13/6/12

La deuda






Teresa Bárcenas se sobresaltó al sentir el soniquete del móvil. Se había quedado dormida en la única silla de la habitación, intentando que sus huesos no sufrieran demasiado mientras intentaba reposar por tercera noche consecutiva junto a la cama donde Aurelio, su padre, combatía un tumor terminal. Los médicos ya les habían avisado de lo que se avecinaba. El anciano, industrial de éxito en el sector de la madera, había sido siempre un hombre de carácter, vehemente y amante de la verdad por muy dura que esta fuera. Aunque al inicio de su enfermedad su hija había intentado evitarle la noticia con mentiras piadosas- que si el cansancio que le abatía era sólo fruto de un mal dormir, que si la asfixia que le atenazaba al caminar era debido al polen estacional-, pronto había exigido que se le diera a conocer la verdad. Lo hubo de hacer el doctor Magales, viejo conocido de la familia, que conocedor de la filosofía de vida de Aurelio, le desgranó con detalle el futuro previsible mientras Teresa intentaba contener los sollozos que la asaltaban. El hombre recibió la noticia con aparente frialdad, con esa solidez con que sólo las personas muy curtidas por la vida enfrentan la desgracia. Pidió detalles y estableció un calendario de tareas que llevó a cabo con minuciosa exactitud, desde la revisión concienzuda del testamento a la planificación acerca de la continuidad de su empresa.

- Quiero que mis nietos hagan crecer el negocio, Teresa. Prométemelo.- le había dicho una tarde de lluvia otoñal en el que las hojas jugueteaban al gato y al ratón con el aire inquieto que llegaba de las montañas. Y esta le había dicho que sí, que lo seguirían aun cuando Iván, el único hijo de esta, sólo contaba con ocho años de edad.

La empresa era importante para Aurelio Bárcenas. Le había dedicado mucho esfuerzo, mucha atención y total pasión durante casi cincuenta años. No la descuidó siquiera cuando rompió con Antonio Pellicer, su socio de siempre y amigo íntimo hasta que sus relaciones quedaron rotas de manera brutal, súbita e irreparable en el verano del sesenta y cinco. Teresa no había nacido aún pero, muchos años después cuando ya era una mujer casada y capaz de entender los avatares de la vida, Amelia, la criada que les había servido toda la vida y que era como una madre para ella, le había contado los acontecimientos que llevaron a la ruptura.

Bárcenas fue siempre el trabajador, el organizador, el que lograba que los pedidos se sirvieran en fecha y que los operarios cumplieran el horario. Pellicer era el seductor, el comercial que encandilaba a los clientes con su simpatía, sus modales cosmopolitas y su inagotable reserva de divertidas anécdotas. Como Laurel y Hardy, la unión de ambos conformaba un equipo ganador. Un conjunto engrasado y eficaz que hubiese sido indestructible si no llega a cruzarse en el camino una mujer, una razón por otra parte de lo más vulgar en la historia universal de los desencuentros. Quiso el azar que Aurelio se enamorara perdidamente de una mujer de belleza hechizante, ojos negros tan penetrantes como una noche cálida llena de estrellas, labios carnosos, cabello suave y cara redonda pero sensual. Se llamaba Matilde y era tan inteligente como bella. Aurelio la había conocido en un viaje a Portugal, en uno de los pocos periodos vacacionales que se había permitido en aquellos años. Por aquel entonces, él era un joven apuesto y dispuesto a comerse el mundo. Se encaprichó de ella casi nada más conocerla en una cena que el consulado dio en Lisboa. La fortuna hizo que les tocara sentarse juntos en una mesa, con otros ocho comensales de los que Bárcenas nunca recordó ni caras ni nombres, tan ensimismado quedó con Matilde. Aurelio desplegó todos los ridículos rituales de pavo real que los hombres ejecutan cuando se vuelven locos por una mujer. De lo que había ocurrido en la costa lusa, Amelia conocía poco pero sí le contó a Teresa que regresaron a España siendo ya novios formales, felices y enamorados. Se dejaban ver por los cines y restaurantes de la ciudad tomados del brazo, embelesados el uno en el otro y riendo como si la vida les fuera en ello. Apenas ocho o nueve meses después se casaron en la catedral y no se escatimó gasto alguno. El padrino del novio fue, como no podía ser de otra manera, Pellicer que brindó en el banquete por la felicidad de la pareja y porque fuesen bendecidos con muchos hijos. Ella le dio un beso en la mejilla y aseguró a su recién esposado marido que le encantaba la vivacidad de su amigo. Es lógico, le dijo, que la empresa fuera tan bien, que eran una pareja cautivadora.

