1/3/12

Lugares con encanto




No está claro qué es lo que hace hermoso a un lugar, qué es lo que lo graba en nuestras neuronas de forma indeleble como si fuese una obra de arte, lo que le otorga ese arco iris de sentimientos que siempre permanecen. Uno puede visitar el navío de mármol del Palacio de Verano, la campana rota de la Plaza roja, la Plaka al pie del Partenón o el gran canal repleto de góndolas y acordarse sólo vagamente de su belleza, de lo que sentimos cuando caminamos por allá, del porqué de la visita. Sin embargo, de pronto, un pequeño paraje, o un camino anónimo, o un hotel de autopista pueden convertirse en el recuerdo tierno e imborrable que dura eternamente.
Me gusta salir a la buena ventura contigo, sin saber dónde dormiremos o cenaremos, sin preocuparme de la hora en que llegaremos al destino, siquiera de cuál es el destino.
Salimos tarde, lo recuerdo, y la tarde se fue apagando mientras hablábamos – siempre es tan amena tu conversación, siempre aprendo tantas cosas en lo que cuentas-; el cielo estaba especialmente repleto de estrellas, más de las que nunca habíamos visto antes. Habrá explicaciones que echen mano de la calma de la noche, del aire estable sin cambios de temperatura, del anticiclón que barría la calima, de la luna ausente que hacía más oscura la oscuridad. Yo sé que todo eso son explicaciones falsas, que en realidad hay un plan celeste para engalanar el mundo cuando tú estás conmigo, intentando fútilmente imitar tu belleza.
Las líneas blancas de la carretera se estiraban más allá de los faros del vehículo, mi mano siempre en la tuya, la otra en el volante, tu voz en mis oídos, tu perfume en el habitáculo. ¿Dónde paramos?- dije; Qué más da, ya veremos- dijiste. Nos perdimos y fue una alegría poder estar aún más tiempo contigo recorriendo la vida.
Nos detuvimos en un hotel al borde del camino, uno de esos pertenecientes a una cadena económica multinacional, en que paran comerciales con maletín cansados de tocar puertas y no vender nada, camioneros a los que el tacógrafo les obliga a estacionarse, parejas que se escapan de las miradas enjuiciadoras. Seguramente, el establecimiento no aparece en las guías de resorts con encanto, ni tiene un restaurante con esmerada carta francesa, ni su bodega de vino destaca por lo selecto y variado de sus caldos. Hoy, miro el folleto del hotel y el pequeño comedor de jardín, aunque digno, no destaca ni por su menú ni por su imagen. Pero, ¿sabes?, el universo estaba bello a través del ventanal de la terraza, con la catedral iluminada muy al fondo, las estrellas titilando, el murmullo de los insectos de la noche, una Cruz Campo en tus labios, un periódico compartido en la mesa mientras esperábamos el plato de carne, confidencias tiernas y miradas enlazadas.
Hoy, miro el folleto del hotel y las habitaciones se ven normalitas, decoradas de forma sencilla y funcional, incluso con algún desconchón que otro. Por eso, me asombro tanto de que cuando allí estuvimos, tras la cena, tras apurar el cigarrillo, tras el buenas noches del camarero, entramos en una habitación que me pareció palaciega, donde creí escuchar música de piano, donde las sábanas eran suaves y sensuales, con candelabros de diamantes y perlas, entorchados de oro, aromas de jazmín, donde el lecho nos llamaba a la pasión. Recuerdo que se me antojó el lugar más hermoso del cosmos cuando me perdí en el paraíso de tu piel desnuda y la ternura de tus caricias.


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