19/11/13

Los jueves






El ruido del camión de la basura le hace saber que tiene que levantarse en diez minutos. Da un manotazo al despertador para desactivarlo antes de que suene la alarma. No la necesita porque lleva despierto un buen rato, quizá desde las tres o las tres y media. Es jueves, está feliz de que sea jueves. Josean se siente como un niño.
Debe estar lloviendo porque los neumáticos de los coches emiten ese sonido burbujeante que  produce el agua que salta bajo la presión de las ruedas. Es otoño tardío, casi invierno, y los días son grises, ventosos y húmedos, las hojas cubren las aceras y los fresnos están tan desnudos que dan lástima. Hasta este año nunca le habían gustado las estaciones frías, él es hombre de verano, de olor a salitre, de árboles floridos, de escaparse a la playa por la tarde cuando ha cerrado la tienda hacia las cinco, a refrescarse un poco en el mar, hombre de atardeceres largos. Aunque, si es sincero consigo mismo, hace mil años que no se acerca al mar porque ir solo le aburre. O quizá sea que le dan envidia las parejas jóvenes que se dan loción el uno al otro o que caminan de la mano por la orilla. Le llega un cierto sentimiento de tristeza, de añoranza, de nostalgia, pero se le pasa en un instante porque hoy es jueves. Jueves. Desde hace unas semanas, los jueves son tan especiales.
Permanece tumbado boca arriba. Gira su cabeza para mirar a Nekane, su mujer. Le da la espalda y respira con cierta agitación. Quizá ella esté soñando con un viaje, con una cuita, con otro hombre. Lo cierto es que le da igual. No recuerda ya cuándo fue la última vez que la despertó, en noches como esta, abrazándola por detrás, fuerte, llevando sus manos a los pechos y jugueteando con la lengua en su cuello hasta que ella despertaba y le respondía con sus labios. Luego, se cansaron, lo habían hecho demasiadas veces, todas iguales. El matrimonio es lo que tiene, que, sobre todo, aburre.
Un breve destello anaranjado ilumina la ventana a la vez que se escucha un breve aullido de sirena. Será una ambulancia. Ocurre a menudo. Habrá encontrado un obstáculo, quizá el automóvil de un trasnochador que regresa a casa como una tortuga, y le habrá hecho apartarse con el sonido. El hospital público está cerca y, aunque se puede llegar por la autovía hasta su misma puerta, muchas veces las emergencias prefieren cruzar la calle para evitar los atascos o las obras nocturnas que todo lo bloquean. Además, a ellos no les ponen multas porque se supone que llevan a alguien que precisa atención médica inmediata. Un perro ladra a lo lejos, se habrá asustado al escuchar la ambulancia.
Tiene ganas de levantarse ya. Otro día cualquiera, el lunes o el martes o el miércoles se haría el remolón en la cama, se daría media vuelta e intentaría dormir, quizá tomaría la pequeña radio de la mesilla y escucharía alguna emisora por los auriculares. Pero hoy es jueves y está deseando levantarse. Finalmente, lo hace. Se afeita con meticulosidad como cuando de joven se preparaba para una noche de caricias. En la cocina calienta un poco de café y se prepara una tostada con mantequilla y mermelada de albaricoque. No se sienta, come de pie, frente al mármol de la encimera. Piensa en el día que le espera y, sin percatarse de ello, una sonrisa le ilumina el rostro. Se viste en silencio en la habitación, intentando no despertar a Nekane que se ha dado la vuelta. Mira por la ventana y comprueba que llueve bastante. Coge las llaves de la furgoneta, una Ford Transit de segunda mano, y sale cerrando la puerta con cuidado. Baja a la calle, se levanta el cuello de la gabardina y camina a buen paso hasta donde ha aparcado el vehículo. Tiene una hora hasta la lonja y debe estar allá antes de las seis, puntual, porque hoy es jueves y necesita las mejores piezas.
 
