8/8/11

Sobremesas de poesía


El día era precioso. El cielo azul cobalto, el campo enjaezado de mil verdes brillantes, bandadas de pájaros revoloteando en las ramas, mariposas tornasoladas aleteando en el jardín, un sol cálido pero amable, rizos inquietos en las aguas del pantano, la brisa acariciando tu cabello. O sea, concretando, el mundo vestido de gala para cumplimentarte porque el mundo sabe cuándo debe envolvernos con galantería y campánulas, porque seguramente el cosmos está conjurado contigo para crear días mágicos. Quizá sólo nos faltaba el sonido lejano de un acorde de guitarra.

Me gustas con el cabello recogido en coleta, tus gafas de sol sobre la cabeza, tu jersey anudado sobre los hombros, tu bolso en bandolera- siempre lleno de cositas y pequeños secretos-, tu mirada vivaracha a veces, profunda otras, interesante siempre, engarzada en la mía. Me gusta almorzar contigo sin esperarlo, sin planearlo, un día al azar, saborear juntos las alcachofas que siempre eliges de primero y el cabrito asado recién salido del horno, untar el pan a dúo en el azafate, compartir las copas de vino blanco y un gin tonic a medias. Me gusta que las sobremesas nos encuentren sentados en sillas de mimbre que juntamos muy cerca para que podamos enlazar las manos y tentar nuestras rodillas, para que fingiendo recoger una moneda del suelo, pueda acariciar la silueta de tus pies deseados. Me gusta verte encender un cigarrillo y cómo el humo crea volutas azuladas en torno a tu rostro. Me gusta, me honra, que nos llamen pareja, buena pareja además.

El tiempo transcurre tan deprisa en esas ocasiones que apenas hemos comenzado a charlar, está casi anocheciendo y no entiendo cómo el sol ha recorrido todo su camino en la bóveda y cómo las aves están ya buscando el cobijo del nido sin que yo me haya percatado de nada excepto de lo que me cuentas, de la preciosidad de tu carita y del tiento de tu piel.

Todo lo que dices siempre me es sustancial. Cuando tú me cuentas, un embrujo invisible se adueña de mi memoria y logra que recuerde cada palabra tuya, cada entonación, cada matiz. Yo, que siempre he sido de retentiva débil, me transformo con tu voz, con tus reflexiones, con tus preocupaciones, con tus sueños, y me quedo absorto mirándote y escuchándote.

Miraste al jardín, como si buscaras las palabras adecuadas entre las frondas y los parterres de geranios y azaleas. Exhalaste una caracola de humo, pintada de índigo y me miraste fijamente. Luego, como si te turbara el rubor, bajaste la mirada y hablaste en poesía:

- ¿Sabes? Sé que podría vivir contigo y me gustaría haber tenido un hijo juntos.

El universo entero palpitó por nosotros. Y yo quedé conmovido de emoción.

 

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