Ya casi no recordaba cuándo comenzó a redactar su novela. El título, eso sí, lo había ya elegido antes incluso de emborronar la primera cuartilla. “Escrito en la pared” la tituló sin saber muy bien el porqué aunque, ahora, resultaba inquietamente premonitorio.
Él era un artista que dejaba volar su imaginación. Nada de bocetar la historia o delinear personajes antes de ponerse al trabajo. No, eso era constreñir la creatividad. Él se sentaba ante una mesa donde sólo estaba el ordenador, un diccionario y una taza de café que cumplía sólo una función escenográfica ya que a él nunca le había gustado el café. Pero el aroma del mismo y el vaporcillo que durante algunos minutos surgía del líquido ardiente creaban el ambiente propicio para fabular. Así, durante meses, había escrito su novela. Una historia de buenos muy buenos y malos muy malos; de pasiones sin freno; descripciones precisas y paradojas morales. Así, hasta completar casi novecientas páginas porque, puestos a ello, convenía batir el record de Tolstoi.
Cuando el primer editor al que envió el original se lo devolvió con una cortés carta donde le decían que su obra no tenía calidad suficiente, se rió con suficiencia de aquel pobre ignorante. Con el segundo, que ni siquiera contestó, se enojó. Con los demás, muchos, se desmoralizó. Releyó su novela e hizo algunos cambios. Pocos, porque a su juicio, la primera redacción era ya excelente. La segunda remesa de envíos a editores tuvo un resultado similar y “Escrito en la pared” acabó en un cajón de la cómoda del salón.
Años después, por casualidad como siempre suceden estas cosas, conoció a Tomás. Aunque ya habría entrado en los cuarenta – como así lo atestiguaban su calva incipiente y las arrugas que enmarcaban sus ojos- se vestía como un adolescente de barrio. Trabajaba de repartidor de correo urgente pero él seguía sintiéndose un artista. Hasta que lo detuvieron, cuando cumplió los veintisiete, era uno de los grafiteros más afamados de la cuidad. Firmaba con el apodo de Mortimer Street y sus dibujos aparecieron por todos barrios. Y, hay que citarlo, con cierto éxito entre sus colegas de afición. Lo malo fue que los propietarios de muchos de los edificios que usaba como lienzo no entendieron que aquello no era suciedad sino arte e interpusieron demandas que acabaron con el pobre Tomás en la comisaria. Cien mil pesetas, de las de entonces, y tres meses de trabajos comunitarios (entre los que tuvo especial importancia el de limpiar a base de un jabón espeso y maloliente muchos de sus propios grafittis) zanjaron su deuda con la sociedad.
Aquella tarde, coincidieron sentados en la barra de “Tommy’s”, un club de solteros en el que, por alguna razón nunca explicada, jamás aparecía una soltera. Era el cumpleaños de uno de los camareros al que la depresión que le producía llegar a los cuarenta, hizo que invitara reiteradamente a toda la parroquia. Total, no pagaba él sino el dueño del establecimiento que, según contaban, estaba de vacaciones en Australia. Cuatro gin tonics después, Tomás le había contado toda su vida y le había hecho participe de sus esperanzas por volver a ser el artista gráfico que fue antaño. Cinco gin tonics después, Tomás conocía casi de memoria la trama de “Escrito en la pared” y brindaba por el aniquilamiento de los editores. Seis copas más allá, habían juramentado unir sus fuerzas para triunfar. Si las fuerzas diabólicas que se les oponían, construían obstáculos ante su arte, ellos los rodearían. Acabaron cantando el “Junts” de Llach y el “We are the champions” de Queen. Como el grafitero no estaba para conducir, acabó roncando en el sofá de la casa de Juan Alberto. Por la mañana, con un dolor de cabeza que retumbaba en ambos, se dieron sus números de teléfono y Tomás tuvo que aceptar una fotocopia del manuscrito de la nunca editada novela.
Dos semanas después, Juan Alberto tuvo que salir de la ducha porque el móvil campanilleaba recalcitrante. Contestó de mala gana. Era Tomás que le invitaba al club para proponerle, según le dijo, un negocio que cambiaría sus vidas. Su mente no fue lo suficientemente rápida para encontrar una excusa razonable y no tuvo más remedio que decirle que sí, que le diera una hora para adecentarse y vestirse y que se verían en Tommy’s. Cuando acabó la velada, con solamente un par de copas a la espalda, Juan Alberto pensó que el otro estaba loco pero le encantaba la idea que le había propuesto.
El primer capítulo de “Escrito en la pared” apareció escrito en una pared- no podía ser de otra manera con ese título- el seis de marzo. Fue en una fachada trasera de un banco comercial que esperaba a ser remodelada. Bien encalada y de unos treinta metros cuadrado, resultó perfecta. Firmaban J.A.-T.B.-M.S. (la B venía a cuento de que Tomás había sido bautizado como Tomás Benedicto, una gracia que nunc había perdonado a su ya difunto padre. La M y la S revivían el Mortimer Street de antaño).
El éxito es un ave de paso que nunca se sabe cuándo llega y cuándo se va. Esta vez arribó y se quedó. La pared del banco, ahora novela en grafitti, recibió editoriales en la prensa, miles de comentarios en los blogs de moda y algún que otro gurú de las artes vaticinó el fin de las editoriales. Incluso, Internet pasó a verse como algo anticuado porque una pared caligráficamente rellenada al amparo de la noche tenía una dosis de rebeldía y frescura que la red no podía siquiera imaginar. Se hacían cábalas sobre los misteriosos autores de tan magnífica obra.
Para cuando apareció el quinto capítulo, esta vez en la plaza de toros de la localidad, eran millones los que seguían la trama. Había apuestas sobre cómo continuaría, sobre cuándo el mundo recibiría la siguiente entrega. Se fotografiaban en alta resolución y se colgaban en los foros donde especialistas debatían sobre la prosa poética que destilaba esta nueva forma de arte. Los dueños de los edificios, en varios casos el propio Ayuntamiento, aprovecharon para ganarse unas perras permitiendo la lectura de sus paredes. Un reportaje fotográfico, claro está, se cobraba a mucho mayor precio. Un funcionario del servicio municipal de limpieza fue amonestado con falta grave porque, en un descuido, había limpiado con su manguera de arena a presión, parte del sexto capítulo.
Nevaba fuera el día en que Juan Alberto eligió el título de la segunda novela. “La tristeza del nopal”. Le vino así, sin más, cuando el camarero les sirvió aquellos tequilas, al ver la etiqueta plateada de la botella. Las calles estaban intransitables por el hielo y la atmósfera de Tommy’s era densa y acogedora. Al menos, la noche daría para tres o cuatro capítulos.
me ha gustado el cuento. Ana
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