en cuanto suena la una y regresamos a las tres menos uno, que es la hora límite para fichar. Hoy es jueves y son las siete, pero aún no he regresado al trabajo.

Ha sido un arrebato, lo reconozco. Uno de esos tontos subidones de hormonas. Será por la primavera. O porque las sábanas se tornan cada vez más frías y ya no se percibe apenas el aroma del Man’s Spezias que él usaba. O porque lo bello hay que saber apreciarlo allá donde una lo encuentre. Quizá porque el gin tonic estaba demasiado cargado. Mira, yo qué sé. Me da lo mismo. Qué caramba. Firmo la declaración y corro a casa, me tomo dos aspirinas y me meto en la cama para olvidar este día.

Ya se lo he explicado al inspector. He comido con Margot, Julie, Susan y Pat que, por cierto, estaba insoportable con lo de su divorcio. Que si quiere volver, que si es mejor volver a intentarlo, que sabe que Ronny aún la quiere. Nos ha dado el sushi. Y es que se han empeñado en comer en el japonés de la sexta con la treinta y seis. A mí, la verdad, no me hace tilín el sentarse en el suelo, comer pescado crudo y aclararse la garganta con licor de arroz. Mira, ahora que lo pienso, quizá todo haya sido culpa del sake ese. Sí, eso lo voy a añadir a la declaración. Un atenuante, seguro.

Bueno, el caso es que nos hemos comido el sushi, el futomaki y otras cosas de nombres impronunciables mientras poníamos a caldo a nuestros jefes que, como es bien sabido, son perversos por el sólo hecho de serlo. Para cuando nos hemos dado cuenta eran las dos y media, así que hemos pagado a todo correr, les he dado un beso a todas y he corrido al metro, a ver si pillaba el de menos cuarto.

Le he visto entonces. Una visión de esas que te alegra el día, de cuadro de Botticelli, de anuncio de calzoncillos ceñidos, de calendario de bomberos. Estaba en el andén, distraído, con unos auriculares chiquitines en las orejas. Qué orejas, por cierto. Es lo primero en que me he fijado. Tentadoras. Llamando a ser mordisqueadas en una cama revuelta de amores.

Y todo lo demás no le iba a la zaga. Camisa de Armani y pantalones bien planchados. Zapatos de ante, marrones. Cinturón de Gucci de esos con hebilla de dos palmos. Y un trasero que estaba llamando a ser admirado. He tenido ganas de correr al aeropuerto, pedir prestado uno de esos escáneres de cuerpo entero que hay ahora y hacerle pasar al hombre un par de veces. Más que nada para comprobar que lo que imaginaba estaba realmente allí. Le he mirado. Me ha mirado. Le he vuelto a mirar. Me ha vuelto a mirar y en ese instante – y este ha sido el momento clave como le he contado al inspector- me ha sonreído el muy diablillo. No lo he podido resistir. Me he acercado y, ¡plaf!, las dos manos en el trasero. Ha sido un impulso. Inevitable. Nunca me había pasado una cosa de estas. Se las he puesto bien puestas y estaban como imantadas. No las podía soltar.

El tipo se lo ha tomado mal. O quizá ha sido tanta la sorpresa para él que no ha sabido cómo reaccionar. Ha gritado un ¡quién se cree que soy, señorita! y se ha retirado haciendo aspavientos mientras unos doscientos ojos me miraban y unas cien bocas se sonreían.

Ha sido mala suerte. Quién iba a pensar que justo al lado iba a estar uno de esos policías de paisano que vigilan los andenes. Me ha cogido del brazo y ha llamado por señas al dios vestido de Armani. El comisario lo ha calificado de acoso indecoroso en vía pública, el muy culipedorro. ¿Quiere poner una denuncia? le ha preguntado. El otro ha balbuceado algo ininteligible pero el inspector ha pensado que era mejor aclararlo en privado.

Total, que me han llevado a la comisaría. Nada grave, me aseguran. El dios se ha marchado enseguida. No ha puesto una denuncia ni nada. Ha dicho que no tenía importancia, que sólo ha sido la sorpresa, que incluso se sentía halagado, que eso no les pasa a los tíos. Me ha sonreído. Le he sonreído. Me ha deseado suerte y se ha despedido con un “nos vemos”. Le han dado unas palmadas en el hombro al salir como si saludaran a uno de esos quarterbacks que acaba de hacer ensayo. Luego ha habido que hacer un papeleo, me han escaneado las huellas de los dedos y un par de fotos. Me han hecho soplar en el alcoholímetro y, claro, entre el sake y el gin tonic la agujita ha marcado más que mucho. Así que me han hecho quedarme un rato acá hasta que el chisme ese marque otro numerito. Han pasado ya diez imbéciles por delante con cara de becerros en celo y neuronas llenas de testosterona.

Antes me han dejado sola un rato y he leído el acta. Sin cargos. Estaba el nombre del dios de Armani. John. Y su teléfono. Lo he apuntado. Luego, cuando salga, le voy a llamar. Quién sabe lo que trama el destino.






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