19/4/09

Los 7 pecados capitales: la envidia




Cuando los primeros resultados de su plan comenzaron a aparecer, no se sorprendió. Sabía que contaba con una buena estrategia que había sido calculada con precisión. Incluso, en lo que respectaba al tiempo, se sorprendió de que su victoria llegara tan pronto. Apenas un año cuando él había contado con tres o cuatro. Su mente retrocedió sin quererlo a aquel trece de mayo. Había decidido aquel día acabar con el indeseable aunque todo había comenzado aún un año antes.

Christian tenía entonces sólo veinticinco años y era una entusiasta de Internet. Dedicaba una notable proporción de su tiempo libre a actualizar su blog. Su diario de cuitas, de ideas y –al menos así lo pensaba él mismo- el embrión de lo que llegaría a ser un volumen de relatos. Tenía lectores y eso le congratulaba. Agradecía las lecturas y las opiniones de sus visitantes. Al menos, escribía un relato largo cada semana, algunos de los cuales habían recibido meritorias críticas en varios diarios. Christian se sentía satisfecho. Hasta que aquel desgraciado de Cintra (ese era el alias con el que firmaba) comenzó a ser popular. Nunca entendió el porqué. Sus posts eran poco imaginativos, repetitivos e, incluso en varias ocasiones, claramente inspirados en historias de otros escritores de la red. Mas lo cierto es que sus carreras resultaron paralelas e inversas. A medida que Cintra ganaba popularidad, Christian la perdía hasta el punto de que unos pocos meses después sus entradas en el blog no tenían comentario alguno, señal de que ya nadie le leía. Por el contrario, el otro individuo había sido entrevistado en la radio local y sus mensajes, por palurdos que fueran, eran comentado con entusiasmo por muchos ineptos como él.

Al principio, sintió preocupación. Luego, estupor. Más tarde, irritación y finalmente ira. Y, tejiendo todos esos sentimientos en una única voluntad de destrucción que no parecía suya, la envidia por el éxito de Cintra. Dejó que creciera en sus entrañas. ¿Por qué aquel recién llegado conseguía un éxito que a él se le negaba? Era realmente injusto. Algo tenía que hacer. Le habían enseñado de chico que la envidia no era un buen sentimiento. Pero esto era más bien necesidad de justicia.

El trece de mayo – nunca le se olvidaría la fecha- se despertó sudando y alterado. Su cerebro parecía haber maquinado sin que él fuera consciente de ello. Ahora, estaba todo en su imaginación. Un plan que se le antojaba perfecto. Sería fácil. Siempre le había gustado la ópera y pensó que todo habría surgido de cuando, aquella tarde, estuvo escuhando Il Barbiere de Rossini. El barítono cantaba La calunnia è un venticello, un'auretta assai gentile, che insensibile, sottile, leggermente, dolcemente, incomincia, incomincia a sussurrar … Su vientecillo comenzaba a soplar. Era lícito limpiar la Red de mentecatos.

Lo primero fue abrir una veintena de cuentas de correo con las que creo veinte blogs distintos con nombres de bloggers inventados. Utilizó diversos cibercafés en un perímetro de cien kilómetros a la redonda. Todo debía parecer muy real y no era cosa de que algún experto descubriera que todos los blogs procedían de una misma IP. Destinó la mitad de las bitácoras a ser fans entusiastas de su propio blog. Las otras diez se dedicarían a vilipendiar a Cintra. Eran críticas poco agresivas, pero inteligentes. Como el vientecillo sutil, ligero, del aria. No daban la impresión de atacar directamente al otro blogger sino de ser un comentario certero y neutral. Cada día, marchaba a uno de los cibercafés elegidos y, siempre en rotación aleatoria para que nadie pudiera detectar rutina alguna, posteaba una crítica buena hacia sí mismo o mala hacia el otro, según tocara. De vez en cuando, los diversos escritores en los que se había transformado se apoyaban entre sí, reforzando las opiniones siempre contrarios a Cintra, siempre favorables a él mismo. Cualquiera que llegara a los blogs y leyera todo aquello sin estar en el secreto, vería una legítima y espontánea corriente de opinión a la que era fácil sumarse. Conocía bien el funcionamiento de los catalogadores de la Red. Creando llamadas cruzadas entre aquellos veinte blogs, pronto sus informaciones alcanzaron notoriedad en Google y en otros buscadores. En el fondo, la infinidad de llamadas y enlaces eran un círculo sin fín pero nadie parecía darse cuenta de ello.

Unos ocho meses después, vio los primeros signos de que su estratagema funcionaba - Piano piano, terra terra, sottovoce, sibilando, va scorrendo, va scorrendo, va ronzando, va ronzando - Algunos lectores comenzaron a apoyarle en sus escritos. Que si Cintra había copiado esto o aquello; que si ciertamente no era original; que por qué no daba su nombre real, que quizá tuviese algo que ocultar. Muy de tanto en cuanto, para que no se detectara relación ninguna, esos críticos simulados mentaban su propio blog y señalaban cuán bueno era en comparación con el de Cintra. Simultáneamente, recuperó algunos lectores y comenzó a sentirse a gusto consigo mismo. Dalla bocca fuori uscendo, lo schiamazzo va crescendo, prende forza a poco a poco

Poco más de un año había pasado cuando todo se desbordó de pronto, como en el aria del barítono- Alla fin trabocca e scoppia, si propaga, si raddoppia, e produce un'esplosione, come un colpo di cannone-. Como si se hubiera necesitado una masa crítica y esta se hubiese alcanzado en un segundo, cientos de agrios mensajes aparecieron en contra de Cintra. Sus defensores, quizá asustados de quedarse en el lado perdedor, le abandonaron o se pasaron al lado contrario sin ningún pudor. Aquel mensaje, por ejemplo, de un tal Kilimanjaro, mostrando su arrepentimiento por haber creído en aquel blogger que copiaba, fue decisivo. Christian nunca había sabido quién era el tal Kilimanjaro pero se reía cada vez que pensaba en cómo le había atraído a su bando.

Cintra había desaparecido de la red unos meses después, reventado y vilipendiado su blog- E il meschino calunniato, avvilito, calpestato, sotto il pubblico flagello per gran sorte ha crepar -. Nunca se supo quién era el tipo pero cuando los diarios dieron la noticia de que un tal A.G.P., de treinta años, se había suicidado en una casa donde guardaba seis ordenadores, Christian disfrutó más de su triunfo.

Nuevamente, veía la vida con optimismo. Era, otra vez, el rey de los internautas. Todos le envidiaban. Se sentía bien, sin remordimientos. Nunca fue envidia, tan sólo justicia.

El día de Navidad se conectó a Technorati para ver su posición en el ranking. Se sobresaltó al oír hablar por primera vez de un blog- “Caramelos literarios de Arizona”, se titulaba- con un extraordinario éxito en el último mes. Nombre hortera donde lo hubiera. Pero tenía una muy buena posición en el ranking, casi tan alta como la suya. Aquella noche no durmió bien y, al levantarse, lo primero que hizo fue poner en su estéreo El barbero de Sevilla.

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