5/11/12

Diario de invierno



Diario de invierno (Anagrama, 2012) de Paul Auster es una autobiografía que transciende de la existencia del propio autor para convertirse en una reflexión sobre la vida y sobre lo que en ella es importante. Un relato sin trama, un patchwork de momentos.
 
Ciertamente, los hechos que a Auster le han ocurrido durante su existencia, las casas donde ha habitado (tan prolijamente descritas en esta obra), las ciudades donde ha vivido, las heridas que tiene en su cuerpo (que poco nos importan) y las cuitas que le ha tocado afrontar no tienen nada que ver con lo que a los demás nos ha sucedido, pero eso solo es el escenario. Detrás de las bambalinas de la vida aparece lo que es común a todas las personas: la muerte, el miedo a la misma, el amor, el desamor, la vejez, el sexo, las emociones primarias, la soledad,  las equivocaciones, el paso del tiempo, la familia, las afinidades, los encontronazos, las alegrías y las tristezas, los remordimientos, el que los días futuros son cada vez menos. Y, por ello, Diario de invierno nos resulta tan cercano, porque en el fondo uno se ve reflejado en muchas de las anécdotas que el escritor norteamericano nos explica. También esta cercanía, tan llana, tan poco novelada, tan de mirarse al ombligo, esta falta de trascender, puede resultar el talón de Aquiles de la obra ya que Auster, en muchos pasajes, se limita a contar de forma neutral lo ocurrido (excepto cuando narra la muerte de su madre, donde se muestra claramente emocional), lo que él recuerda, como un testigo ajeno que hace repaso sin  proponerse que nada sea más interesante o más literario que lo que los propios lectores han vivido. Sorprende también que la vida de un personaje célebre, la de un artista famoso, reconocido, sea en el fondo tan igual a la de cualquier otro ser humano. Porque Auster no elige recuerdos de éxitos, de premios, de aplausos. Esos parecen haberse esfumado. Sólo queda lo que es el día a día lleno de miedos y sentimientos, de recuerdos intranscendentes que van de las chocolatinas que comía de niño a las peleas de barrio.
 
En cierto modo, el libro es narcisista en dos sentidos, en el de un Auster que se empalaga hablando de sí mismo y de lo que a él le ha resultado importante suponiendo que también lo es para el lector, y en el de que a todos nosotros nos gusta hablar y leer sobre nosotros mismos y en Diario de invierno lo hacemos, aunque sea a través de la vida de Auster. El propio tiempo verbal elegido (la segunda persona del singular, ese continuo “tú”) nos llama a interpretarlo así; el escritor habla de sí pero nos dice “tú eres” en vez de “yo soy”, nos hace sentir que lo que cuenta “me pasa a mí”, apela a una cierta complicidad. Auster hace el ejercicio de análisis, de disección de la vida, con una prosa directa (en partes, de frases cortas; en partes de frases larguísimas), un relatar pausado, un lenguaje que combina lo más mundano (e incluso aburrido) con pasajes muy líricos; alternando la descripción, en ocasiones cansina (la parte central en que describe las decenas de casas que ha habitado, por ejemplo), de detalles sin importancia con reflexiones íntimas y hondas. Más pareciera que es un “cortar y pegar” de memorias anotadas al azar, una sucesión de instantes aleatorios, no cronológicos, conectados entre sí de manera poco lineal pero suficiente; una especie de tira de imágenes que nos muestra flashes elegidos para contar de manera coherente y completa toda una vida, desde la niñez hasta el invierno de la vida, como Auster define a la vejez al terminar el libro. De hecho, no nos habla del invierno sino del camino que lleva al invierno, de lo que el ser humano digiere y mastica hasta llegar a él. Auster contempla el final ineludible con resignación, incluso con cierto miedo a la muerte, y quizá demasiada nostalgia porque continuamente retorna a lo que se ha ido, a lo que  fue, sin deleitarse en lo que tiene excepto en contadas ocasiones (la larga charla de su aniversario de bodas con su esposa, por ejemplo, con un Auster romántico y devoto de ella).
 
Probablemente, sobran páginas (la interminable lista de las comidas que le gustaban de niño o las cicatrices que tiene su cuerpo, sin ir más lejos) porque aportan muy poco,  debiéndose haber  filtrado un poco más el diario de memorias, y falta una visión, una catarsis, un objetivo que dé coherencia a ese cortar y pegar de momentos, que dé sentido a ese invierno al que todos llegamos.  

 

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