13/3/13

Ascensor averiado





-        No fastidies, ¿ocho o nueve horas? No way.
Melvin aporrea nuevamente la puerta del ascensor hasta hacerse daño en los puños. Lisa le mira con desgana, como si estuviera en otro lugar.
-        ¿Me oyen? – grita, aunque sabe que no porque lleva ya cincuenta minutos haciendo la misma pregunta al aire.
-        Oye, cálmate ya, tío. Si vamos a estar aquí hasta que regrese la corriente, mejor que te calmes. Yo sé de esto, escúchame. Nos van a caer ocho horas, ya te digo.
-        Tú qué coño vas a saber de esto.
-        Vale, como quieras- Lisa se sienta en el suelo y saca una cajetilla de tabaco negro. Rebusca dentro de su gran bolsa mientras mastica chicle.
Melvin continúa apretando las paredes e intentando abrir la puerta con sus manos, algo físicamente imposible porque sabe - es ingeniero cincuentón, se le cae el pelo pero está en forma por lo demás- que la fuerza del muelle sólo se vencería con un cilindro hidráulico que ahora está desactivado. Saca el pañuelo de su bolsillo, uno blanco y bordado que le costó una pasta en Fieldman’s y se limpia. Mira el reloj. Son ya las seis y cuarto y hace diez minutos que tenía que haber estado en las oficinas de Rodman & Sons. El contrato se va a fundir. Trescientos mil pavos a la mierda por el jodido corte de luz. Habían sido muy claros cuando le llamaron. O les explicaba cada detalle de la oferta o se verían obligados a elegir a su competidor. Sí, le habían dicho que estarían “obligados” cuando él bien sabe que el capullo de Nelson, el comprador, estaba más que lubricado. Sin pruebas, claro, como siempre suceden estas cosas. Un auténtico cínico porque encima ha contratado una consultoría para que haga un reporte en contra de su oferta, más falso que los fósiles que venden en el Arqueológico de la calle Lincoln. O como la bisutería que lleva la joven junto a la que se ha quedado encerrado. Es monilla, le echa unos treinta, pero no es su estilo. Demasiado postmoderna. Ese jersey de lana andina que lleva no le sienta bien y no le haría ningún daño un buen pase por la peluquería y algo de maquillaje. Debe ser, se dice a sí mismo, una hippie fuera de tiempo, de las que ya casi no se ven por la ciudad. Le recuerda a su hijo, Ted. ¿Por dónde andará ahora? Hace bastante que no le ve, desde que se fue a explorar la costa este. Años sabáticos los llamó, cuando sólo hay pocas ganas de trabajar. A veces, le llama por teléfono, un par de minutos, qué tal estás, bien, cuídate. Le echa de menos pero no se lo dice. Casi siempre le recrimina para que siente la cabeza y busque un empleo. Muchas veces, Ted le cuelga.
-        ¿Tienes fuego?- pregunta la chica mientras sigue con la vista dentro del bolso.
-        No irás a fumar ahora... sólo faltaba llenar esto de humo.
Lisa deja de buscar. Definitivamente, piensa, no va a llegar a clase de pintura. Se apuntó hace un par de meses y, lo cierto, es que le gusta aunque si debe ser honesta consigo misma lo único que deseaba al firmar la matrícula era olvidarse de John. Ahora, casi se ríe pero lo pasó jodidamente mal cuando la dejó plantada y se marchó a Chicago. Una nota pegada en el refrigerador es todo lo que tiene de él. Bueno, eso y una caja de fotos de cuando fueron en moto hasta Kentucky. Fue bonito, tiene gratos recuerdos de aquella excursión, era otoño, un otoño realmente cromático con los arces pintados de rojo y los caminos alfombrados con hojarasca sepia y morada. Recuerda especialmente una tarde en que estaban sentados junto al arroyo o, más bien, sobre el río mismo porque habían trepado hasta un tronco que caía desde la orilla hasta una roca en mitad del cauce.
-        Ven- le había dicho John-, no tengas miedo, no nos caeremos.
Recuerda que él se sentó tras ella y la abrazó fuerte por la cintura, sus labios en su mejilla, el pecho fuerte de John tan pegado a su espalda que no cabía ni un aliento, las piernas de él rodeando las suyas. Casi no hablaron. Lo que tenían que decirse se expresaba en las manos que se acariciaban mutuamente, en los besos casi imperceptibles que él depositaba en sus orejas, en la vibración que la respiración de John creaba en su cabello, en el pálpito no controlado de su corazón, en el fluir del agua y en el gorjeo de los gorriones que picoteaban al otro lado. Recuerda aquello y siente una mezcla de rabia y melancolía, de dolor y de alegría por haber vivido lo que otros muchos nunca sentirán. Aquella noche hicieron el amor en un motel perdido en el bosque, un sitio donde paran los cazadores en otoño, entre abetos altos y murmullos de insectos. No era gran cosa pero revive en su memoria la cena al lado de la chimenea y las pavesas voladoras que les acompañaron cuando se tomaron un par de cervezas antes de acostarse. Y, luego, tan sólo pocos meses más tarde, él desaparece. Necesitaba pensar y estar seguro, había escrito el muy cretino.