La pescadería que regenta está en la calle Requena. Su padre la inauguró cuando era todavía niño y él continuó con el negocio una vez que su ilusión de estudiar mecánica se desvaneció con los cinco suspensos que cosechó en el primer trimestre. Ganaba un jornal bueno en la pescadería y tenía la edad para gastarlo con novietas y amigos. Su padre pronto comprobó que podía confiar en él y, tras un tiempo en el que le delegó las tareas más ingratas como madrugar para ir a las pujas en la lonja, limpiar las entrañas de las pescadillas o limpiar la tienda por las tardes, le dejó tratar con los clientes y manejar sólo el negocio. El caso es que llegó a dominar el oficio y, cuando su padre murió de un infarto, todo resultó tan natural que ni los propios clientes notaron la diferencia. Él ya estaba allí desde siempre a los ojos de todos, a sus propios ojos.
-        ¿Qué tal pescado tenemos hoy? – pregunta una clienta prematuramente avejentada, algo entrada en carnes, sonriente.
-        La lubina está estupenda- responde Josean mientras usa el cuchillo con habilidad para limpiar unas anchoas.
-        Pero vaya precio – responde la mujer- tienes que estar forrado, Josean.
-        ¡Ahí le ha dado señora!- grita él con simpatía – También la dorada viene muy rica hoy. Recién bajada de los bous la he cogido.
-        Bueno, por ser tú, ponme un par de lubinas que hoy tengo familia a comer.
Se le está haciendo larga la mañana. Siempre ocurre así los jueves desde el verano. Sabe que llegará hacia la una, poco antes de la pausa del mediodía, porque es bastante metódica pero aun así siempre le inunda la inquietud por si no aparece, por si  no la ve,  como ocurrió una semana de septiembre. Se quedó bien fastidiado, discutió con todo el mundo aquel día y sólo él supo la razón de su irritabilidad. Es consciente de que está soñando, que ya no tiene edad para esas cosas, pero no puede evitarlo.
Se llama Edurne. Por Cristo que jamás se lo ha preguntado pero un pescadero puede enterarse de cualquier cosa con relativa facilidad.
-        Este rodaballo está de muerte – le había tendido un día una trampa a una de sus clientas. Era junio, eso lo recordaba-, llévelo y me dará la razón. Mire, precisamente, hace un momento otra clienta se ha llevado tres buenas rodajas. No sé cómo se llama, una chica morena que se ha mudado hace poco al barrio, mediana edad...
-        ¡Ah! Sí, la Edurne- le había contestado la otra-, sí, su marido trabaja en la fábrica de moldes, debe ser ingeniero o algo así. La cosa es que se han mudado desde Irún.
-       Ella trabaja en alguna oficina del centro- terció otra-, creo que en la Mutua o algo de seguros. Es bastante reservada, apenas habla con los vecinos de la torre.
-       Pero, mira, ambos con trabajo. Suerte tienen los condenados, con todo el paro que hay.- contesta la otra.
-        Y que lo digas. Sin embargo, mi Juanra, ahí lo tienes, sin dar palo al agua, diez entrevistas ha hecho para nada. Harta estoy de verlo en casa.
-        Está muy “achuchao” todo. - la mujer baja la cabeza pensativa.
-        ¿Y dices que son de Irún?
-        Eso he oído. Además deben estar emparentados con los Urquiza, los del bar de la esquina.
-        No me digas, ¿en serio? Yo conozco mucho a Ana…