Todo parecía ir bien entre Bárcenas y Matilde. Por las tardes, Aurelio regresaba a casa con un paquetito de pastas, o un clavel envuelto en papel de plata, a veces con buñuelos calientes. La mimaba y ella dejaba que él lo hiciera. Era un marido enamorado y ella una esposa que bendecía su dicha.

Pero hacia la primavera, algo nunca totalmente aclarado debió de suceder con Pellicer. Este, con su sonrisa encantadora, su imagen de bohemio parisino y su locuacidad educada se convirtió en un asiduo visitante de Matilde durante las largas jornadas de trabajo de su socio. Un día, se decía, él debió propasarse o intentó hacerlo. Quizá fuera sólo un juego, un querer robar un beso adúltero, un divertimento de seducción que se le fue de las manos, un malentendido. Lo que de verdad ocurrió quedó en aquella alcoba pero Amelia recordaba cómo Pellicer llegó una tarde y se encontró con Aurelio, enrojecido de ira. Se encerraron en el despacho del primer piso. Gritaban y en algún momento de la disputa debieron lanzarse objetos a la cabeza a juzgar por los golpes que escuchó y el estado en que quedó la habitación una vez que Antonio marchó de la casa, para no volver. Pocos dudaron de lo representado en la escena. Pellicer había traicionado la amistad, la honra y la lealtad de su amigo al intentar conquistar a su esposa. El sólo intento del socio era suficiente para desterrarlo para siempre de sus vidas. El nombre de Pellicer quedó proscrito, nunca más contactaron con él ni este reclamó la parte que le correspondía del negocio común. Una historia que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de los millones de cuitas amorosas que han existido desde que el mundo es mundo. Como la vieja criada repetía a menudo, el amor o te explota o te vuelve idiota y, en ocasiones, hace ambas cosas a la vez.

A nadie convenía un escándalo, de modo que se echó tierra sobre el asunto. Nada había finalmente acaecido y el mal amigo había sido desenmascarado y expulsado al olvido. Las cosas se calmaron definitivamente a las pocas semanas cuando ella anunció que estaba embarazada de Teresa. La vida estable y previsible volvió a su ser.

El matrimonio había sido feliz hasta donde todos sabían. Después del incidente se mostraron mucho más recatados y la exuberancia de mimos dejo paso a la conversación relajada y las formas educadas. Aurelio nunca más trajo pastelitos o flores pero siguió llegando puntual al hogar cada día, sin jamás dar pie a ninguna habladuría. Una pareja tradicional, conservadora en las formas, que sólo engendró una hembra como descendencia, moderadamente religiosa, frugal en el comer y amante de las vacaciones en San Sebastián, a donde se desplazaban cada tres de julio con una exactitud prusiana.

Por eso, cuando Teresa vio que el móvil de su padre rinrineaba y que en la pantallita aparecía el nombre de A.Pellicer, se quedó aturdida. Que este hombre, al que ella sólo conocía de oídas, el traidor a sus padres, apareciera de pronto era impensable. Que su nombre, el del ser que todos decían era un enemigo irreconciliable, estuviese grabado en la memoria del teléfono de su padre era incomprensible. Si estaba memorizado es que Aurelio lo utilizaba, que no era una mera coincidencia. En contra de lo que ella siempre había imaginado, su padre, que ahora dormitaba medio anestesiado por los calmantes en la cama, no había roto del todo con Pellicer. Quedó tan confusa que no respondió y el sonido cesó a los pocos segundos. Aún estaba reflexionando sobre ello cuando volvió a tintinear. Quienquiera que llamara, insistía y Teresa supo que debía contestar.

- Dígame- susurró, confiando en que todo fuera una casualidad. Al fin y al cabo muchas personas deben compartir el nombre de Antonio Pellicer.

