Aún recuerdo cómo te reías. Muchas veces te reías conmigo, de mi torpeza pero lo hacías de tal modo que yo me sentía enormemente amado. Aquella mañana, me empeñé en ir a desayunar al puerto. Era una mañana espléndida, llena de azules mediterráneos, bañada en una luz intensa, con la temperatura exacta para disfrutar de un cola cao con churros junto al mar. Tú dijiste que era una locura. Claro, no te hice caso alguno y montamos en el coche. No contaba yo con el tráfico loco de la ciudad, con el apresurado ajetreo de los millares de seres que no disfrutaban de vacaciones como nosotros, con el atasco inmenso de calles y avenidas.
Sí, llegamos al puerto y dimos diez vueltas hasta que yo acabe por entender que sería imposible aparcar. Te reías. Qué hermosa estabas cuando lo hacías.
Acabamos en una pequeña tabernita justo debajo del hotel. A diez metros. Una de esas con una terraza de dos mesas y cuatro sillas. Cuántas veces tuve que escuchar aquello de me tuvo una hora en el coche para acabar desayunando justo donde empezamos que contabas riéndote y acariciándome. Qué no daría yo porque volvieras a reírte de aquella anécdota.
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