A las cuatro y media, el mundo de Ismael y Alberto se transformaba. Al salir de la escuela corrían a coger su bocadillo de mantequilla con azúcar que su madre les dejaba preparado sobre el aparador y salían, más rápidos que los cohetes que el Sr. Antonio lanzaba por fiestas de San Roque, hacia el castillo que otrora fuese defensa de la ciudad y que, hoy en día, era más lugar de amores escondidos que otra cosa. Desde los ventanales se divisaba el campo amarillento que iba descendiendo tortuoso hacia el océano. Antaño, desde las almenas, los vigías escrutaban el horizonte sabiendo que cualquier vela que apareciera sería un bajel enemigo con el que deberían enfrentarse. Ismael y Alberto juagaban cada tarde a combatir imaginarios navíos.
Aquel otoño fue particularmente lluvioso y ventoso y esto hacía que los muchachos sintieran con especial realismo la presencia de velas henchidas, olas que barrían la cubierta y guardias vigilantes bajo la niebla fantasmal que, como todo el mundo sabe, siempre precede a la llegada de una nave facinerosa.
Aquella tarde, habiendo dado ya buena cuenta de la dulce mantequilla, Ismael y Alberto izaron su bandera en lo alto del asta de la torre sur. Una vieja sábana que su tía Montse les había regalado y en la que, con paciencia y arte, habían dibujado su blasón. Discutieron, como hacían cada día, dónde situar las baterías que defenderían la fortaleza y, simulando con sus manos un catalejo inexistente, otearon el horizonte intentando abrirse paso entre la niebla que subía desde el agua. Ismael – capitán de día, pues se alternaban en el mando cada jornada- mandó con voz firme:
- Baje a comprobar los pasadizos, Sr. Alberto.
- A la orden, mi comodoro – el otro niño se cuadró imitando lo que muchas veces había visto en las películas.
Alberto bajó la escalinata y, uno tras otro, fue recorriendo los túneles que comunicaban el patio central con la pasarela exterior. Esta se llenaba de paseantes durante el verano pero en cuanto las hojas empezaban a caer permanecía desierta por el resto del año ya que si la lluvia le sorprendía a uno estando allá arriba, era seguro que acabaría calado antes de llegar a la ciudad. De hecho, los niños recibían permanentes reprimendas de sus madres porque no eran pocos los días en que aparecían completamente empapados y tampoco era extraño que pillaran sus buenos resfriados.
Alberto inspeccionó los túneles del sur y, a través de los ventanales, comprobó que la niebla era ya espesa. Sería difícil divisar barcos. Un buen día para atacar el fortín, pensó. Si él estuviera en el otro bando, elegiría un día así. Empezó a llover con ganas y el niño se parapetó bajo uno de los pasadizos esperando que amainara para regresar junto a Ismael. Pero el cielo se volvía cada vez más ceniciento y la lluvia era muy molesta porque, más que caer, volaba horizontalmente impulsada por la ventisca. Alberto llamó a voces a su amigo pero no recibió contestación. Pensó que, con la que estaba cayendo, habría corrido ladera abajo a refugiarse en casa.
Un par de truenos cercanos acabaron por asustar al chiquillo. Su valentía de soldado imaginario se esfumó y el frío que la ropa empapada le producía le hizo correr hacia el túnel.
Gritó. Y, por un instante, se quedó inmóvil. El individuo, vestido con una ropa ajada y sucia, le miró, sobresaltado también. Tenía unos ojos profundos y una descuidada barba. Llevaba un sombrero de gamuza que chorreaba agua y unos zapatos que a Alberto le parecieron botas piratas. Estaba sentado, casi agazapado, al borde del túnel y su silueta se recortaba contra la cortina de lluvia que caía fuera.
Alberto supo, en ese instante, que los piratas habían desembarcado y echó a correr en dirección contraria. No osó mirar atrás hasta que llegó al pueblo, jadeando y mojado hasta los huesos.
Tras la bronca que su madre le echó fue a contárselo todo a Ismael. Estaba seguro de que sus juegos ya no eran tales y que feroces enemigos estaban desembarcando. Pensaron en contárselo a sus padres, o al jefe de los municipales, o al maestro. Lo decidirían al día siguiente. Aquella noche, Alberto durmió mal y se despertó en varias ocasiones con la imagen del barbudo y extraño visitante.
Cuando caminaban hacia el colegio, seguían discutiendo a quién decírselo.
Entonces, le vieron. El hombre mal vestido, ya seco pero con su mismo sombrero, estaba sentado en la puerta de la iglesia pidiendo limosna a las feligresas que, siempre las mismas, acudían a la misa matinal.