- Buenas noches, – la voz titubeó- usted debe ser Teresa, ¿verdad?

- ¿Quién llama? ¿Cómo conoce mi nombre? – respondió ella.

- Siento si la he molestado. Sé que no son horas. Mi nombre es Pellicer, Antonio Pellicer y necesito ver a su padre. Él me lo ha pedido. Le conozco desde hace muchos años.

El hombre debió de decir algunas frases más de cortesía, las habituales cuando uno se presenta a un desconocido, pero Teresa apenas las escuchó. Su mente rebuscó en lo más hondo todo lo que recordaba de Pellicer pero no encontró mucho más de lo que la criada le había contado. Amigo, desde luego, no lo era. Siempre había escuchado decir que Antonio no era persona grata en la casa. Su padre nunca lo mentaba incluso cuando ella, de niña, le había preguntado por él tras escuchar los cuentos de Amelia. Por lo que respectaba a su madre, se le arrugaba el ceño y se le quebraba la voz cuando alguna vez se había hablado de él, siempre de pasada, como si la sola alusión a su existencia la pusiera nerviosa. Y, sin embargo, la voz que hablaba al otro lado del aparato decía que su padre le había reclamado a su lado. Debía ser una patraña, probablemente la burda venganza final de un desalmado que deseaba desquitarse ante un moribundo por haber perdido la parte de su empresa.

- Creo que no le conozco – contestó Teresa, sobreponiéndose a la sorpresa.

- Lo sé, lo sé. Lo podremos hacer en el futuro. Lo deseo tanto como estoy obligado a hablar con Aurelio- dijo el hombre- pero ahora me temo que no tenemos mucho tiempo y necesito ver urgentemente a su padre.

- Lamento decirle que esto no va a ser posible. Desgraciadamente, mi padre…

- Sé su situación. Sé de su enfermedad y de su gravedad. Él mismo me llamó hace unos días para contármelo. Creo que me dijo que aprovechaba el ratito que usted bajaba a la cafetería para desayunar. Me ha pedido verle lo antes posible. He estado de viaje y acabo de llegar a la ciudad. Me gustaría pasarme por el hospital a primerísima hora de la mañana si a usted no le inoportuna.

- Por favor, no bromee conmigo. No le conozco y no creo que merezca esto de usted. Sé que es enemigo de mi padre, que le traicionó, que él le sacó de su vida para siempre. Quizá fue injustamente, no puedo saberlo, pero eso no le da derecho a burlarse de su situación- la voz de Teresa se nubló con un incipiente llanto.

- Por favor, por favor, no cuelgue. No es lo que usted piensa – replicó Pellicer- No será largo. Él me necesita ahora.

- No vuelva a llamar, señor Pellicer. No sé qué se propone ni a qué viene esta locura. Mi padre no quiere ni puede hablar con usted.

- Se lo ruego Teresa- casi suplicó el hombre y ella se percató de que a él también la congoja y el llanto le envolvían-, se lo ruego. Serán unos pocos minutos. Usted no me conoce. No sé qué ha oído de mí en estos años pero le aseguro que no es cierto. Su padre y yo hemos mantenido el contacto durante toda la vida y ahora debo cumplir una promesa que le hice.

- Por Dios, déjenos en paz. Voy a colgar y espero que no vuelva a llamarme.

- Teresa- el hombre hizo un último esfuerzo, ya con la voz quebrada- ¿no se ha preguntado nunca cómo es que yo nunca reclamé nada de la empresa si era un traidor a Aurelio? ¿Cómo es posible alguien le ponga puente de plata a su enemigo?

Teresa pensó en ello mientras mantenía el celular en su mano. Lo que aquel desconocido afirmaba era del todo lógico. Hasta entonces no se había nunca detenido a pensar en las historias que le contaba Amelia ni le preocupaba lo que había sucedido antes de que ella naciera. Eran historias viejas de familia que a ella no le importaban en absoluto sino fuera como cotilleos de los que reírse. Pero lo que Pellicer decía era verdad. Parte de su fortuna era debida, sin duda, a que el otro socio nunca había reclamado nada, ni cuando la empresa era joven ni cuando llegó a ser una de las más importantes en su sector.

- Por favor- volvió a suplicar el hombre- serán sólo unos minutos.

