El día que me secuestraron los gigantes, llovía mucho. Mala idea tuve en refugiarme en aquel tubo metálico. No sabía que era uno de los transportadores volantes de los gigantes. La tormenta era tan intensa que se me hizo imposible seguir volando. Vi aquella puerta y entré sin dudarlo. Estaba vacío pero muy iluminado y a buena temperatura. Quedé dormida en un rinconcito del techo. Cuando desperté, todo se había llenado de gigantes que agitaban espasmódicamente sus manos. Siempre lo hacen cuando nos acercamos a ellos. Me asusté y no pude sino esconderme en el primer recoveco que vi.
Un rugido enorme hizo vibrar el tubo y sentí una enorme fuerza que me apretaba contra la pared. No podía hacer nada. No sabía qué estaba ocurriendo pero veía mi casa muy, muy abajo. Por debajo de las nubes. Estaba volando en ese tubo y muy por encima de lo que yo suelo hacerlo. Pasó así una hora hasta que sentí la fuerza que me aplastaba nuevamente pero, ahora, en sentido contrario. Todos los gigantes salieron y, cuando nadie me veía, salí apresuradamente por la portezuela abierta. Me encontré perdida en un lugar inhóspito. Todo el paisaje era distinto. No tenía ninguna referencia para moverme y los olores que uso para guiarme habían desaparecido.
De eso hace ya más de un mes. No he osado meterme en otro de los tubos de los gigantes. Podría acabar aún más lejos. He conocido algunas compañeras que me han dado algo para comer y me han dejado una esquina en una pared para dormir. No es un buen sitio pero no tengo más. Eso sí, he conocido a un moscardón que, la verdad, es muy simpático.
Los huevos que dejé en aquel tocón en el borde del río habrán ya eclosionado. Me pregunto cómo serán mis mosquitas.
je je. Es cierto. Eso deben sentir las moscas que se nos meten en el coche.
ResponderEliminar