11/4/13

Negocios






Las oficinas de Seguros Hengasa ocupan la quinta y sexta plantas de un rascacielos en medio de la gran ciudad. Es una empresa renombrada, que emplea a centenares de personas en la capital y que tiene casi treinta oficinas en el resto del país. Su especialidad son los seguros inmobiliarios y a pesar de que el mercado está un tanto deprimido, consiguen buenos beneficios. Las oficinas son amplias pero no espaciosas porque las mesas están apretadas las unas contra las otras, quizá con algún biombo de color vino separando ciertas secciones, con pasillos estrechos y luz suficiente pero demasiado blanca, impersonal, de clínica. Cada puesto de trabajo parece un clon del anterior. Mesa de formica, silla de polipiel con rueditas, teléfono de rueda que nadie usa porque todos tienen sus propios celulares, ordenador HP con pantalla plana de quince pulgadas, cestillo para documentos y cajones en el lado derecho. Algunas se diferencian por tener un marco con la foto de un cónyuge o de unos niños que sonríen a no se sabe qué.
Néstor mira la imagen de Carmen, su mujer, que le observa desde la playa de Fuerteventura donde hicieron aquella foto que empieza a decolorarse con el tiempo. A lo mejor no ocurre nada, se está comiendo la cabeza por nada, se dice a sí mismo.
-        Néstor, hay que ir a la notaría a recoger los documentos de Fincas Velázquez. Asegúrate que han redactado bien la cláusula del arbitraje- quien le habla es Tamames, el jefe de sección, un trepas que ha subido lamiendo culos y sonriendo a los del Consejo pero que tiene tanta idea del negocio como un lagarto. Le cae mal pero se cuida muy mucho de que lo note.
-        ¿Ahora?
-        Claro que ahora. Tengo que tenerlo en un par de horas.
El ascensor, como siempre, está saturado. Demasiados vecinos y visitantes en el edificio para sólo dos elevadores. Pulsa repetidamente el botón de llamada que hace mucho que tiene el indicador fundido por lo que nunca sabe si el ascensor viene o no. Se escucha un cling metálico que indica que por fin llega. Las puertas se abren, va bastante lleno pero aún hay espacio y entra. Sus paredes están cubiertas de una formica que empieza a despegarse y hay un par de pegatinas de publicidad adheridas al techo. En cada piso se detiene y entran y salen personas que sólo emiten un murmullo a modo de buenos días o adiós. La mayoría, mientras esperan, miran al techo o fingen leer las instrucciones de emergencia marcadas en el frontal.
El hall es lujoso, como corresponde a cualquier edificio de negocios. Mármol perla en las paredes, una gran cuadro en la pared con motivos marinos y plantas auténticas bordeando el pasillo. Hay una alfombra de moqueta azul que marca el camino al exterior.
Una puerta corrediza de cristal se abre y se encuentra en la avenida. Llueve a cántaros. Se ha olvidado de bajar un paraguas, así que se levanta el cuello de la gabardina intentando protegerse. La notaría está en el otro extremo de la ciudad y necesita un taxi pero todos los que pasan llevan el piloto verde apagado. Levanta el  brazo dos o tres veces intentando atraer la atención de alguno de ellos pero ninguno se detiene.
-        Hombre, Néstor- le sorprende una voz a su espalda. La reconoce. Es Jaime, el único que no quería ver en este momento.
-        Jaime...- mira para otro lado, buscando un taxi.
-        Ya sabes que tenemos que hablar- baja la voz a propósito.
-        Otro día Néstor, ahora me ha mandado Tamames a la notaría y tengo que apresurarme.
-        Ya, ya, pero tenemos que hablar de lo que tú sabes.
Tiene suerte porque un taxi se detiene frente a la puerta. Un coche pequeño, un Polo blanco que frena en seco frente a Néstor. Este abre la puerta y entra rápido.
-        ¡Te espero!- grita Jaime- ¡hoy hablamos!, ¿ok?
