Cada día, se despertaba, con la exactitud que siempre le caracterizaba, a las seis y media de la mañana. Daba lo mismo si era verano o invierno, día laboral o fiesta de guardar. A las siete desayunaba. Metódicamente masticaba las galletas. Tres, para ser exactos. Ni una más, ni una menos. Siempre se había dicho a sí mismo que la salud descansaba en una vida ordenada y en una alimentación controlada.
Salía de la casa a las siete y media. Muchos vecinos utilizaban el portazo que daba al cerrar como despertador e, incluso, preferían para ajustar sus relojes aquel sonido a las señales horarias del informativo matinal.
No tomaba el autobús porque sus conductores no mostraban el rigor que él exigía. Lo mismo llegaban a las siete y treinta y cinco que a las siete y trinta y siete, y aquella extremada variabilidad le sacaba de quicio. De modo que prefería caminar. Lloviera o hiciera calor, estuviese ventoso o calmo, se dirigía a su oficina a cuarenta pasos por minuto con una precisión adquirida a través de la disciplina de muchos años. Fichaba en el reloj de la empresa a las ocho menos dos minutos exactamente. El Departamento de personal hacía muchos años que había dejado de controlar su tarjeta ya que siempre estaban marcados los mismos dígitos. Tan sólo una vez, haría unos trece años, encontraron un 7:59 en vez del eterno 7:58. Y se demostró, tras la oportuna reclamación que Gustavo hizo, que era el reloj el que se había adelantado. Exigió una indemnización que no le fue concedida pero, al menos, logró que cambiaran el reloj por otro más exacto.
A la una y media bajaba a la cantina donde su menú dependía del día. Vainas y un filete poco hecho los lunes. Lentejas y una rodaja de merluza frita los martes. Macarrones y albóndigas los miércoles. Ensalada y filete empanado los jueves. Sopa y lenguado los viernes. Nunca tomaba postre. A las dos y cuarto se sentaba nuevamente en su despacho, siempre por el lado izquierdo de la silla, y no levantaba la cabeza de su trabajo hasta las cinco y media.
Aquel día, como cada día, caminando de regreso, siempre a cuarenta pasos por minuto, se dirigió a su hogar. Fue entonces cuando la vio. Hermosa, rubia, con una falda plisada que bajaba un poco por debajo de la rodilla y con aquella sonrisa que alumbraba el cielo. Supo que se había enamorado porque se percató de que su ritmo había cambiado a treinta y nueve pasos por minuto.
Juro que conozco a un tío así!
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