23/6/14

La inusual habilidad de Desiderio Fossarti






Desiderio Fossarti tenía una habilidad inusual que muy pocos individuos poseen. Podía escuchar sonidos de tan baja frecuencia, por debajo de los diez hercios, que era capaz de oír el sonido de los músculos.
La primera vez que Desiderio fue consciente de ello ocurrió con apenas cuatro años cuando, sin atender a nada y a nadie, entró embalado en la cocina con su bicicleta. Era una de aquellas de antaño, sin frenos y sin piñones. Llegó a toda velocidad y tras ir derribando todos los enseres que encontró a su paso, acabó empotrándose contra la mesa donde la comida ya aguardaba servida. Ni que decir tiene que todo terminó por los suelos y la sopa se desparramó por todas las esquinas. Vio llegar a su madre y entonces lo percibió por vez primera. Escuchó el sonido de los músculos de su brazo derecho, el deltoides y el braquiorradial- aun cuando entonces no tenía ni idea de que tales nombres existían-  tensándose a gran velocidad y emitiendo ese sonido tan grave que sólo él podía escuchar. Aquella sinfonía instantánea de frecuencias se combinó a su vez con la que provenía de los aductores y lumbricales de una mano que, por fin, acabó en forma de fuerte colleja en su cabeza.
A partir de aquel día, se acostumbró a escuchar todos los sonidos que los músculos, los suyos y los ajenos, producen cada vez que efectúan un movimiento. Con el tiempo, supo distinguir los unos de los otros. Por ejemplo, el vibrar de los miocitos en el estómago durante la digestión se sentía como un scherzo vivo pero grave. El caminar tranquilo sobre la hierba hacía emitir al sartorio  y al sóleo una especie de andante cadencioso y armónico, agradable; mientras que al correr sobre el asfalto de la ciudad, el sonido era más áspero, como de un corno inglés desafinado. Un brusco giro del cuello hacía que los escalenos se comportaran como un timbal con un golpe seco y redundante. Supo pronto qué sonidos presagiaban violencia y cuales se anteponían a una caricia, cuáles acompañaban la sonrisa y cuáles se unían al insulto.
Al poco de cumplir los dieciocho años, escuchó por primera vez una composición que nunca antes había sentido, un allegro vibrante que provenía de sus propios músculos. Se concentró intentando descubrir cuál era el origen de aquel agradable sonido pero no pudo descubrirlo porque era tan intenso que lo encubría todo, que parecía traspasar su cuerpo entero. Unos meses más tarde fue consciente de que aquello sucedía cuando veía a Begoña y, enseguida, comprendió que estaba enamorado. Luego, aprendió los sensuales sonidos del deseo cuando, con ella en sus brazos en una cama, todos sus músculos actuaban como si de una orquesta filarmónica se tratara. Desistió de intentar explicar, incluso a ella, cómo el enamoramiento armonizaba el cuerpo.
Pasó su vida, así, entre sonidos que nadie más escuchaba y esto le dio ventajas indudables. Supo anteponerse a los contratiempos, se alejó de quienes hubieran sido sus enemigos, fue feliz en su matrimonio y se dejó guiar por sus instintos cada vez que un nuevo sonido, una vibración fresca o un acorde inusual llegaban a su cerebro. Aprendió, como no podía ser de otra manera, solfeo y armonía y ello le ayudó a comprender mejor su propia habilidad y a ser capaz de tomar notas de aquello que escuchaba con un sistema que él mismo creo modificando la notación convencional. Solía enseñarle a Begoña aquellas partituras en la que se veían corcheas y blancas, fusas y negras, con extraños puntos y acordes que resultaban inusitados. Las cinco líneas del papel pautado no se centraban en el “la” convencional sino en una desconocida nota, muchas octavas por abajo, y para ello inventó una clave de “re bemol” que le convino para pintar con mayor facilidad todos los sonidos. Le fueron útiles los signos adicionales de la música, los diminuendos, los crescendos, los sttacatos y las apoyaturas porque, al igual que en las sonatas o en las sinfonías, también los músculos sonaban con sus propias dinámicas.
Una tarde, ya viejo y cano, se sintió desalentado. Escuchó sonidos tan poco habituales que le dijo a Begoña que iba a escribirlos en la partitura para no olvidarlos. Se sentó en su sillón favorito mientras el azul denso y profundo de la noche iba comiéndose a bocados las últimas ráfagas de luz. Se ensimismó en el trabajo, tan novedoso le parecía. Pintó primero corcheas, luego negras, luego blancas y luego redondas porque aquellos sonidos tan nuevos iban ralentizándose a medida que pasaba el tiempo.
Begoña lo encontró como dormido. Su mano derecha colgaba por el lado del sillón y la partitura había caído al suelo. Begoña la tomó y vio que lo último que su marido había escrito era un acorde de do menor con un gran calderón encima y una indicación de diminuendo hasta un pianissimo final.


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