Néstor no contesta y se limita a indicarle al chófer la dirección de destino. La ciudad está atestada de vehículos y los semáforos parecen no sincronizados para incrementar el caos de cualquier día con chubascos. El limpia gira rápido pero aun así no es capaz de evacuar todo el agua, o quizá sea que el vaho entorpece la visión. El conductor le habla del partido de ayer, que si el árbitro fue un cabrón, que el gol había sido en fuera de juego, que está hasta las narices de los guardias urbanos que persiguen a los taxistas como - afirma- todo el mundo sabe. De tanto en cuánto, la radio vomita algún recado de un compañero.
-        Estoy bajando la rambla, ¿me oyes sevillano?- vocean.
-        Llevo a un pasajero a Almeida, copio. ¿Te tomas un vermú al mediodía?
-        Claro, copio. Ten cuidado con la lluvia y con radar que han plantado en Arboledas.
-        Copio.
Néstor no escucha. Mira las gotas deslizándose por el cristal, formando caminos ondulados y quiebros inesperados a medida que caen hacia la gomita que aísla el vidrio de la puerta. Como los quiebros de la vida que siempre son para caer. Piensa en Jaime. Está seguro que lo vio, es uno de esos tipos cenizos que espía a los compañeros. Lo había visto en sus ojos cuando le abordó anteayer.
-        Hola, Néstor. Me alegra verte porque estaba deseando tener dos palabras contigo- le había dicho con esa sonrisa de tontolaba que se gasta.
-        Tú dirás- le había replicado secamente.
-        ¿Qué tal en la planta sexta?, te vi ayer por allí y no es frecuente que los de la quinta subáis.
El muy cretino no había dicho nada más, pero era suficiente. Néstor rememora los acontecimientos. Vaya desastre. Diez años en la empresa y ahora esta mierda. Jaime no había hablado más pero a buen entendedor pocas palabras bastan, porque cuando él subió a la sexta no había nadie a excepción de él mismo y Quesada, el constructor ese; que maldito sea el día en que le conoció. Estaban solos, bueno ahora sabía que no lo estaban porque, si no, de qué cojones Jaime iba a saber que había subido a la sexta.
Había sido tentador, ya se sabe cómo son estas cosas. Si todo marchara bien con Carmen, ni se lo hubiera planteado pero, ahora, con ella pidiendo el divorcio y los gastos de abogado y la espada colgando sobre él de tener que pasarle una pensión sustanciosa... tres mil al mes, le ha dicho su abogado, en el peor de los casos. ¿Pero de dónde saca él tres mil?
Sí, tentador. Era fácil.  Cómo supo Quesada que él andaba escaso de pasta, no lo sabe. Pero era sencillo de hacer. Modificar un par de formularios del seguro, que pareciera que el valor catastral de un par de inmuebles fuese mucho menor para que ellos pudieran hacerse con la propiedad a menor precio. No más de media hora de trabajo. Tocar un par de teclas en el ordenador, un par de firmas electrónicas y ya está. Cincuenta mil en cash. Se los había dado en un sobre amarillo y él le había entregado la carpeta con los documentos falsificados. Ni cinco minutos en la sexta, a las nueve de la noche, cuando todo el mundo se había largado ya. Maldita sea, no todo el mundo. Si no, ¿de qué quiere hablar con él, ese imbécil de Jaime?
-        Son treinta y dos euros- le dice el taxista mientras le hace un recibo con letra que ni se entiende y grita a su colega que ya va a tomar el vermú.
Tiene que esperar en la notaría. Hay cola. Coge una revista de esas que hay en las notarías, que siempre son de oportunidades de negocios en Singapur o de viajes. Si, al menos, fueran las que hay en la peluquería, de cotilleos o el Interviú. No lee, solo hojea como si fuera un autómata. Piensa en Carmen. No recuerda cuándo las cosas comenzaron a torcerse, parece mentira que todo se rompa en tan poco tiempo. Dos años de noviazgo feliz, boda en San Silvano, sesenta invitados y luna de miel en Florencia. Luego, una mierda. Quizá si hubieran intentado tener hijos la cosa se hubiera arreglado. O no, quién sabe nada. La cosa es que la había pillado entrando al hotel con aquel hombre cuarentón pero bien plantado, abrazados y dándose un pico. Joder, qué mierda. Y encima, todo con bienes gananciales y ella le acusa de maltrato sicológico aconsejada por la bruja de su abogada. Cornudo y apaleado, piensa.
