Los interminables carriles flexaban bajo el peso del rojo y plateado Talgo.
En el cuarto vagón, sentado junto a una de las ventanillas, Simón había logrado calmarse un poco pero, ahora, sentía un instinto vengativo que nunca antes había pensado poder tener. Recordó que ni siquiera había explicado a Rosa el porqué de aquella partida inesperada. La volvió a ver, con su abrigo azul, sobre el andén despidiéndole con más asombro que tristeza.
El día 31, uno antes de que se cumpliese el plazo, los diarios matutinos de la capital imprimían sus primeras páginas con los últimos acontecimientos en las relaciones USA – URSS. Todos ellos se hacían eco del temor que flotaba en todas las ciudades ante la llegada del día 1, temor agigantado por la tensión entre los grandes.
Simón descendió en la ciudad hacia las 8:00 de la mañana. En realidad, no sabía a quién dirigirse, así que puso rumbo hacia la Central de Policía.
Bastaron unos pocos minutos y unas cuantas llamadas telefónicas para que el comisario jefe enviase a Simón, junto con un oficial, hacia la calle de La Luna, cerca de la iglesia de las Mercedarias. Sólo hacía un año que allí se había establecido un centro especial de información, dependiente únicamente de los servicios de información del Estado. En realidad, el comisario jefe no hubiese creído nunca la historia de Simón si este no hubiera pertenecido al ISP, cuerpo al que se le suponía una credibilidad eleveada.
Aparentemente, la central de la calle de La Luna era un edificio más, bastante deteriorado que, por supuesto, no delataba ningún rasgo característico. Justo enfrente se hallaba un hotel residencia “inaugurado conjuntamente” y que servía de tapadera pues nadie esperaba encontrar una central de inteligencia frente a un diario trasiego de gente más que notable. El único indicio que podía llamar la atención era una extraña antena que sobresalía por entre dos chimeneas del edificio.
El oficial que había acompañado a Simón le hizo entrar con cierto disimulo. Naturalmente, el automóvil en que viajaron era de serie, absolutamente vulgar.
- Avisaré de que hemos llegado, señor santos – dijo el policía.
- Muy bien – respondió Simón.
- Le ruego que no oponga resistencia a lo que se le pida – el oficial hablaba con un cierto tono autoritario, sin duda intencionado.
- Por supuesto.
Tras ser paseado a través de varias pantallas semejantes a las que se utilizan en los aeropuertos para detectar armas, llegó al fin a la puerta de la oficina principal.
- Entre, por favor- se oyó antes de que hubiera llamado.
- Debe de haber circuitos de televisión – pensó Simón. Dudó un instante y entró.
La sala era espaciosa pero, en proporción, poco amueblada. Una gran mesa se situaba pesadamente sobre la parte izquierda. Una pequeña estantería, repleta de libros, y unas cuantas sillas desperdigadas aquí y allá completaban la decoración. Simón miró hacia la mesa y vio, tras ella, al que supuso como jefe de todo aquello.
Era un tipo bajo, con una incipiente calva, vestido con un traje gris azulado y una falsa sonrisa que le daba un aspecto de vendedor a domicilio muy acentuado.
- Buenos días… señor…? – se presentó Simón.
- No importan los nombres – le respondió- Me informan desde la Policía que tiene valiosa información referente a los últimos y desagradables sucesos internacionales.
- Así es – afirmó Simón.
- Bien, explíquese –le hizo un gesto para sentarse.
Simón se acercó una silla y explicó sus sospechas. Primero, empezó lentamente, nerviosamente, sin acertar en sus palabras pero, después de un rato, se había serenado y parecía, incluso, locuaz.
- Bien, señor Santos – dijo su interlocutor- Creo que se preocupa por nada. Todo esto está muy bien pero reconozca que se ha dejado llevar por los nervios. Creo que debería tomarse un descanso. ¿Por qué no se queda unos días en Madrid?
Simón quedó sorprendido. Los buenos modales y la eterna sonrisa de aquel hombre no podían ocultar su deseo de echar tierra a sus sospechas.
- Pero ¿no van a hacer nada? ¿No me cree, acaso? – preguntó Simón.
- Sí, claro que le creemos, señor Santos, pero en las actuales circunstancias no consideramos que esas sospechas sean suficientes para …
Santos sintió esa desagradable sensación que produce el que alguien otorgue la razón como si fuera un loco peligroso. Casi gritó.
- Pero, es un gran complot. Ha muerto un hombre por ello. ¡González es un espía! ¡Escúcheme!
- Le he de pedir que se calme, señor Santos. Compréndalo. Sus sentimientos personales le hacen ver fantasmas. Confíe en nosotros.
