23/9/12

Viaje en tren







Héctor es vendedor de componentes industriales en una empresa modesta. Lleva varias décadas en el puesto y conoce bien un oficio que le da de comer al estómago pero no le alimenta en el alma. Cada lunes se dirige a la estación y emprende viaje para visitar un rosario de clientes que le conocen y le esperan para dejarle siempre bien claro que él es el proveedor. Regresa los viernes a su pequeño apartamento en Barcelona, el que tuvo que alquilar apresuradamente cuando se separó de Merche. Bueno, para ser exactos, cuando ella le plantó las maletas en la puerta alegando maltrato sicológico, ausencia continuada (y, en esto, tenía más que razón) y la necesidad de ser feliz junto al taxista extranjero, griego o bosnio o algo así, del que se había enamorado. La casa era de ella y la ley catalana es de separación de bienes por defecto, de modo que hubo poco que discutir. Menos mal que ocurrió un lunes, así tuvo toda la semana para encontrar, tirando de teléfono, un sitio donde dejarse caer el viernes mientras visitaba fábricas y dormitaba en hoteles a cargo de la empresa. Lo del taxista le ha hecho enemigo de todo el que haya nacido fuera de las fronteras. Está cerca de la xenofobia pero él opina que sólo defiende lo suyo.
 
Muchas veces piensa que su verdadero hogar es el tren. Pasa tantas horas en él que conoce a los revisores y a los tipos que expenden los billetes. Hasta a los jefes de estación se conoce. Y a muchos de los pasajeros que, como él, repiten trayecto cada semana.
 
Hoy tiene que llegarse hasta Granada. Son bastantes horas, así que ha comprado tres periódicos deportivos. No es que no le interese la política o la economía pero no tiene el cuerpo como para leer sesudos análisis que siempre dicen lo mismo. Matará las horas con goles y fichajes de invierno para que las horas no le maten a él. Lleva un bocadillo que se ha preparado antes de salir del hotel con un poco de pavo envasado que compró en el súper y pan recién horneado en la panadería de la esquina. Luego, si acaso, cenará algo más sólido.
 
El paisaje que se desliza al otro lado de la ventana es uniforme y gris. La tierra está aún yerma y los árboles desnudos de verde. Un tul de nubes plata cubre el cielo hasta el horizonte y la luz del sol se filtra sólo tenuemente a su través. A ambos lados dormitan campos simétricos de surcos paralelos y terrosos. Los postes cruzan rítmicamente y a ratos la carretera discurre paralela. Héctor se entretiene comprobando si los coches van más deprisa que el tren u ocurre lo contrario. Tanto da, pero con algo hay que pasar el rato. Se adormece. Sabe que roncará y eso le suele provocar una vergüenza propia que le turba. Pero hoy no hay nadie junto a él, así que se deja llevar por el sopor. Apoya la cabeza y se afloja la corbata. Nota que babea un poquito antes de que los ojos se le cierren del todo.
 
Se despierta con el anuncio por el altavoz de que Albacete está cerca. Hace calor y se siente sudoroso. Siente los labios cuarteados y su garganta está seca y ácida. El cielo se ha limpiado y el sol se refleja en los raíles brillantes. Se frota los ojos y se mueve inquieto en el asiento. Un periódico ha caído al suelo, lo pisa sin querer y, al darse cuenta, lo recoge arrugándolo. Apenas lo ha leído. 
 
Se sobresalta. No se había percatado de que ya no está solo. Enfrente, mirándole, hay una mujer con un crío en brazos. El niño duerme con los pies descalzos y la mujer parece cansada. Héctor se revuelve en el asiento. Ella parece hindú. Lleva un vestido que se lo parece. No le gustan los extranjeros, sobre todo los croatas, o los bosnios o de donde coño que fuera el taxista que le puso cuernos de morlaco zaíno y encarado. Tampoco le gusta esta mujer. Se cambiaría de asiento pero está cansado para hacerlo. Además, si alguien le viera, pensaría que es un cabrón. Y no quiere que piensen eso.
 