-        Costará dinero conseguir un buen acuerdo- le había dicho muy serio, bajándose las gafas hasta media nariz, Recues, su abogado.
Y el, como un gilipollas, se había asustado, se había dejado convencer por Quesada. Quién sabe, hasta puede ser que Recues y el constructor estén compinchados y que cuando uno sabe de un desgraciado en apuros, el otro aproveche la ocasión.
El notario le hace pasar. Son diez minutos y cuatrocientos euros. Comprueba la cláusula de arbitraje y ve que es correcta. Se despiden con amabilidad.
Esta vez, hay taxis en la parada porque ha cesado momentáneamente de llover. El cielo está encapotado, con nubarrones oscuros que se arremolinan hacia lo alto.  A ratos, algún rayo del sol se cuela por entre ellos y crea pequeños arco iris. Se ha levantado viento y el aire arrastra las hojas de los falsos plataneros por las aceras. Los transeúntes caminan acelerados, cuidando que sus paraguas calados no les mojen, algunos arrastrando bolsas de centros comerciales y otros paquetes envueltos en plástico. Le pilla el atasco de la calle central pero no es una sorpresa porque en ese punto siempre reina el caos. El chófer es hábil, sortea un par de automóviles, se salta una luz que acaba de ponerse en rojo y continúa hacia la oficina. Confía en que Jaime se haya marchado, no quiere verle. Quizá sea todo fruto de su imaginación, quizá se refiere a otro día porque hace tres o cuatro semanas también subió a la sexta para alguna gestión. Sí, seguro que es eso, no debe preocuparse.
El taxi patina ligeramente al frenar sobre el pavimento húmedo. Pide recibo y le dice al conductor que se quede con el cambio porque son sólo unas monedas. Cierra de un portazo y entra en el hall. Joder, mala suerte. Allá está Jaime. Da la impresión de que le estaba esperando. Intenta esquivarle, continua andando hacia el ascensor cuando pasa a su lado sin saludarle, pero el otro se le pone a su lado y camina con él.
-        ¿Todo bien en la notaría?- abre la conversación.
-        Oye, de veras, que no tengo tiempo, ando muy liado.
-        Yo creo que sí deberías tener tiempo para mí porque a la tarde tengo una reunión con Tamames. Ya sabes, seguimiento de clientes, pero en esas sesiones se habla de todo un poco.
Néstor se detiene en seco, se vuelve hacia él y le mira. Espera a que no haya nadie cerca.
-        Bien, ¿Qué cojones quieres?
-        Cincuenta por ciento – dice el otro sin molestarse en continuar con la pantomima.
-        No sé de qué me hablas.
-        Por eso, no sabemos de qué hablamos. Pero cincuenta por ciento.
-        Diez- Néstor es consciente de que Jaime conoce el asunto, que está en juego su carrera, su vida, que Carmen va a decirle eso que ya le ha repetido, que ya sabía ella que era un mangarrán, un estúpido, que qué ciega había estado. No merece la pena hacer más teatro.
-        Cincuenta
-        Veinte- alza un poco la voz.

Sergio, un compañero de trabajo se acerca sonriente. Parece que les ha oído.
-        ¿Quién tiene veinte? ¿la nueva becaria? ¿Guapa, eh? Sois unos viejos verdes.
Néstor y Jaime disimulan y hacen un chiste malo. Sergio se pega a Néstor mientras le dice:
-        Subes, ¿no? Aprovecho para contarte lo de Fincas Morales que está algo chungo.
-        Sí, claro- contesta Néstor que ve el cómo separarse de su chantajista.
-        Cuarenta es lo mínimo- le dice muy bajito Jaime antes de despedirse.
Entrega a Tamames los documentos visados en notaría y este le da las gracias. Le cuenta que por la tarde lo mirarán en la junta de dirección.
-        Será una sesión larga- suspira con resignación-, tenemos muchos marrones. Aunque también alguna cosa buena, como por ejemplo que Quesada y Asociados quiere darnos nuevos encargos, parece que está contento con nuestros servicios.
Tamames se aleja por el corredor. Néstor se sienta en su mesa y saca el sándwich que se ha traído para almorzar. Jamón y queso. Mientras come, reflexiona. Finalmente, toma el teléfono y marca el 6711. Alguien descuelga al otro lado.
-        ¿Treinta?

 

 

 

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