Por la mente de Simón pasó una idea que intentó rechazar pero que, a los pocos instantes, se impuso.
- ¿Y si es también un agente? – pensó - ¿por qué, si no, iba a defender a González?
De un golpe, se levantó de su silla y se volvió hacia la puerta
- No creo que esto no sea importante- dijo, mientras agarraba el pomo de la puerta- …iré a otro sitio. Saldrá la verdad….
- ¿De veras, señor Santos? Inténtelo, ande, inténtelo.
Aquellas palabras golpearon el cerebro de Simón. Su razón se nubló por un instante. Intentó recordar quién se las había dicho antes… ¡sí!...había sido González, cuando salió de su despacho. Lo vio nuevamente con aquella sucia sonrisa burlona. Simón giró sobre sí mismo con lentitud, con miedo, y miró fijamente al que suponía, ya, como otro agente espía. Observó sus ojos, grises como las nubes bajas, que parecían muertos, impasibles; vio sus dientes siempre contorneados por aquella sonrisilla que pretendía ser agradable; vio su…. Sus ojos retrocedieron hacia la nariz del desconocido. ¿Un temblor de nariz? Poca gente tiene tal temblor. Y él se había encontrado con dos en muy poco tiempo. Una escalofriante sensación embargó a Simón.
- Qué casualidad – pensó – Pocos hombres tienen este temblor….pocos hombres….pocos ¿hombres?.....¿hombres?
- ¡Así que es verdad! – gritó Simón, como si entrara en un túnel sin fin.
El desconocido se dio cuenta de que Simón había notado el balanceo de su nariz. Su sonrisa desapareció.
- Es usted más observador de lo que suponía, señor Santos.
- Martín tenía razón. El creía en la invasión…él creía – Simón balbuceaba; se hallaba demasiado ofuscado para reaccionar. Bajo la vista – pero…. Pero, ustedes dijeron que sería mañana, el día uno.
- ¿De veras?
Simón se sintió en peligro. Corrió hacia la puerta con el miedo tras él, acosándole. Tiró del pomo pero nos e abrió.
- ¡Abran! ¡Abran! – gritó – ¿Me van a matar, verdad?...¡no!
- ¿Matar? – pareció extrañado- ¿por qué? ¿Por qué íbamos a hacer tal cosa, señor? Si le hiciésemos desaparecer la gente se preguntaría la causa y nosotros no deseamos que nadie se pregunte nada. ¿Me comprende, señor Santos?
- Pero la gente sabe que están aquí – balbuceó Simón- No podrán salirse con la suya.
- No, amigo mío. Creen que vendremos… mañana… Pero no será así. Usted sabe que nada sucederá. Sólo debemos esperar. No somos tan salvajes como ustedes. Nosotros no matamos. Nos contentamos con dirigirles a nuestra voluntad.
- ¡No! ¡No!, ¡La gente lo sabe!...¡Tenemos defensas!
- Sí, lo sabemos muy bien. Desafortunadamente, una de nuestras naves se topó con uno de sus satélites y tuvimos que destruirlo. Lo hicimos gracias a los informes de su oficina – sonrió esperando la reacción de Simón.
- Martín tenía razón- escondió su cara entre las manos y se dejó caer en la silla.
- Como ya sabe usted, nos las apañamos para disparar desde un punto situado entre la Tierra y el satélite. Así, todos creyeron que ustedes mismos se atacaban.
- ¡No puedo creerlo!... ¡Extraterrestes! … - rió histéricamente – No…ustedes son espías de algún país. ¿Cómo se han infiltrado? ¿Cómo?
- Es usted curioso, señor, demasiado curioso, pero me alegra que no nos crea extraterrestres. Esto nos facilita las cosas. Nos costó introducirnos en la política de los terrestres. Afortunadamente para nosotros son ustedes incompetentes en cuando consiguen el poder. Entonces, la gente que les ha elegido se vuelve contra ustedes y miran hacia otros grupos, grupos nuevos… ¿Ha visto usted a alguien más nuevo que nosotros? ¿Qué cree que pasará cuando pase el día 1 y no ocurra nada? ¿Cómo se explicarán esos terribles gastos que han hecho?
Simón se irguió.
- Lo diré todo por la calle. ¡Todos lo sabrán!
- Muy bien, señor Santos. Puede empezar ya… - calló unos segundos- ¡ah!..pero, tenga cuidado. Hemos comprobado que entre los terrestres no son bien vistos los visionarios, Sentiríamos mucho que le ocurriera algo por nuestra culpa – un asqueroso sentimiento de superioridad se reflejó en aquel individuo.