Un par de golpes contra la puerta la sacan de su ensimismamiento. Melvin sigue intentando salir de la improvisada cárcel en la que la tormenta eléctrica y el apagón les ha recluido.
-        No sigas que sólo te vas a lastimar la mano- le dice-, a una prima mía de California le pasó una vez esto mismo y sólo pudo salir cuando se restableció la corriente. Seguro que hay miles como nosotros en toda la ciudad.
-        Tú sigue ahí tirada. Así os va a la juventud- contesta agrio Melvin.
-        Nos va bien – y piensa en el dolor que aún le provoca la ausencia de John.
-        Ya, ya, ya te veo.
-        Y yo a ti.
-        Oye, niña, no es momento para discutir. Más te valdría ayudarme a desatrancar esta puerta en vez de estar ahí tirada. – le viene a la mente Ted, su niño, porque para él ese cabrón será siempre su niño, aunque no le llame ni le importe un comino cómo le va o cómo se siente desde lo del divorcio.
Empuja una vez más la puerta y, ante la imposibilidad de siquiera entreabrirla, mira al techo y golpetea la lámpara con sus dedos.
-        Venga, tío, no jodas. Que no hay electricidad. ¿Tanto te cuesta entenderlo?- Melvin está pulsando la botonera.
-        Trescientos mil, ¿te das cuenta? Me acabo de cargar trescientos mil dólares. Pero, ¿por qué te cuento esto? Tú ni imaginas cuánta pasta es.
-        El dinero no sirve de nada si no te quieren- vuelve a rebuscar en el bolso- ¿de veras que no tienes un mechero?
-        No fumes aquí. Nos asfixiaríamos.
-        ¿Estás casado? – pregunta ella.
-        Lo que me faltaba, maldita sea. No es el momento para socializar, ¿no crees?
-        Poco más que hablar podemos hacer. Ya que estamos, aprovechemos el tiempo.
-        ¡Este tiempo, este maldito tiempo que estoy perdiendo aquí encerrado me está costando una fortuna! ¿entiendes eso? ¡una fortuna!
-        Pero no tiene solución.
-        Así sois, así. Os importa un carajo el mundo, es fácil decir que las cosas no tienen solución y dejarse ir, dejarse llevar por la vida. Lo mismo que con Ted, con esa bobada de vive el momento.
-        Carpe Diem- responde ella.
-        Vaya, has ido a la universidad por lo que veo- contesta Melvin con sorna.
-        Sí, Harvard, Filología inglesa.
Melvin se queda cortado. No esperaba que la chica tuviera esa formación.
-        Ya veo- acierta a decir-, ¿trabajas?
-        No, estoy en paro. Cuando estoy muy agobiada de dinero, hago unas horas en un súper, en Dominick’s o en Jewel, para ir tirando.
-        Vaya, lo siento- Melvin deja de dar vueltas por el pequeño cubículo que los encierra. Saca nuevamente el pañuelo y se seca el sudor- ¿Hace calor, no?
-        Y más que hará. Ya te lo he dicho, nos queda un buen rato. Mejor será que te sientes o te va a dar un mareo.
Él le hace caso. Afuera se escuchan algunos ruidos pero no son de bomberos ni de personas que les puedan ayudar, más bien son esos sonidos metálicos que aparecen, nadie sabe de dónde, por la noche, como si las manivelas y las palancas cobraran vida al responder a las dilataciones y contracciones del frío de la noche.
-        ¿Quién es Ted?- pregunta Lisa, curiosa.
-        Mi hijo- baja la vista y calla.
-        ¿Vive contigo?
-        No.
-        Ya veo. Con su madre, entonces.
-        Tampoco.
-        ¿Tiene su propia casa? Apuesto a que sí, se te ve forrado, seguro que le has comprado un buen piso cerca del parque Peterson, ¿acierto?
-        Está viajando por California, o Utah o Dios sabe dónde.
-        Me gustaría viajar a mí también. Tengo buenos recuerdos de los viajes- y el rostro, y los ojos vivos, y el cabello medio rizado de John le asaltan el corazón.
-        Lo que hay que hacer es trabajar, trabajar y hacerse un lugar en la vida.
-        ¿Tú tienes un lugar en la vida?- Lisa le mira a los ojos, directamente, sin cinismo alguno, deseando saber honestamente.
