El recinto de mi familia era blanco. Flotaba en la atmósfera y podría decirse que era un recinto mejor que la media. No me malinterpreten. Por supuesto, todos los recintos de todos los habitantes del planeta son iguales, diferenciándose tan sólo en el espacio en función de los miembros de cada familia. No existen diferencias debidas al trabajo que se desarrolla en la Sociedad o por la jerarquía de las decisiones que cada persona afronta en un momento determinado. Pero eso es válido para el recinto en sí mismo y sus comodidades básicas. Dentro de él, cada persona es libre de simular el ambiente que más le apetezca. La decoración es libre. Mi amigo Antak, por ejemplo, fue siempre un aficionado al mar. Su recinto estaba siempre envuelto en una atmósfera marina. No sólo el generador automático de aromas embriagaba el aire con el olor a salitre del océano sino que los ecos lejanos que inundaban las estancias evocaban escenas de playas enormes, olas rompientes y brisa suave. El generador óptico se encargaba de que Antak viviese hoy en las doradas arenas de una isla, mañana en las rompientes de un acantilado, el siguiente día a bordo de un casi prehistórico velero de 4 mástiles. Cuando Antak estaba malhumorado siempre usaba el programa 6, con esa simulación de galerna tan vívida que a mí me sobrecogía el ánimo.
Por nuestra parte, mi madre siempre prefirió la soledad moderada y la quietud de un campo sereno salpicado de árboles. Como especialista humana que era, su trabajo la hacía estar en continuo contacto con personas cuyo cuerpo presentaba problemas de funcionamiento, como ahora el mío propio. Tras tantas experiencias desagradables y tanta relación personal le apetecía llegar al recinto y alejarse momentáneamente de todo. Su estancia favorita estaba siempre llena de brisas suaves, de mariposas que volaban juguetonas a su alrededor, de sonidos de insectos y el frúfrú de las hojas al rozar entre ellas por la brisa. Se sentaba, entornaba sus ojos y me llamaba. Solía sentarme a su lado y ella me mesaba el cabello y me contaba cosas de su niñez mientras yo seguía con los ojos las mariposas.
Por nuestra parte, mi madre siempre prefirió la soledad moderada y la quietud de un campo sereno salpicado de árboles. Como especialista humana que era, su trabajo la hacía estar en continuo contacto con personas cuyo cuerpo presentaba problemas de funcionamiento, como ahora el mío propio. Tras tantas experiencias desagradables y tanta relación personal le apetecía llegar al recinto y alejarse momentáneamente de todo. Su estancia favorita estaba siempre llena de brisas suaves, de mariposas que volaban juguetonas a su alrededor, de sonidos de insectos y el frúfrú de las hojas al rozar entre ellas por la brisa. Se sentaba, entornaba sus ojos y me llamaba. Solía sentarme a su lado y ella me mesaba el cabello y me contaba cosas de su niñez mientras yo seguía con los ojos las mariposas.
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