Él se hacía el loco, fingiendo centrar su atención en los peces pero, cuando las mujeres salieron con su comandas completadas, Josean conocía ya los datos básicos. Edurne, cuarenta y tantos– unos días después supo que eran cuarenta y tres y que cumplía los años en marzo, como él-, casada con un técnico, un tal Pedro Mari, sin hijos, efectivamente de Irún, administrativa en Seguros Abadía, aficionada al cine porque, como le aseguraron, va todos los sábados a la sesión de las cuatro en el centro comercial. No hizo falta que le contaran lo preciosa que era, el cómo le embobaba mirarla, lo profundo de sus pupilas castañas, la silueta ovalada y delicada de su rostro, la dulzura de su nariz, la hermosura de sus manos, el deleite del aroma de su cabello que, por milagro, llegaba hasta él cuando venía a comprar pescado, incluso por encima del apestoso olor de los peces. El primer día que la vio, un jueves, ya se dio cuenta de lo especial que era o, al menos, de lo especial que le resultó. Por supuesto, no le dijo nada inusual, ni se le ocurría el poder hacerlo. Pero le gustó la manera educada en que preguntó por las piezas y por los precios, la forma en que le dio las gracias cuando se marchó. Poco más sucedió aquel día, se olvidó de ella por completo al cabo de unos minutos. Pero Edurne regresó el siguiente jueves, y el siguiente y el siguiente. Para agosto,  la recordaba cada día, en septiembre vivía para los jueves, en octubre era lo único en que podía pensar. Joder, se había enamorado como un chiquillo. Increíble a su edad, como un gilipollas.
Las conversaciones entre ellos se han limitado a lo justo y necesario para realizar la venta. Que qué pescado viene bueno hoy, que límpiemelo bien- se trataban de usted-, que resérveme unos besugos para el jueves que tengo visita, que vaya frío que hace hoy. Tiene la voz delicada, agradable, con un timbre que le resulta tierno y cercano. Él sabe que, cuando la tiene enfrente, se atribula, las palabras se le atragantan y la simpatía natural que despliega con otras clientas se evapora. Le resulta increíble que, con tan pocos mimbres, su corazón esté tejiendo un cesto tan fuerte. Algunas palabras, algunos cotilleos, sus ojos, su sonrisa, su expresión de ángel que necesita un abrazo. Parece suficiente. Tiene que ser suficiente. Quizá sean diez minutos cada jueves. Él intenta alargarlos, ralentizar el servicio a las clientas que tienen los turnos antes que ella para que esté más tiempo allá, para verla un poco más, para prolongar la dicha. Tiene que ser suficiente con eso. Ya lo es. Los jueves son tan especiales.
Diez minutos pasan de la una cuando entra. Hace lo de siempre, filetea el lenguado que le ha pedido con esmero y lo limpia con tanta precisión que es imposible que ninguna raspa haya quedado entre la carne. Lo envuelve con cuidado y, con disimulo, mete en el paquete unas buenas rodajas de merluza, de la mejor que ha encontrado en la lonja, recién pescada, sin golpe alguno, de anzuelo, perfecta.
-        Aquí tiene- le sonríe sin saber si ella entenderá alguna vez todo lo que aquella sonrisa contiene.
-        Gracias. ¿Cuánto le debo?
-       Doce euros – contesta él, sabiendo que en realidad deberían ser casi cuarenta.
-       Tiene buenos precios usted. Vendré más – le responde ella con amabilidad y a él le da un vuelco el corazón sabiendo que volverá un jueves tras otro.
-        Gracias.
-       Por cierto- ella se detiene cuando ya empezaba a marcharse-, el jueves pasado me encontré un poco de merluza en el paquete…
-       Regalo de la casa para los buenos clientes. Algo habitual- contesta él, mintiendo.
-        Pues… - ella se quedó un tanto cortada - … muchísimas gracias. Lo cierto es que estaba deliciosa. Hasta otra.
Se gira y sale. La ve detenerse un instante en la puerta mientras abre el paraguas. La persigue con la mirada mientras se aleja por la calle. Hasta el jueves, preciosa, hasta el jueves, amor mío, no faltes, piensa.
- Pues a mí no me regalas nada – una joven desgarbada, clienta habitual, le mira con cara de pocos amigos.
 
 
 

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