Me gustan las tardes de invierno, como las de ahora. El sol se pone pronto y, al salir del trabajo, su luz amarillenta, tristona, juguetea pintando reflejos en los charcos y haciendo brillar la nieve que reposa en las montañas. A esa hora se han encendido ya muchas de las luces de la avenida y los niños, con botas de agua, guantes y bufandas corretean por el parque en interminables y risueñas persecuciones. El frio enrojece las mejillas de los transeúntes que aceleran el paso mientras se dirigen a sus hogares. Gorriones rezagados, en su continua búsqueda del escaso alimento, picotean aquí y allá. Aún queda un vendedor de castañas en la esquina y el quiosquero recoge las revistas mientras baja la persiana. Es tiempo de cenas tempranas y se agradece el aroma de un caldo caliente. Suena Angela Aki en el estéreo y es el momento de leer un libro recostado en el sofá bajo las sombras que dibuja la lámpara.
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