El día que subió al tejado empezó como todos los días, con bostezos y regañinas de su madre porque se le pegaban las sábanas e iba a llegar tarde al colegio. Continuó con el tedio de la clase de matemáticas, una lista de reyes medievales que el profesor de historia decía que eran importantes, la voz monocorde y aburrida de la señorita Clara intentando explicar – sin éxito alguno- la gramática francesa , el partido de fútbol en el patio que, como casi siempre, perdieron y el enfado del director porque se reincorporaron tarde a la clase tras el recreo. Llegó a casa cansado y con un hambre de lobo porque el bocadillo de chorizo del mediodía le había sabido a poco. Y es que, mientras durara la huelga de autobuses, no podía regresar al mediodía para el almuerzo así que su madre le preparaba un bocata envuelto en papel de aluminio e introducido en una bolsita junto a un botellín de agua.
Entró de mal humor y pidió la cena. Estaba hambriento. Pero tan sólo eran las seis y su madre estaba ocupada en otras tareas. Juanjo se enrabietó con esa ceguera en que a veces se sumen los críos cuando se obcecan. Quería comer. Consiguió que su madre se enfadara y le dijera que era un egoísta. Castigado. Sin cenar hoy, le dijo, aunque eso nunca era verdad. Si tenía hambre que se aguantara. El niño subió a su habitación. Menos mal. Tenía una chocolatina. No quería que le molestaran. Estaba muy enojado. Subió por la escalerita del ático al tejado. Su hermano mayor le había enseñado cómo hacerlo. Sabía que sus padres se lo habían prohibido porque, aunque no era alto, sí que había un riesgo de caída. Pero, quizá por eso, lo hizo. Su pequeña e injusta venganza.
Se sentó junto a la chimenea que expelía un humo caliente. Atardecía ya. Unas nubes muy altas y largas se habían coloreado de anaranjado y amarillo. El sol estaba ya casi oculto por detrás de las colinas que delineaban el horizonte y se dejaba mirar sin quemar los ojos. Era de un rojo intenso, fuerte, salpicado de luminarias amarillas. Vio pájaros que volaban cerca de las tejas y que buscaban ya sus nidos para pasar la noche. Un punto brillante titilaba en el este y el cielo estaba como dividido en dos hemisferios, uno muy oscuro bajo el cual las lucecitas de la zona este de la ciudad estaban ya todas encendidas; el otro aún rojizo. Era bonito todo aquello. Las ventanas de su propia casa se iluminaron y arriba, aparecieron estrellas que formaban dibujos. Se imaginó volando en una nave espacial, descubriendo planetas y combatiendo alienígenas. Se acordó de su tío Arturo que tenía un telescopio. Una vez, un verano muy caluroso, le llevó a la playa por la noche y le hizo ver Saturno con sus anillos. Le contó historias del cielo y le prometió que le regalaría un anteojo para la fiesta de Reyes.
Un grito llamándole a cenar le sacó de su ensimismamiento. Notó algo en su mano y se percató de que ni había abierto la chocolatina. Bajó cauteloso para que nadie oyese que había estado en el tejado. Entró en la cocina y se abrazó, sin decir palabra, a su madre.
Entró de mal humor y pidió la cena. Estaba hambriento. Pero tan sólo eran las seis y su madre estaba ocupada en otras tareas. Juanjo se enrabietó con esa ceguera en que a veces se sumen los críos cuando se obcecan. Quería comer. Consiguió que su madre se enfadara y le dijera que era un egoísta. Castigado. Sin cenar hoy, le dijo, aunque eso nunca era verdad. Si tenía hambre que se aguantara. El niño subió a su habitación. Menos mal. Tenía una chocolatina. No quería que le molestaran. Estaba muy enojado. Subió por la escalerita del ático al tejado. Su hermano mayor le había enseñado cómo hacerlo. Sabía que sus padres se lo habían prohibido porque, aunque no era alto, sí que había un riesgo de caída. Pero, quizá por eso, lo hizo. Su pequeña e injusta venganza.
Se sentó junto a la chimenea que expelía un humo caliente. Atardecía ya. Unas nubes muy altas y largas se habían coloreado de anaranjado y amarillo. El sol estaba ya casi oculto por detrás de las colinas que delineaban el horizonte y se dejaba mirar sin quemar los ojos. Era de un rojo intenso, fuerte, salpicado de luminarias amarillas. Vio pájaros que volaban cerca de las tejas y que buscaban ya sus nidos para pasar la noche. Un punto brillante titilaba en el este y el cielo estaba como dividido en dos hemisferios, uno muy oscuro bajo el cual las lucecitas de la zona este de la ciudad estaban ya todas encendidas; el otro aún rojizo. Era bonito todo aquello. Las ventanas de su propia casa se iluminaron y arriba, aparecieron estrellas que formaban dibujos. Se imaginó volando en una nave espacial, descubriendo planetas y combatiendo alienígenas. Se acordó de su tío Arturo que tenía un telescopio. Una vez, un verano muy caluroso, le llevó a la playa por la noche y le hizo ver Saturno con sus anillos. Le contó historias del cielo y le prometió que le regalaría un anteojo para la fiesta de Reyes.
Un grito llamándole a cenar le sacó de su ensimismamiento. Notó algo en su mano y se percató de que ni había abierto la chocolatina. Bajó cauteloso para que nadie oyese que había estado en el tejado. Entró en la cocina y se abrazó, sin decir palabra, a su madre.
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