No le gustaban los despertadores. Su sonido estridente le irritaba, de modo que se había acostumbrado a despertarse cuando la luz del amanecer entraba por la ventana. Eso, claro está, le causaba algún problema horario con el cambio de las estaciones pero su posición social no le obligaba a estar a las ocho de la mañana en ninguna fábrica. Podía permitirse el placer de despertarse acariciado por la claridad de cada mañana, tomarse su tiempo para leer el periódico que su ama de llaves le dejaba en la mesa y disfrutar, pausadamente, del desayuno que cada día se hacía traer a su habitación. El servicio disponía de unas efemérides astronómicas con las que, cada día, calculaban la hora en la que los huevos deberían estar fritos, el zumo, siempre natural, exprimido y el café caliente.
Tras una ducha que metódicamente tomaba con agua a 34º, vestía su albornoz y se sentaba en la mesa. En esos momentos le parecía que lo tenía todo. Poder, dinero, influencias, una casa excepcional, un servicio que atendía cada detalle y satisfacía cada capricho. Todos le envidiaban por la fortuna que la vida le había deparado.
Sorbió el zumo y miró por la ventana, hacia el fondo del jardín, por donde en ese momento pasaban dos enamorados de la mano. Él siempre tomaba el desayuno sólo y se sintió muy desdichado.
Tras una ducha que metódicamente tomaba con agua a 34º, vestía su albornoz y se sentaba en la mesa. En esos momentos le parecía que lo tenía todo. Poder, dinero, influencias, una casa excepcional, un servicio que atendía cada detalle y satisfacía cada capricho. Todos le envidiaban por la fortuna que la vida le había deparado.
Sorbió el zumo y miró por la ventana, hacia el fondo del jardín, por donde en ese momento pasaban dos enamorados de la mano. Él siempre tomaba el desayuno sólo y se sintió muy desdichado.
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