En el cuarto vagón, sentado junto a una de las ventanillas, Simón había logrado calmarse un poco pero, ahora, sentía un instinto vengativo que nunca antes había pensado poder tener. Recordó que ni siquiera había explicado a Rosa el porqué de aquella partida inesperada. La volvió a ver, con su abrigo azul, sobre el andén despidiéndole con más asombro que tristeza.
El día 31, uno antes de que se cumpliese el plazo, los diarios matutinos de la capital imprimían sus primeras páginas con los últimos acontecimientos en las relaciones USA – URSS. Todos ellos se hacían eco del temor que flotaba en todas las ciudades ante la llegada del día 1, temor agigantado por la tensión entre los grandes.
Simón descendió en la ciudad hacia las 8:00 de la mañana. En realidad, no sabía a quién dirigirse, así que puso rumbo hacia la Central de Policía.
Bastaron unos pocos minutos y unas cuantas llamadas telefónicas para que el comisario jefe enviase a Simón, junto con un oficial, hacia la calle de La Luna, cerca de la iglesia de las Mercedarias. Sólo hacía un año que allí se había establecido un centro especial de información, dependiente únicamente de los servicios de información del Estado. En realidad, el comisario jefe no hubiese creído nunca la historia de Simón si este no hubiera pertenecido al ISP, cuerpo al que se le suponía una credibilidad eleveada.
Aparentemente, la central de la calle de La Luna era un edificio más, bastante deteriorado que, por supuesto, no delataba ningún rasgo característico. Justo enfrente se hallaba un hotel residencia “inaugurado conjuntamente” y que servía de tapadera pues nadie esperaba encontrar una central de inteligencia frente a un diario trasiego de gente más que notable. El único indicio que podía llamar la atención era una extraña antena que sobresalía por entre dos chimeneas del edificio.
El oficial que había acompañado a Simón le hizo entrar con cierto disimulo. Naturalmente, el automóvil en que viajaron era de serie, absolutamente vulgar.
- Avisaré de que hemos llegado, señor santos – dijo el policía.
- Muy bien – respondió Simón.
- Le ruego que no oponga resistencia a lo que se le pida – el oficial hablaba con un cierto tono autoritario, sin duda intencionado.
- Por supuesto.
Tras ser paseado a través de varias pantallas semejantes a las que se utilizan en los aeropuertos para detectar armas, llegó al fin a la puerta de la oficina principal.
- Entre, por favor- se oyó antes de que hubiera llamado.
- Debe de haber circuitos de televisión – pensó Simón. Dudó un instante y entró.
La sala era espaciosa pero, en proporción, poco amueblada. Una gran mesa se situaba pesadamente sobre la parte izquierda. Una pequeña estantería, repleta de libros, y unas cuantas sillas desperdigadas aquí y allá completaban la decoración. Simón miró hacia la mesa y vio, tras ella, al que supuso como jefe de todo aquello.
Era un tipo bajo, con una incipiente calva, vestido con un traje gris azulado y una falsa sonrisa que le daba un aspecto de vendedor a domicilio muy acentuado.
- Buenos días… señor…? – se presentó Simón.
- No importan los nombres – le respondió- Me informan desde la Policía que tiene valiosa información referente a los últimos y desagradables sucesos internacionales.
- Así es – afirmó Simón.
- Bien, explíquese –le hizo un gesto para sentarse.
Simón se acercó una silla y explicó sus sospechas. Primero, empezó lentamente, nerviosamente, sin acertar en sus palabras pero, después de un rato, se había serenado y parecía, incluso, locuaz.
- Bien, señor Santos – dijo su interlocutor- Creo que se preocupa por nada. Todo esto está muy bien pero reconozca que se ha dejado llevar por los nervios. Creo que debería tomarse un descanso. ¿Por qué no se queda unos días en Madrid?
Simón quedó sorprendido. Los buenos modales y la eterna sonrisa de aquel hombre no podían ocultar su deseo de echar tierra a sus sospechas.
- Pero ¿no van a hacer nada? ¿No me cree, acaso? – preguntó Simón.
- Sí, claro que le creemos, señor Santos, pero en las actuales circunstancias no consideramos que esas sospechas sean suficientes para …
Santos sintió esa desagradable sensación que produce el que alguien otorgue la razón como si fuera un loco peligroso. Casi gritó.
- Pero, es un gran complot. Ha muerto un hombre por ello. ¡González es un espía! ¡Escúcheme!
- Le he de pedir que se calme, señor Santos. Compréndalo. Sus sentimientos personales le hacen ver fantasmas. Confíe en nosotros.
Por la mente de Simón pasó una idea que intentó rechazar pero que, a los pocos instantes, se impuso.
