Una mañana más, se despertó demasiado pronto. Hacía mucho que no conciliaba el sueño por más de cinco horas. Quizá desde que Mauro había muerto y la cama se le antojaba demasiado grande y vacía. Nunca había llegado a entender por qué su mundo se había ido desintegrando, poco a poco. Ella, él, sus vecinos, su ciudad habían hecho su vida sin perjudicar a nadie y, sin embargo, parecía que Dios les había olvidado para siempre.
Miró por la ventana. Aún había estrellas arriba pero el calor era sofocante. Como cada día. Como cada noche. Aquel maldito calor que sofocaba la existencia. A Sara le dolían los huesos. En otro tiempo, hubiera pensado que eso era síntoma de que iba a llover pero ahora sabía que era sólo el dolor de un cuerpo viejo y solitario. Con pasitos cortos, fue hasta la cocina y tomó un vaso de agua. Estaba caliente. Hasta el siguiente sábado no podría conectar su refrigerador ya que la energía se les concedía por turnos muy rigurosos. Les habían dicho que los pantanos que alimentaban las centrales hidráulicas se habían vaciado, hacía ya tiempo, y que el gobierno había implantado el racionamiento de electricidad en todo el país.
Creyó sentir la presencia de Mauro en la casa. Creyó oír aquel vozarrón con el que le decía que la quería. Aquellas manos, campesinas y grandes, que le abrazaban la cintura mientras ella preparaba la ensalada que tanto le gustaba. Miró a la foto de la alacena. Estaban guapos en aquella foto. Se la hicieron durante la feria de otoño, entonces, cuando aún llovía. Fueron felices aquel día. Sara recordaba muy vivamente cómo se montaron en la noria y cómo bailaron en la plaza. Fue muy divertido. A la mitad del baile, empezó a llover a cántaros pero ellos siguieron danzando bajo el chaparrón. Recordaba el pelo empapado de Mauro y las gotas que le caían por las mejillas. ¡Estaba tan bello! Se besaron apasionadamente bajo aquel diluvio, tentando sus cuerpos bajo las ropas mojadas. Fue aquel día de la feria, entonces, cuando aún llovía. Luego, al llegar a casa, hicieron el amor. Esa era otra de las ventajas de la lluvia. Había que quitarse la ropa mojada para no coger un resfriado y, para ellos, eso siempre acababa en placer. Sara sonrió al pensar en aquella noche.
¡Pero hacía tanto tiempo que no llovía! Recordaba que los periódicos habían empezado a hablar de un cambio en las corrientes del mar y de algo que llamaban calentamiento global. Eran noticias perdidas en las páginas interiores de los diarios y ni Mauro ni ella les hicieron nunca mucho caso. Al fin y al cabo, ellos no calentaban nada. Eran sólo dos personitas en un gran mundo. Y la publicidad sobre la necesidad de ahorrar energía o de reciclar su basura sólo eran mensajes vacíos. Siempre pensó que eran pagados por empresas que querían incrementar su negocio. Mauro y ella eran insignificantes y sólo deseaban vivir su pequeña historia. Exactamente igual que el resto de las pequeñas vidas que componían su ciudad y todas las ciudades del mundo. Nunca imaginaron que la suma de todas aquellas existencias fuese, realmente, la que movía el planeta.
Poco a poco, los veranos se hicieron interminables y el calor era insoportable incluso en invierno. Era difícil amarse sudando tanto. Llegaban tan cansados y agotados a la casa que apenas tenían fuerzas para decirse nada. Y Sara dejó de preparar aquellas ensaladas que tanto gustaban a Mauro por el simple hecho de que dejó de haber tomates y lechugas. Se fueron separando sin darse cuenta. Siempre le amó, eso era verdad, pero el cariño, la ternura y la pasión eran tan escasos como la lluvia.
A Mauro le cambió el carácter. Llevaba mucho peor que ella la falta de agua. Miraba, cada día, al cielo buscando unas nubes que jamás aparecían. Aunque era poco religioso, llegó a salir en procesión aquel Agosto en que todo el pueblo sacó a San Eustaquio hasta la ermita del collado. Pero Dios nunca les escuchó. Y la vida de su marido se fue derritiendo en el sofoco, en la angustia de perder un mundo que nunca se hubo de perder.
Miró, nuevamente, la foto. Quizá fue el último día en que fueron realmente felices. Bailando bajo el chaparrón. Aquel lejano día, cuando aún llovía.
Se levantó de la silla y su esqueleto le recordó, una vez más, lo vieja que era y lo sola que estaba. Ya amanecía y, sin duda, iba a ser un día muy caluroso.
Tenía pocas ganas de vivirlo. Estaba cansada. Le agobiaba la rutina diaria. Andar hasta la estación con los dos cubos. Recoger el agua que traía el camión cisterna y volver a casa. Comer aquellos alimentos secos que eran los únicos que podían conservarse. Beber agua caliente.
Estaba tan cansada de su vida como lo estaba Mauro cuando, voluntariamente, se dejó morir. Su marido quiso marchar porque el mundo le era ya incomprensible. Tampoco ella lo había entendido, ni ninguno de sus vecinos, hasta que ya fue demasiado tarde. Mauro nunca comprendió qué había ocurrido. No entendió que se le muriera la tierra que trabajaba, que hubiera dejado de salir agua por los grifos, que el cielo siempre estuviera azul o que ya no le apeteciera amar a Sara bajo las sábanas. Se extinguió sin protestar. Cuando falleció, no era ya aquel hombre bello que aparecía en la alacena, con el rostro mojado. En aquella foto que se hicieron entonces, cuando aún llovía.
Sara cogió los cubos y salió de casa. Debía ir a por su diaria ración de agua.
esto nos psaa como no cuidemos el planeta, seguro. ALberto
ResponderEliminarya está pasando
ResponderEliminarAlbert