- De acuerdo, señor Pellicer. Puede venir al amanecer. A esa hora mi padre suele estar sereno, tras el descanso de la noche. A las siete llegan las enfermeras para tomarle las constantes y reponerle el calmante. Si es usted capaz de venir para las seis nadie nos molestará.

Teresa confiaba en que la intempestiva hora que proponía a su interlocutor hiciera que este desistiera. Esperaba que él pusiera la más mínima objeción para cortar la charla por lo sano. Pero eso no ocurrió.

- A las seis en punto. Gracias con toda mi alma.

Una ligera neblina se enredaba entre las ramas desnudas de los olmos en el parque que rodeaba la clínica. El otoño estaba resultando frío y los árboles se habían quedado inertes antes de lo habitual. Los gorriones comenzaban a piar entre la luz difusa y aún débil del amanecer y saltaban junto a la fuente en busca de alguna migaja de pan. Un par de hombres, acelerando el paso y protegiendo sus manos en los bolsillos de los gabanes, se apresuraban hacia el trabajo.

Pellicer caminó despacio por el sendero que rodeaba el estanque hasta la puerta principal. Habían quedado a las seis y no quería ni demorarse ni adelantarse. Si le hubiesen mirado, cualquiera hubiera pensado que era un loco escapado del hospital por su mirada ausente y sus ojos llorosos. Parecía un hombre derrotado y sin embargo nunca había tenido tanta determinación como la que le animaba en aquel amanecer.

Preguntó por el número de habitación en la recepción. Fue una fortuna que la enfermera estuviera ensimismada en el último número de una revista de modas porque de otro modo quizá le hubiera dicho que aún no se admitían visitas. Pero la suerte le acompañó y tras un breve vistazo al registro de entradas le indicó como llegar al cuarto de Aurelio Bárcenas. Subió despacio las escaleras hasta la segunda planta. Titubeó antes de entrar pero sólo por un instante. Tocó dos veces en la puerta por cortesía y entró.

Aurelio estaba despierto, con el respaldo levantado de modo que aparecía sentado. Tenía buen aspecto, dadas las circunstancias. Como su hija le había adelantado por teléfono era el mejor momento del día, cuando más sereno y menos acosado por la enfermedad se hallaba. Ella permanecía de pie y no se sorprendió cuando entró. Sin duda, le habría visto llegar desde la ventana. Eso sí, le observó con curiosidad profunda, absorbiendo su figura, sus rasgos, su forma de presentarse en apenas unos segundos, conformando en su mente la imagen real del hombre del que había oído hablar pero que nunca había conocido, el fantasma de la historia familiar que ahora se presentaba de sopetón para sacudir sus ideas preconcebidas.

- Buenos días, Aurelio. He venido en cuanto he podido. Tu hija ha tenido la enorme amabilidad de permitirme visitarte, tal como me pediste.

Bárcenas le sonrió y, en ese instante, Teresa tuvo la certeza de que aquellos hombres, en contra de todo lo que hasta entonces suponía, no eran enemigos. A su padre se le iluminó la cara, y sin decirlo mostró gratitud y alegría.

- Gracias por venir, Antonio- respondió, mientras le tendía la mano en señal de bienvenida- sabía que no me fallarías.

Pellicer se le acercó y apretó su mano, no como lo hacen los caballeros en un saludo convencional sino como un padre coge la mano de su hijo o un enfermo se aferra a su médico. Un saludo que era más una caricia, un apoyo, una necesidad.

Quedaron callados, mirándose, por unos instantes.

- Eres un testarudo- sonrió Antonio-. Habíamos acordado que yo la palmaría primero. Nunca has sabido cumplir tus promesas.

- Uno no cambia cuando se hace viejo. En todo caso, se vuelve aún más cabezón.

Pellicer saludó entonces a Teresa. Se le quedó mirando como si se hallara por primera vez en su vida ante una obra de arte colgada en un museo, con esa expresión que muchos ponen cuando no pueden creer que algo sea tan hermoso, tan bien conseguido.

- Tendremos que conocernos algún día- dijo por fin Antonio.

- Lo haréis, lo haréis- asintió Bárcenas mientras miraba a su hija.

