El regalo llegó embalado de forma primorosa. El papel, de alta calidad, elegido con gusto y doblado con esmero. Su dirección y su nombre escritos con caligrafía detallista. En el remitente observó que llegaba desde Shanghai, así que Antonio supuso que se lo enviaba su amigo Li You.
Lo abrió con cuidado, procurando no romper el papel porque hacerlo hubiera sido como una ofensa al exquisito trabajo de la persona que lo enviaba. La caja estaba forrada de ante rojo por fuera y de seda amarilla por dentro. Pintados sobre metal, con gran meticulosidad, estaban bocetados ocho caballos salvajes, de aquellos cuya raza permitió la conquista de las extensiones asiáticas. Animales de alta talla, de larga melena y cola sedosa, con piernas esbeltas y ágiles que, lanzadas al galope, hacían sentir a cualquier jinete que era más veloz que las flechas que lanzaba. Dibujados en escorzos libres, indomables, ligeros, insinuando las cabriolas que los caballos ejecutan ante las yeguas para atraerlas hacia sí.
Caballos intocables. Por eso, acaso, su amigo había incluido unos guantes blancos dentro de la caja. Para que él pudiese limpiar el cuadro con la misma delicadeza que el pintor había derrochado al dibujarlo.
Lástima de tanto esfuerzo, pensó Antonio al volver a verlo por casualidad, porque hoy, un año después, el regalo permanece aburrido y anodino en el cajón, bajo papeles de esos que nunca se acaban de leer y facturas del banco que se guardan por si acaso. Los guantes nunca se usaron para limpiarlo pero sirvieron eficazmente para adecentar unas figuritas de plata, regalo de boda, que habían cogido una coloración ocre.
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