Quizá fuera que la nariz no estuviese bien dibujada. O, acaso, la posición de las cejas. Lo cierto es que el retrato no le agradó. Estaba bien, sí. Pero no era el rostro del que uno pudiera enamorarse. Arrancó la hoja, la arrugó hasta hacerla una bola deforme y la lanzó a la papelera. Encestó sin problemas, tantas habían sido ya las que había arrojado. Hizo una nueva marca en el cuaderno en que anotaba los intentos. En realidad, era el séptimo que completaba. Desde mil novecientos noventa y cuatro a tres o cuatro bocetos por semana... intentó calcular el número total pero desistió.
Necesitaba un descanso. Fue a la cocina y puso agua a hervir. Vertió un poco en una taza. Sacó una bolsita de té rojo y la introdujo con parsimonia. Había ya anochecido y hasta la ventana llegaba el rumor de las olas rompiendo contra el arrecife. Una luna jibosa y amarilla flotaba tras las nubes que, a su luz, dibujaban formas de mujer. Sorbió el té y cerró los ojos intentando recordarla. No pudo. Llevaba demasiado tiempo sin poder dibujar su cara en su mente. Para ser precisos, desde mil novecientos noventa y cuatro cuando de pronto – porque la conciencia de que ya no se acordaba de ella fue súbita- no logró traerla a su memoria. Aquel día – eso sí lo recordaba- buscó sus fotografías por toda la casa pero no había ninguna. Las había roto tras el funeral, en un ataque de delirio y furia. Había jurado contra el cielo y contra todo. Si el destino se la había llevado, él renunciaba a sus recuerdos. La muerte quería que él muriera en vida, sufriendo en cada recuerdo. Se negó a ello. No vagaría en la sombra de las penas que el evocar crea. Lo mejor, pensó, era eliminar los recuerdos, arrancar el dolor que le consumía y despreciar el designio al que había sido condenado.
Se arrepintió un mes después. Rebuscó en la basura, entre libros, por cajones y esquineras. Todas habían desaparecido en el fuego. Necesitaba verla, tener su imagen, llorarla. Así que decidió pintarla. Se puso a trabajar inmediatamente. Siempre se le había dado bien dibujar y pensó que la tarea sería sencilla. Su imagen aún era reciente. Pero siempre fallaba en algo. La mirada no era la suya. A veces, no acertaba en el gesto, o en cómo el pelo negro caía sobre su hombro derecho. Otras, la mirada se le quedaba mate, sin la alegría que ella siempre emanaba. Y el color de su piel. Ese era el mayor enigma. No había conseguido nunca siquiera cercarse. Sus pecas. ¿Eran tres o eran seis? No lo recordaba con certeza. Una vez, allá por el dos mil seis, creyó tener una imagen que casi era la de ella. Pero, cuando pasaron unos días, se dio cuenta de que sólo era una ilusión porque ningún sentimiento se despertaba en su corazón al mirar el cuadro. Lo rompió.
El té humeaba aún. Cerró los ojos y creyó atisbar un nuevo rasgo de ella, uno que había olvidado. Tomó un nuevo folio y lo amarró al caballete. Quizá esta vez fuese la definitiva. Fuera, algunas estrellas titilaron entre las nubes.
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