La masa gris nubosa que llegaba del horizonte constituía el escenario perfecto para la marejada. El mar, encabritado, se volvía blanco, espumoso, inquieto. A medida que la marea subía, las olas eran más altas y batallaban con mayor fiereza contra las grandes piedras del espigón. Poco a poco, ayudada por la infinita potencia de la luna en su discurrir cósmico, la mar fue ganando posiciones. Finalmente, hacia las tres de la tarde, se desbordó sobre el muelle y sobre las calles.
El ciclo se repetía una y otra vez. Una masa de agua se elevaba sobre el lecho marino hasta una altura de seis o siete hombres, cubriendo una anchura de varios cientos de metros. En su pared frontal se dibujaban arabescos y caracolas de espuma. Luego, cuando el fondo se acercaba a la costa, la cumbre del monstruo se rompía en millones de grietas blanquecinas que parecían planear sobre el cuerpo principal de la ola. Entonces, ya cerca de tierra, todo se desplomaba entre un gran estrépito y, al choque con el espigón, aquellos miles de toneladas de líquido saltaban hacia lo alto del aire, veinte o treinta metros, para volver a caer sobre la tierra cubriéndolo todo en unos segundos. El mar, liberado de su océano, se desparramaba raudo por calles y avenidas, ávido por conquistar lo que no le pertenecía, para replegarse a su guarida poco después.
La tormenta duró unas horas pero la luna conspiraba en su contra. Al alejarse, en su volar sideral, fue llamando a la marea hacia otros lugares y, cuando anochecía, el mar estaba calmo como un lago.
La tormenta duró unas horas pero la luna conspiraba en su contra. Al alejarse, en su volar sideral, fue llamando a la marea hacia otros lugares y, cuando anochecía, el mar estaba calmo como un lago.
Me senté en el dique y pensé en los marinos que habían salido a pescar. Les desee la mejor de las venturas.
me encanta vivir en la costa y ver las tormentas quue aqui describes
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