Hubiera sido arquitecto si no fuera porque nunca pudo estudiar. Y, para ser sinceros, tampoco nunca tuvo condiciones ni voluntad. Percibió su frustrada vocación un día que sus padres le llevaron a la capital, Burgos. Hasta entonces, la casa más grande que él conocía era la de Mario, el carnicero del pueblo que, habiendo recibido una herencia de una vieja tía suya que vivía en Argentina, se dedicó a malgastarla construyendo un edificio más alto que la propia iglesia y en la que vivía toda su familia cercana y lejana. Los demás, con ese puntito de envidia que crea el despilfarro de los nuevos ricos, la llamaban la casa del chorizo en alusión poco elegante a los orígenes del tal Mario el cual se sentía profundamente insultado cuando sus convecinos confundían charcutería con carnicería.
Pero cuando Tomás, a sus catorce años, se plantó delante de la blanca catedral quedó atónito. Le parecía imposible que todos aquellos enormes bloques de piedra encajaran de forma tan exacta. Se quedo boquiabierto cuando, muy arriba, observó las gárgolas con cuyas caras feas, dicho sea de paso, tuvo pesadillas por muchos meses. Siguió con la mirada la pendiente con que las torres intentaban tocar el radiante cielo del mediodía y dibujó con su vista el laberinto de recovecos, la urdimbre de recodos, las arquivoltas y la telaraña pétrea de la estructura. Su imaginación se desbocó al pensar en las miríadas de seres que podían vivir y esconderse tras el bosque de columnas y capillas. Aplaudió, con la inocencia de su edad, cuando el sol cruzó las vidrieras y transformó el suelo en un cuadro de mil tonos de colores irisados.
En los meses que transcurrieron soñó con ser constructor de catedrales y hacerlas tan hermosas y enormes que todos le envidiarían por su talento. Pero el estudio no era un talento que le perteneciera. Podía dibujar decenas de edificios, a cada cual más fantasioso, pero no era capaz de entender una de las simples ecuaciones que su maestro se empeñaba en explicarle. Concebía templos gráciles y etéreos pero jamás pudo comprender las intrincadas fórmulas de geometría que sus compañeros de clase tan bien conocían.
Este hechizo por las iglesias se desvaneció, unos años después, cuando Tomás descubrió el hechizo, aún mucho más poderoso, de las mujeres y del primer amor. A trancas y barrancas finalizó sus estudios primarios y trabajó, como aprendiz, en varios oficios sin mostrar interés real por ninguno. Aún así, para su vigésimo segundo cumpleaños, tenía ahorrado un dinerillo con el que decidió que era hora de recorrer el mundo. Sentado en autobuses baratos, trenes de tercera clase y mendigando que los conductores le llevaran, logró recorrer gran parte del país y acabó, un verano tormentoso en que todas las tardes parecían adornarse con un arco iris, en Barcelona. Para entonces, sus ahorros se le habían acabado pero sus habilidades habían crecido. Sabía pintar, sabía modelar pendientes y sortijas con alambres y cuero, era diestro llenando botellas con arenas de colores e, incluso, tocaba la flauta con mucha habilidad. Combinando todo aquello, creaba espectáculos improvisados en las Ramblas o en el Paseig de Gracia que, pocos nativos y muchos turistas, pagaban con algunas monedas.
Un quince de septiembre –lo recordaba bien- ocurrió aquello que le devolvería a su niñez. Por aquel entonces se hospedaba en una pensión de baja estofa y peor reputación donde compartía cama con otro saltimbanqui de la vida. Él dormía por la noche y el otro tipo por la mañana. El otro individuo era dado a afanar todo lo que encontraba, le sirviera o no, especialmente en los supermercados. Ya le habían detenido algunas veces pero salía a los pocos días porque se trataba de hurtos menores. Algunas veces, esto deparaba una buena comida a Tomás pero, en general, sólo servía para llenar la pequeña habitación de cosas inútiles como cajas, decenas de cirios coloreados, botes de limpiacristales o pastillas de jabón caducadas.
Cuando aquel quince de septiembre abrió la puerta, vio la cama y gran parte del cuartito lleno de rollos de papel higiénico. Tantos que era prácticamente imposible estar dentro. Tomás se preguntó, primero, cómo su loco compañero podía haber robado tal cantidad de papel y, segundo, se enfadó con la molestia que todo aquello provocaba. Tenía que encontrar otro alojamiento, eso estaba claro. Pero, ahora, lo más urgente era deshacerse de toda aquella porquería. No sin esfuerzo bajó gran parte de los rollos al portal con la intención de echarlos al contenedor de la esquina. Cuando, a trancas y barrancas, los arrastraba un par de rollos se salieron de las bolsas y se desenrollaron sobre la acera y sobre la rejilla de ventilación de la línea cuatro del metro. En un instante, impulsado por el potente chorro de aire caliente, las largas tiras de papel se elevaron hacia el cielo, bailaron juntas durante unos segundos y, luego, se enroscaron formando esculturas blancas que danzaban en lo alto. Con la sorpresa, más rollos cayeron y siguieron la misma senda de los anteriores, creando una efigie enorme sobre la boca del suburbano. Súbitamente, a Tomás le llegaron los recuerdos de su infancia. Los rollos de papel que brincaban se le transformaron en torres de templos, en arbotantes majestuosos y en cimborios asombrosos. Allí mismo tuvo la idea. Si el azar podía crear aquello, qué no haría el arte del hombre. Como pudo, llevó el papel estropeado a la papelera pero regresó con el resto a la habitación. Al final, quizá el chalado cleptómano con el que compartía lecho le había hecho un favor.
Lo pensó todo aquella noche. Era sencillo y se preguntó cómo no se le pudo haber ocurrido antes.
Por la mañana, con una bolsa llena de rollos de papel higiénico, se sentó junto a la gran celosía metálica por donde salía el aire del metro que discurre bajo el Passeig de Gracia. El flujo era constante y poderoso. Tanto mejor. Y la gente no pasaba sobre él. Unos porque les molestaba la ventolera. Otras para que sus faldas no volaran imitando a una Marylin improvisada. Eso le daba oportunidad de trabajar sin impedimentos.
Con paciencia, sus manos – ya hábiles – fueron tomando retales, haciendo nudos aquí y allá, tendiendo arcos y formando bóvedas de papel. El aire, que para su obra era como la argamasa que une la sillería, sostenía su edificio y lo mantenía vibrando en las alturas. Poco a poco, su catedral fue creciendo en altura. Lo que sus recuerdos y su imaginación trazaban en su mente, sus brazos y sus dedos lo conformaban con el papel.
Una hora más tarde, con un entregado público que aplaudía y dejaba más monedas que nunca, Tomás se detuvo y se alejó unos pasos para ver su creación. Era papel, sí, pero era una catedral. Y él era un arquitecto de templos.
muy bonito. Me ha recordado que yo he visto estas esculturas en otras ciudades tambien
ResponderEliminarJuan Antonio