Melvin calla. ¿Tiene un lugar en la vida? Esta tipa será una estrafalaria pero lo cierto es que hace preguntas que le joden en el alma. ¿Tiene un lugar? La empresa, no lo es y menos ahora que acaba de cagarla con los trescientos mil pavos. Tampoco es su única empresa, ha deambulado de aquí para allá, dejándose captar por el mejor postor porque es un buen profesional y no ha tenido problemas para colocarse. Pero todas las compañías por las que ha pasado no han sido su casa, más bien teatros de operaciones donde batallar. ¿Hogar? Ya no se acuerda de esa palabra. Antes sí, cuando Judy, Ted y él estaban juntos. Le viene a la mente un domingo en Cedar’s Mountain. Ted debía de tener doce o trece años. Por entonces, aún todo marchaba bien con Judy, le gustaba verla andar por casa, parloteando como siempre lo hacía y convirtiendo cualquier anécdota en una historia fantástica; le gustaba llevarla a bailar y luego, en la noche, tomarse una copa en Forrest o pasear de la mano por el lago. O ir al cine- a ella le encantaban las películas en blanco y negro, decía que la vida sería mucho más bonita si se borraran los colores pero permanecieran las sombras y los matices, los contrastes y los grises de mil tonalidades-, y volver a casa para hacerle el amor. Recuerda que aquel fin de semana construyeron una cometa y la fueron a volar a la montaña. Ted disfrutó mucho ese día. Corrieron ladera abajo mientras el gran rombo de papel de seda subía más y más y más. En su mente se perfilan aún con clara nitidez las nubes amarillas que al atardecer les envolvieron y cómo intentó, sin éxito alguno, plasmar aquellos instantes en una fotografía.
-        Los instantes se viven pero no se pueden guardar- le había dicho Judy- o los vives o los pierdes.
¿Lugar en la vida? Eso le ha preguntado la joven que se sienta a su lado. Está deseando salir de aquel aparato infernal que ni sube ni baja pero ¿a dónde irá cuando salga? A su casa, sí... solo, a ponerse un gin tonic bien cargado y esperar que le adormezca rápido. Confía en que el apagón haya sido general y que muchos otros estén igual de fastidiados. Si no, su jefe se la va a armar buena.
-        ¿Ves mucho a tu hijo?- pregunta ella.
-        No, no mucho. Ya te he dicho que está viajando.
-        ¿Hablas con él, al menos?
-        Sí, de tanto en cuánto. Oye, ¿Y a ti qué te importa?
-        Yo no veo mucho a mis padres. Quizá ya sean seis años, desde que me fui a estudiar.
-        Pues vuelve, les harás felices. Vuelve y encuentra un empleo. Échate novio.
-        ¿Ese es tu plan de carrera para toda una vida?- vuelve a mirarle con esa honestidad que le desarma- trabajar y trabajar, desayuno, oficina, cena rápida, dormir exhausto... y vuelta a empezar.
-        Hablas como Ted- medio sonríe, pero de pena, de ausencia.
-        Será que es generacional.
-        O será que mi generación – eleva la voz al pronunciar “mi”- os hemos dado todo y no estáis acostumbrados a trabajar.
-        ¿De veras que no tienes fuego? Necesito un cigarrillo.
-        ¿Qué le hubiera costado quedarse en la ciudad? Yo ya le había conseguido un buen empleo- musita, mientras ignora la petición de la chica.
-        ¿Te has preguntado que igual no le gustaba ese trabajo?
-        No haces lo que te gusta- se irrita- sino lo que tienes que hacer porque no hay más cojones.
-        Si quieres que el mundo se enroñe de viejo, no hay nada como pensar que hay que hacer algo porque no hay otra vía, porque somos meros actores de una obra que alguien ha escrito. All the world's a stage, and all the men and women merely players
-        ¿Qué?
-        Shakespeare.
-        Lo había olvidado. Es usted la señora filóloga.
-        Le echas de menos, ¿verdad?
-        ¿A quién?
-        Tu hijo, Ted.
Melvin calla por unos segundos que se hacen eternos.
-        Mucho.
-       Lo siento pero quizá te consuele saber que será probablemente feliz corriendo por la costa este.
-        ¿Importa eso?
-        Mucho. Nada importa sino ser feliz. ¿Tú lo eres?
-        Lo fui- se quita la corbata y se desabrocha varios botones.
-        Hace calor - le dice la chica.
-        Sí, ¿ocho horas dijiste?
-        Más o menos. Eso suelen durar estos fallos.
-       Habrá que aprovechar el tiempo- dice él, sacando un mechero del bolsillo- Soy Melvin.
-        Lisa – ella saca la cajetilla y le invita a un cigarrillo.
 

 

 

 

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