Comentaron durante unos minutos lo hermosa que estaba la mañana, el regreso apresurado de Pellicer que había tenido la suerte de coger una conexión imposible en la estación central y de algunos hechos insustanciales que sólo buscaban retrasar el momento que ambos hombres esperaban. Fue Aurelio quien cortó:

- Teresa, por favor, hija. Necesito hablar a solas con Antonio. No será largo. Pero tiene que ser a solas. Cosas viejas que debemos decirnos.

- Pero, papá….- protestó ella.

- Por favor, hija.

Teresa dudó pero al fin enfiló sus pasos hacia la puerta mientras decía:

- Estaré en el pasillo. Para cualquier cosa, me llamas o pulsas el timbre.

- Tranquila, querida. Enseguida te llamo.

Salió y, aunque su razón le pedía dejar la puerta entornada para saber qué ocurría dentro, su corazón le indicó que debía cerrarla. Así lo hizo.

- Otra vez, gracias por venir. Sé lo difícil que resulta- dijo Bárcenas- aunque estás obligado. Lo agradezco, pero también te lo exijo.

- ¿Estás seguro?- preguntó el otro.

- Totalmente.

- No me hagas esto, Aurelio.

- Me debes una, lo sabes. Y nunca te la hubiera reclamado si toda esta mierda no fuera irreversible.

- Nunca se sabe eso. La esperanza es lo último que se pierde.

- No digas gilipolleces, Antonio. Esto se acaba y el final será duro si no cumples tu promesa. Lo sé yo y lo sabes tú. Lo sabe Teresa y lo sabe el médico.

- Y Matilde que te espera.

- Te espera a ti, lo sabes.

Ambos hombres quedaron callados. Mucho tiempo, quizá un par de minutos tensos en que la luz de la mañana se hizo más intensa como si quisiera iluminar el momento para que algún pintor invisible se inspirara.

- No lo voy a hacer. No puedo. No puedes pedírmelo- dijo bruscamente Antonio mientras se separaba de su amigo y perdía su mirada en la ventana.

- Me lo debes. Lo juraste.

- Fue un juramento imbécil, injusto. No es posible. Es cruel que me lo pidas y no lo voy a hacer. Pídeselo al doctor o a tu hija.

- A tu hija no puedo pedírselo- contestó serio Bárcenas, recalcando con la voz su “tu”, contrario al “tu” del otro..

- No puedo, Aurelio. Es imposible- se echó a llorar.

- Podrás.

- No, no podré

- Me lo juraste. Dijiste que pagarías tu deuda cuando yo lo necesitara, por difícil que fuera.

- Ya lo he hecho, ya lo he hecho. Te quedaste con la fábrica. Ya he pagado.

- Sabes que no, Aurelio. Y además, en mi testamente tienes una parte para ti, así lo he dispuesto. Lo juraste. Se lo juraste a Matilde y me lo juraste a mí. Siempre dijiste que la amaste y ella te amó al menos tanto como a mí. Por ella, hazlo. Y se lo debes a Teresa.

- No la conozco. Es una desconocida para mí.

- Algún día habrás de explicárselo todo. Cuando me hayas ayudado.

- Estás loco. No puedo. Te aprovechaste de mí para que jurara un absurdo. Sabes lo que he penado estos años, lo que sufrí al dejar a Matilde, no sabes lo que he llorado por haberte fallado, por haberte traicionado y sobre todo, por haberla condenado a ella a algo que nunca debió suceder. Es suficiente, no me pidas más, por favor.

- No tengo alternativa, Antonio. El cáncer está muy avanzado y si soporto todavía los días es por el opio que me meten por las venas. No quiero agonizar así, no puedo acabar así. Tengo que terminar ahora, cuando aún soy persona, cuando puedo decidir lo que soy, lo que deseo y lo que quiero dejar.

- No puedo- casi resultó inaudible la queja de Antonio.

