Alguien debía haberla traído hasta aquí. Estaba muy lejos del mar, perdida en la inmensidad de la tierra. Sola. Abandonada. Amenazada por la zozobra de las tormentas de tierra adentro, donde no se puede flotar y seguir las corrientes, donde los truenos asustan más. La barca, arrebatada sin piedad de su entorno natural, yacía sobre un jardín de hierba cortada en primavera. Para las gentes de montaña era seguramente un paraje bucólico.
Su quilla estaba pudriéndose sin los besos del agua marina, su fondo se había llenado de hojas donde, mucho antes, se acumulaban los peces que su patrón pescaba. Sin calafatear durante meses y sin agua que hinchara sus tablazones, sus juntas se habían convertido en nidos de hormigas. Sus toletes estaban rotos porque nadie estimaba cuán importante era mantenerlos en buen estado para el buen remar. Algunos agujeros habían mellado el casco. Su argolla, donde otrora se anudaba la soga que la unía al bolardo del puerto, estaba ahora oxidada. Su proa ya no enfrentaba marea alguna.
Cuando Aurelio, marino jubilado, la vio sintió que se le encogía el corazón. Era duro estar lejos del mar, de sus olas bravas, del salitre que tiñe el aire y del horizonte recto del océano. Sintió que, como le ocurría a la suya, el alma de aquella barquita debía estar llorando y deseando regresar al Cantábrico.
Su quilla estaba pudriéndose sin los besos del agua marina, su fondo se había llenado de hojas donde, mucho antes, se acumulaban los peces que su patrón pescaba. Sin calafatear durante meses y sin agua que hinchara sus tablazones, sus juntas se habían convertido en nidos de hormigas. Sus toletes estaban rotos porque nadie estimaba cuán importante era mantenerlos en buen estado para el buen remar. Algunos agujeros habían mellado el casco. Su argolla, donde otrora se anudaba la soga que la unía al bolardo del puerto, estaba ahora oxidada. Su proa ya no enfrentaba marea alguna.
Cuando Aurelio, marino jubilado, la vio sintió que se le encogía el corazón. Era duro estar lejos del mar, de sus olas bravas, del salitre que tiñe el aire y del horizonte recto del océano. Sintió que, como le ocurría a la suya, el alma de aquella barquita debía estar llorando y deseando regresar al Cantábrico.
Muy bello. Los que hemos vivido junto al mar comprendemos esa desazón que describes al estar lejos de él.
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