- ¿Y si es también un agente? – pensó - ¿por qué, si no, iba a defender a González?
De un golpe, se levantó de su silla y se volvió hacia la puerta
- No creo que esto no sea importante- dijo, mientras agarraba el pomo de la puerta- …iré a otro sitio. Saldrá la verdad….
- ¿De veras, señor Santos? Inténtelo, ande, inténtelo.
Aquellas palabras golpearon el cerebro de Simón. Su razón se nubló por un instante. Intentó recordar quién se las había dicho antes… ¡sí!...había sido González, cuando salió de su despacho. Lo vio nuevamente con aquella sucia sonrisa burlona. Simón giró sobre sí mismo con lentitud, con miedo, y miró fijamente al que suponía, ya, como otro agente espía. Observó sus ojos, grises como las nubes bajas, que parecían muertos, impasibles; vio sus dientes siempre contorneados por aquella sonrisilla que pretendía ser agradable; vio su…. Sus ojos retrocedieron hacia la nariz del desconocido. ¿Un temblor de nariz? Poca gente tiene tal temblor. Y él se había encontrado con dos en muy poco tiempo. Una escalofriante sensación embargó a Simón.
- Qué casualidad – pensó – Pocos hombres tienen este temblor….pocos hombres….pocos ¿hombres?.....¿hombres?
- ¡Así que es verdad! – gritó Simón, como si entrara en un túnel sin fin.
El desconocido se dio cuenta de que Simón había notado el balanceo de su nariz. Su sonrisa desapareció.
- Es usted más observador de lo que suponía, señor Santos.
- Martín tenía razón. El creía en la invasión…él creía – Simón balbuceaba; se hallaba demasiado ofuscado para reaccionar. Bajo la vista – pero…. Pero, ustedes dijeron que sería mañana, el día uno.
- ¿De veras?
Simón se sintió en peligro. Corrió hacia la puerta con el miedo tras él, acosándole. Tiró del pomo pero nos e abrió.
- ¡Abran! ¡Abran! – gritó – ¿Me van a matar, verdad?...¡no!
- ¿Matar? – pareció extrañado- ¿por qué? ¿Por qué íbamos a hacer tal cosa, señor? Si le hiciésemos desaparecer la gente se preguntaría la causa y nosotros no deseamos que nadie se pregunte nada. ¿Me comprende, señor Santos?
- Pero la gente sabe que están aquí – balbuceó Simón- No podrán salirse con la suya.
- No, amigo mío. Creen que vendremos… mañana… Pero no será así. Usted sabe que nada sucederá. Sólo debemos esperar. No somos tan salvajes como ustedes. Nosotros no matamos. Nos contentamos con dirigirles a nuestra voluntad.
- ¡No! ¡No!, ¡La gente lo sabe!...¡Tenemos defensas!
- Sí, lo sabemos muy bien. Desafortunadamente, una de nuestras naves se topó con uno de sus satélites y tuvimos que destruirlo. Lo hicimos gracias a los informes de su oficina – sonrió esperando la reacción de Simón.
- Martín tenía razón- escondió su cara entre las manos y se dejó caer en la silla.
- Como ya sabe usted, nos las apañamos para disparar desde un punto situado entre la Tierra y el satélite. Así, todos creyeron que ustedes mismos se atacaban.
- ¡No puedo creerlo!... ¡Extraterrestes! … - rió histéricamente – No…ustedes son espías de algún país. ¿Cómo se han infiltrado? ¿Cómo?
- Es usted curioso, señor, demasiado curioso, pero me alegra que no nos crea extraterrestres. Esto nos facilita las cosas. Nos costó introducirnos en la política de los terrestres. Afortunadamente para nosotros son ustedes incompetentes en cuando consiguen el poder. Entonces, la gente que les ha elegido se vuelve contra ustedes y miran hacia otros grupos, grupos nuevos… ¿Ha visto usted a alguien más nuevo que nosotros? ¿Qué cree que pasará cuando pase el día 1 y no ocurra nada? ¿Cómo se explicarán esos terribles gastos que han hecho?
Simón se irguió.
- Lo diré todo por la calle. ¡Todos lo sabrán!
- Muy bien, señor Santos. Puede empezar ya… - calló unos segundos- ¡ah!..pero, tenga cuidado. Hemos comprobado que entre los terrestres no son bien vistos los visionarios, Sentiríamos mucho que le ocurriera algo por nuestra culpa – un asqueroso sentimiento de superioridad se reflejó en aquel individuo.
Relato en capítulos escrito hace casi 30 años, cuando yo era tan joven. Las cuartillas en las que estaba mecanografiado se habían vuelto amarillas, así que he decidido transcribirlo al blog como recuerdo.
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