- Mira, aunque juraste resarcirme por la traición al haber dejado embarazada a Matilde, por haberme robado su amor, por haber tenido que ocultar toda mi vida que mi hija es tu hija, jamás te lo pediría si no me fuera la vida en ello- rió al darse cuenta de la contradicción de sus palabras-. Sabes lo que amaba a Matilde desde que se enamoró de mí en Portugal. Aquellos meses fueron las mejores de mi vida. Le prometí mil veces mi amor y ella me prometió el suyo. Sí, ya sé que fue un amor loco, algo increíble. Se piensa que a simple vista uno no puede quedar seducido hasta el punto de saber exactamente que eso es lo que desea para el resto de su vida. Pero a mí me ocurrió. Estaba loco por ella. De hecho, siempre lo estuve. Era un esposo más feliz que un novio primerizo, la rutina no mermaba ni un ápice lo que la amaba. Estaba dichoso de mí, de mi felicidad y no tenía sino ansias de contártelo, de que te alegraras conmigo. Cuando nos casamos yo estuve orgulloso de presentártela, de que me abrazaras en mi dicha, de que fueras mi padrino. Pero ya sabes cómo me lo pagaste. Y ahora, exijo que me devuelvas lo robado. El daño fue enorme, la compensación del mismo importe.

- Siento tanto lo que ocurrió, ahora lo lamento con toda mi alma… pero entonces fue un enloquecimiento mutuo. Yo sólo quería entretenerla durante tus largas horas en el taller…. No sé, los recuerdos ya son vagos, difusos. Congeniamos, congeniamos instantáneamente. Seguramente es que era tan maravillosa que lo imposible era no adorarla al conocerla. Te ocurrió a ti y me ocurrió a mí. Es cierto que te traicioné, que la seduje, que … - se detuvo por el temor que le producía el decirlo en voz alta- … que la dejé embarazada de Teresa.

- No sigas y cumple tu promesa.

- Es horrible lo que me pides.

- Pero te lo pido. Juraste pagar y ahora es el momento de hacerlo.

Aurelio recordó cómo, tras el nacimiento de la niña, Antonio le llamó llorando, hecho una piltrafa. Se encontraron en el despacho una mañana de enero. Había estado bebiendo toda la noche y sus hechuras eran las de un hombre desaliñado y descuidado que contrastaban como la noche y el día con lo que una vez fue. Olía a alcohol y gimoteaba como un cobarde. Se mostró arrepentido, rogó poder conocer a Teresa, algo que jamás le permitieron hacer, y firmó allí mismo su renuncia a cualquier beneficio o participación en la empresa. Era su contribución a la formación de su hija, una niña que nunca sabría quién era su padre y a la que Bárcenas había amado como suya propia. Fue entonces, aquel día sombrío y gris, cuando Antonio le había jurado por Dios, por sus muertos y por su alma que le debía una reparación y que haría lo que él le pidiera cuando se lo pidiera, fuera lo que fuera. Nunca imaginó cómo se le requeriría saldar aquel juramento.

Apoyado contra el borde de la ventana, Antonio lloraba.

- Venga, cumple lo que juraste- le instó Aurelio sin atisbo de emoción.- ¿Lo has traído?

El otro hombre, sin levantar la mirada, rebuscó en uno de sus bolsillos y extrajo una bolsita con unas pastillas.

- Una bastará pero si quieres estar seguro de verdad, tómate dos.

Bárcenas alargó la mano y tomó la bolsa. La estudio con meticulosidad, intentando comprobar con la imaginación que aquellas píldoras eran el pasaporte a otro mundo mejor.

- Gracias, la deuda está saldada. Será mejor que te seques las lágrimas y salgas sonriente. Teresa no puede sospechar nada de esto. SI lo hiciera acabarías en la cárcel.

- Quizá merezca estar allá.

- Quizá. Igual he escrito una carta póstuma donde digo que me has amenazado y obligado a tragar estas pastillas, que tu odio fue siempre intenso hacia mí y no contento con robar la mujer que amaba, me has asesinado. Quizá tenga preparada una venganza final que te helará la sangre.

- Sé que no- contestó Antonio Pellicer, súbitamente recobrada la compostura y la serenidad.

- Sabes que no podría hacer eso a alguien a quien Matilde amó, al padre de mi hija.

- Suena extraño.

- Largo, no nos veremos más – Bárcenas alzó la voz.

- ¿Saldada mi deuda?

- Saldada.

La niebla se estaba despejando cuando Antonio Pellicer salió al parque. Llegó a oír como varias enfermeras corrían hacia la segunda planta.







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