No se aficionó a la jardinería hasta que cumplió los cuarenta y cinco. Hasta entonces, el frenético ritmo de una profesión asfixiante y la auto creada necesidad de disponer de más ingresos habían amordazado cualquier otro interés. Ocurrió por casualidad. Había roto con Luisa. Pensó que se trataba de una despedida más. Al cabo, ya había tenido unas cuantas y sabía que el dolor del amor perdido duraba escasamente unas noches. La cama vacía se le hacía extraña sólo unos días. Luego, volvía a la vorágine de su trabajo, a sus viajes, a sus informes, a sus hoteles adornados en ocasiones con ternuras pagadas. Por alguna razón que, hoy después de tantos años, nunca supo, aquella mujer no fue otra más. Perduró sin saber cómo. De tanto en cuánto se asomaba en una esquina su fragancia, o percibía una mirada similar en otra dama, o se despertaba a media noche intentando abrazarse a un cuerpo que había marchado muy lejos. Y, lo peor, no pudo volver a enamorarse porque en cada aventura que tuvo desde aquel día siempre faltaba algo. Algo que Luisa tenía y la nueva amiga no.
Luisa amaba las flores, sobre todo las rosas blancas, y, aunque él nunca lo aceptó, debió comenzar a observar los jardines porque el recuerdo de su abrazo se le hacía más presente. Un día, casi una tontería, compró un libro en donde con muchas fotografías y pocas palabras – para mentes poco ágiles, vamos- enseñaban a plantar un pequeño jardín. Estaba en rebajas y lo cogió sin pensarlo. Lo hojeó y lo olvidó sobre la mesa. Pero al día siguiente lo volvió a tomar y vio el jardín de su casita, descuidado, con la hierba alta y crecida. Alguien le había dicho una vez que dedicarse a una tarea manual los fines de semana ayudaba a rendir más en el trabajo. Así que, más por profesionalidad que por interés, decidió plantar flores. El sábado a la mañana compró semillas y tiestos. Rosas, claveles, gladiolos, margaritas blancas y begonias. Eligió una imagen de las del libro y se propuso recrearla en su jardín. Fue un pequeño desastre pero, sin notarlo, sin ser consciente de ello, se sintió a gusto con la tarea que, aún sin reconocerlo, apaciguaba el ansía de tenerla otra vez junto a sí.
Cogió experiencia con el tiempo y su jardín cobró un aspecto mejor que los que aparecían en el libro. Algunos amigos le pidieron que hiciese algo similar en sus jardines, pagando por ello una buena cena y unas botellas de Rioja, amén de los gastos, claro está.
Luisa amaba las flores, sobre todo las rosas blancas, y, aunque él nunca lo aceptó, debió comenzar a observar los jardines porque el recuerdo de su abrazo se le hacía más presente. Un día, casi una tontería, compró un libro en donde con muchas fotografías y pocas palabras – para mentes poco ágiles, vamos- enseñaban a plantar un pequeño jardín. Estaba en rebajas y lo cogió sin pensarlo. Lo hojeó y lo olvidó sobre la mesa. Pero al día siguiente lo volvió a tomar y vio el jardín de su casita, descuidado, con la hierba alta y crecida. Alguien le había dicho una vez que dedicarse a una tarea manual los fines de semana ayudaba a rendir más en el trabajo. Así que, más por profesionalidad que por interés, decidió plantar flores. El sábado a la mañana compró semillas y tiestos. Rosas, claveles, gladiolos, margaritas blancas y begonias. Eligió una imagen de las del libro y se propuso recrearla en su jardín. Fue un pequeño desastre pero, sin notarlo, sin ser consciente de ello, se sintió a gusto con la tarea que, aún sin reconocerlo, apaciguaba el ansía de tenerla otra vez junto a sí.
Cogió experiencia con el tiempo y su jardín cobró un aspecto mejor que los que aparecían en el libro. Algunos amigos le pidieron que hiciese algo similar en sus jardines, pagando por ello una buena cena y unas botellas de Rioja, amén de los gastos, claro está.
Cada estación modificaba el estilo de su jardín. Con flores y plantas dibujaba un caleidoscopio de formas y colores que iban variando cada año con nuevos motivos y nuevas expresiones. Los aromas se mezclaban, siempre distintos, siempre atractivos. El sol brillaba en mil maneras por entre los pétalos y una pequeña fuentecilla que situó en la esquina norte atraía a los pájaros. Llegó a ser envidiado por todos los vecinos y fue llamado a dar un par de conferencias en la ciudad para jubilados y amas de casa que le aplaudieron a rabiar. Sus sobrinos traían a sus amigas para vanagloriarse de aquel viejo tío jardinero que era capaz de crear tantas variaciones y tan bellas. Nadie se percató de que, siempre, en el centro había una rosa blanca.
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