La mujer le mira pero no dice nada. Igual, ni sabe español. Son así, nunca se integran, piensa. Hace calor en el coche. Como siempre, el jodido termostato debe estar estropeado. Tiene sed. El niño se mueve en el regazo de su madre y se despierta. Lo que faltaba. Si le molestan los extranjeros adultos, aún más los críos.

El chico habla con la mujer. Le pide algo y la señora le contesta pero la respuesta no debe ser del agrado del chiquillo porque protesta y lloriquea. Lo que faltaba ahora, un llorón para el resto del viaje. No hay cosa peor. Si ya lo sabe él, que esta gente no da más que problemas por donde van. Sigue revuelto y gritando. Dan ganas de darle una colleja pero su madre no lo hace. Al contrario, le sonríe y le acaricia.
 
Se afloja aún más el nudo de la corbata. Suda y el paladar le arde. Venga a pagar impuestos para que no sean capaces ni de regular decentemente la temperatura de un vagón. Tiene una sed que se muere. El niño sigue protestando y Héctor deduce que también tiene sed. Su madre debe estar asimismo sedienta pero mantiene la calma, llena de una paciencia y una ternura por su pequeño que le turba. Él siempre quiso tener hijos con Merche pero no hubo suerte. Algunas veces, cuando se ha tomado un par de gin tonics de más y la melancolía se le pega como el sudor, imagina cómo hubiera sido la vida con un chaval correteando por la casa, cómo hubiera sido hacer castillos de arena a la orilla de la playa o corretear en patinete por el parque del noroeste, o sentarse en los bancos corridos del circo. Hubiera sido como un salvoconducto para su vida. Ella no se hubiera dejado encandilar por el griego, o el búlgaro o de dónde coño fuera el tipejo, porque su instinto de madre le hubiera atado a él. La tendría todavía.
 
Mira al niño. Tiene sed. Él tiene sed. Hay que joderse, piensa, se está enterneciendo por un extranjero. Le apena verlo así.
 
Se levanta. El tren se balancea a derecha e izquierda por un tramo de curvas cortadas entre peñascos. Las acacias parecen alambres desnudos enredados en la bruma. Camina hasta el vagón restaurante. Hay dos tipos tomando una cerveza, apoyados contra la ventana y gesticulando con ademanes intempestivos. El camarero le mira y le hace un gesto que basta como pregunta. Pide dos botellines de agua fría. Son cuatro euros. Serán ladrones, piensa. Seguro que manipulan el termostato hacia arriba para que no haya más remedio que comprar bebida. Pide el ticket porque lo cargará en los gastos de viaje de la compañía. Total, podría pasar la compra de un Ferrari porque ni Dios mira los conceptos, sólo atienden a que haya un jodido papel que archivar en gruesas carpetas. Pero como es gilipollas y es honrado, casi nunca ha colado gastos impropios. Bueno, un par de veces, para qué va a engañarse.
 
El tren ha disminuido su velocidad y ahora viaja paralelo a un río ancho que no sabe ubicar en el mapa. Se tambalea al avanzar por el pasillo con un botellín de agua en cada mano. Llega a su asiento. La mujer sigue hablando con calma al chiquillo. Le sonríe, le debe estar contando alguna historia. Es evidente que no tiene dinero para malgastarlo en el bar. La observa con cierto detenimiento, casi con desfachatez. Viste una túnica estrafalaria para su gusto, entre amarilla y verde. La señora lleva pintado un lunar en la frente y esto le confirma que debe ser originaria de la India. No es muy joven. Estará cerca de los cuarenta. Algunas arrugas se esconden en sus sienes y el pelo, aunque es negro intenso, está manchado con motas claras. Se la ve cansada pero es bella. El niño se le parece. La misma cara afilada, los mismos ojos profundos, la misma nariz pequeña, sin duda es hijo suyo.
 