- ¡Piratas! – dijo Ismael con cierto desprecio mientras miraba a Alberto.
- Bueno, yo pensé…
Ismael se dedicó durante tres semanas a burlarse de su amigo pero, por si acaso, no volvieron a izar su bandera en el torreón.
Aquel otoño fue particularmente lluvioso y ventoso y esto hacía que los muchachos sintieran con especial realismo la presencia de velas henchidas, olas que barrían la cubierta y guardias vigilantes bajo la niebla fantasmal que, como todo el mundo sabe, siempre precede a la llegada de una nave facinerosa.
Aquella tarde, habiendo dado ya buena cuenta de la dulce mantequilla, Ismael y Alberto izaron su bandera en lo alto del asta de la torre sur. Una vieja sábana que su tía Montse les había regalado y en la que, con paciencia y arte, habían dibujado su blasón. Discutieron, como hacían cada día, dónde situar las baterías que defenderían la fortaleza y, simulando con sus manos un catalejo inexistente, otearon el horizonte intentando abrirse paso entre la niebla que subía desde el agua. Ismael – capitán de día, pues se alternaban en el mando cada jornada- mandó con voz firme:
- Baje a comprobar los pasadizos, Sr. Alberto.
- A la orden, mi comodoro – el otro niño se cuadró imitando lo que muchas veces había visto en las películas.
Alberto bajó la escalinata y, uno tras otro, fue recorriendo los túneles que comunicaban el patio central con la pasarela exterior. Esta se llenaba de paseantes durante el verano pero en cuanto las hojas empezaban a caer permanecía desierta por el resto del año ya que si la lluvia le sorprendía a uno estando allá arriba, era seguro que acabaría calado antes de llegar a la ciudad. De hecho, los niños recibían permanentes reprimendas de sus madres porque no eran pocos los días en que aparecían completamente empapados y tampoco era extraño que pillaran sus buenos resfriados.
Alberto inspeccionó los túneles del sur y, a través de los ventanales, comprobó que la niebla era ya espesa. Sería difícil divisar barcos. Un buen día para atacar el fortín, pensó. Si él estuviera en el otro bando, elegiría un día así. Empezó a llover con ganas y el niño se parapetó bajo uno de los pasadizos esperando que amainara para regresar junto a Ismael. Pero el cielo se volvía cada vez más ceniciento y la lluvia era muy molesta porque, más que caer, volaba horizontalmente impulsada por la ventisca. Alberto llamó a voces a su amigo pero no recibió contestación. Pensó que, con la que estaba cayendo, habría corrido ladera abajo a refugiarse en casa.
Un par de truenos cercanos acabaron por asustar al chiquillo. Su valentía de soldado imaginario se esfumó y el frío que la ropa empapada le producía le hizo correr hacia el túnel.
Gritó. Y, por un instante, se quedó inmóvil. El individuo, vestido con una ropa ajada y sucia, le miró, sobresaltado también. Tenía unos ojos profundos y una descuidada barba. Llevaba un sombrero de gamuza que chorreaba agua y unos zapatos que a Alberto le parecieron botas piratas. Estaba sentado, casi agazapado, al borde del túnel y su silueta se recortaba contra la cortina de lluvia que caía fuera.
Alberto supo, en ese instante, que los piratas habían desembarcado y echó a correr en dirección contraria. No osó mirar atrás hasta que llegó al pueblo, jadeando y mojado hasta los huesos.
Tras la bronca que su madre le echó fue a contárselo todo a Ismael. Estaba seguro de que sus juegos ya no eran tales y que feroces enemigos estaban desembarcando. Pensaron en contárselo a sus padres, o al jefe de los municipales, o al maestro. Lo decidirían al día siguiente. Aquella noche, Alberto durmió mal y se despertó en varias ocasiones con la imagen del barbudo y extraño visitante.
Cuando caminaban hacia el colegio, seguían discutiendo a quién decírselo.
Entonces, le vieron. El hombre mal vestido, ya seco pero con su mismo sombrero, estaba sentado en la puerta de la iglesia pidiendo limosna a las feligresas que, siempre las mismas, acudían a la misa matinal.
- ¡Piratas! – dijo Ismael con cierto desprecio mientras miraba a Alberto.
- Bueno, yo pensé…
Ismael se dedicó durante tres semanas a burlarse de su amigo pero, por si acaso, no volvieron a izar su bandera en el torreón.
me has hecho recordar tanto mi niñez! ya no juegan los niños así
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