18/12/10

Esperando en la estación

Siempre me han gustado las estaciones de tren. No sé, quizá por los recuerdos infantiles de cuando iba a visitar a mis tíos. Me evocan largas tardes envuelto en el humo de la locomotora, merendando bollos con jamón de york, fiambreras con tortillas frías y juegos de las escondidas sobre el traqueteo constante del vagón.

Ahora, los trenes ya no echan humo ni se bambolean como si fuesen a desencajarse de un momento a otro. Pero el otro día, cuando te esperaba, volví a sentir la misma vida dulce que cuando era niño. Hacía un frío que helaba los charcos y obligaba a las gentes a protegerse en la garita. No me importó. Bajé al andén y te esperé. Quería estar a pie de puerta cuando llegaras. El andén tenía adornos navideños . Las agujas del reloj grandote caminaban despacio. El tiempo permanecía helado, como la noche llena de aguanieve. Por fin, lejos, un reflejo en las catenarias, un brillo en un raíl lejano y, finalmente, un gran foco redondo y amarillo. Como cuando el sol trae la mañana, así aquella luz me acercaba mi dicha. Freno la locomotora bajo el chirrido estridente de los frenos y quedé frente al vagón. No aparecías. Decenas de pasajeros se apeaban arrastrando sus maletas, poniéndose sus guantes y subiéndose el cuello del gabán. Sus bocas expelían pequeñas nubecillas de aliento que el frío de la noche congelaba en millones de gotitas. No te veía. Miraba frenéticamente a un lado y a otro sin verte, esquiando entre las personas que se cruzaban conmigo caminando hacia el abrigo de la estación. Qué inquietud hasta que apareciste, sonriente, con un pitillo recién encendido, buscándome con tus ojos como yo te buscaba con los míos. Luego, todo se hizo bueno.

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