Se sienta dejándose caer en el asiento. Abre una botella y bebe un buen trago. El líquido le calma el calor y la botella fría le refresca las manos y el cuerpo.  
 
El chico se ha callado. Sólo le mira. O, mejor dicho, mira a la botella, a las gotitas de agua que se condensan en el plástico transparente del recipiente. Su boca, inconscientemente, se entreabre y su lengua parece querer llegar, como la de un camaleón, hasta el agua. Los ojos de la mujer muestran la misma sed, el mismo cansancio, la misma ansia, pero se contiene y desvía la mirada hacia el niño, peinando su cabello.
 
¿Dónde estará ahora Merche?, piensa. En brazos del cabrón ese ruso o ucraniano o húngaro o lo que sea. El frío de la botella le va sacando de su abotargamiento. El crío sigue mirando hipnotizado el botellín. Recuerda que ni se acordó del día del último cumpleaños de Merche. Estaba ocupado, intentando cerrar una venta que le importaba tres cominos pero se puso ciego de coñac con el cliente y se le pasó. Y ella le estuvo esperando para cenar. Se enfadó mucho. Aunque no más que los tres aniversarios anteriores, para ser honestos. Esos descuidos los achaca a su mala memoria. Lo malo es que el griego o el bosnio o lo que fuera, sí le regaló un ramo de rosas blancas. Ella le dijo que eran de su madre pero luego supo que le mentía.
 
La mujer le mira y Héctor le devuelve la mirada. Ella sonríe. Él permanece impasible. No le gustan estos extranjeros que arruinan matrimonios. Si, al menos, hubiese tenido un hijo con Merche. Eso lo hubiera arreglado todo pero ella no quiso. Le decía que no la hacía caso, que la abandonaba, que se sentía sola, que no podía formar una familia con un indecente como él. ¿Sola? Pamplinas, más jodido ha estado siempre él viajando.
 
Mira a lo alto. Sabe que se miente, se ha engañado siempre. Sabe que no la hacía ni puñetero caso, sabe que el griego- porque era de Atenas, aunque denigre todo lo que es de fuera de Barcelona- era un hombre bueno y cariñoso, que moría por sus huesos, que moría por darle todo el cariño del mundo. Sabe que fue él el que lo jodió del todo. Sabe que aprovechaba sus viajes para visitar mulatas en clubs de carretera. Sabe que la amargura se la ha ganado a pulso.
 
El niño le sigue observando.
 
Héctor abre la otra botella y alarga su brazo hacia ellos. Les ofrece el botellín. La mujer duda, sin atreverse a aceptar el regalo. Él insiste con un gesto y ella toma el agua. Se la da al chiquitín que bebe con ansia más de media botella. Sólo entonces ella se permite tomar un sorbo. La de las gracias veinte veces en inglés. Héctor hace un ademán con la cabeza y sonríe. Ella, le hace saber que el chico se llama Jayin.
 
Granada está cerca. Se acerca al vagón restaurante y compra otras tres botellas. Regresa y se las entrega a la mujer que le vuelve a agradecer lo que está haciendo. Baja la maleta del estante y se dirige a la puerta. Anuncian la entrada en la estación por el intercomunicador. Desciende sin mirar atrás.
 
Una hora después le recibe el primer cliente, uno que se dice amiguete, o sea alguien que no es amigo en absoluto.
 
-          -- ¡Hombre, Héctor! Ya te estaba esperando. ¿Sigues sin tragar a los foráneos…unos cuernos pesan mucho, eh? – le dice el tipo dándole una palmadita en el hombro y asumiendo que Héctor le seguirá la broma imbécil por la cuenta que le trae si quiere llevarse el pedido.
 
      -- No los aguanto, no los aguanto, el tren venía lleno de ellos- ríe con humor falso, haciendo de tripas corazón, mientras piensa lo mucho que le hubiera gustado ser un buen padre para el hijo que nunca ha tenido. Quizá se hubiera parecido a Jayin. Pero él nunca le alargó una botella a Merche.

 

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