18/8/24

Tren a Samarcanda

 

Tren a Samarcanda (Acantilado, 2024), de la escritora tártara Guzel Yájina, es una novela basada en hechos reales, no necesariamente ligados en la época, que se han juntado con detalle para crear una ficción realista. 

En la Unión Soviética que emerge de la revolución en 1923, y cuando aún luchan el ejército rojo y los soldados del zar, se prepara un convoy ferroviario que pretende evacuar a 500 pequeños niños desde Kazán hasta Samarcanda, donde en teoría la devastación de la guerra, el hambre y la miseria no les alcanzará. Unos 4000 km que han de recorrer en 6 semanas, bajo la tutela del comandante Dáyev, del Ejército Rojo, y la camarada Bélaya, una revolucionaria convencida y estricta en el cumplimiento de las normas.

Para documentar la novela, la autora ha estudiado cartas de familias, hemerotecas, diarios, informes oficiales del Partido, documentos de los orfanatos, etc. El horror no ha salido de la imaginación sino de la vida misma.

Yájima va de tragedia en tragedia, de dolor en dolor, de penuria en penuria. Las idea sociales, filosóficas, políticas se estrellan contra la dura realidad de esos niños y de lo que ven en el camino. Más no todos los personajes sufren por igual. Los adultos tienen problemas de conciencia, éticos, políticos. Los niños, desamparados en su indefensión, sólo piensan en comer, protegerse del frío y sobrevivir. La escritora discierne bien, en sus descripciones, ambas clases de sufrimiento, el más intelectual y el más existencial, pegado a la carne y al dolor físico.  En la novela se contrapone la humanidad y compasión humana del comandante contra la burocracia ciega y estricta de Bélaya.

Yájima no escatima descripciones detalladas de la miseria, del miedo, del pavor y, así, el lector se sumerge en la asfixiante vida de un tren que nunca llega a su destino. Unas vías larguísimas que van quedando sembradas de tumbas de niños, lágrimas y terrores.

Tanto horror abruma, dificulta la lectura, porque no se ve un objetivo, un fin, una luz al final de un túnel. Es un catálogo infinito de brutalidad. Uno queda apesadumbrado y postrado ante tanta inhumanidad. 

Guzel Yájima escribe bien, muy bien, encontrando el tono y la forma literaria que aplasta al lector contra el dolor y la maldad. Sí, hay momentos de ternura pero nada compensa el dolor continuo de los 500 niños.

Tren a Samarcanda nos enfrenta a nuestra propia crueldad porque todos los personajes son gentes corrientes que, en determinadas circunstancias, crean el infierno "por un bien superior" que no se concreta jamás.




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