La lluvia, de gotas gruesas y pesadas, no alivió el calor de la tarde. Apenas tocaba el suelo se evaporaba formando torbellinos de vapor y nubecitas que envolvían el andar de los peatones. Juan Ramón no se resguardó bajo los arcos de la plaza mayor. Por el contrario, procuró caminar por el centro de la acera, dejando que su pelo, su rostro y su ropa se mojaran. Le venía bien para olvidarla. Otras tardes como aquella hubiera corrido hasta la calle Donato, donde Silvia trabajaba en la joyería de la esquina. Ahora, ya no era necesario.
Se había despedido con un Necesito vivir mi vida. Ha sido bonito pero adiós. Nunca supo el porqué de aquella despedida súbita. Incluso no supo cómo reaccionar. Se quedó plantado en medio de la plaza, viéndola marchar. Ella no volvió la vista pero él no pudo apartar la suya de la esquina de la calle por donde su imagen había desaparecido, por un buen rato.
Desde aquel día vagaba por la vida, preguntándose cada día – más con curiosidad que con rencor- para qué se levantaba, trabajaba y vivía. Una rutina insolente que se le antojaba eterna sin poder contársela a ella, sin poder hablar con ella al final de la jornada, sin acumular anécdotas que más tarde compartir con ella.
Pero la lluvia, gruesa y pesada, no era su amiga. En vez de ayudarle a olvidar, se encargó de recordarle su carita redonda, empapada por una tormenta de Julio, cuando la besó por primera vez. Cuando lloró, sus lágrimas se confundieron con las gotas de lluvia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario