24/5/09

Los sueños de Ana de Renjes y Juan de Estampí





I




Golpeó con fuerza el portón del monasterio. La oscuridad hacía ya tiempo que había caído y unas nubes cenicientas velaban la luna poco crecida de febrero de modo que era difícil orientarse en los caminos. Era una noche idónea para asaltos de bandoleros y él no se encontraba en la mejor condición, tras tantos días de camino. Necesitaba descansar, dar de comer a la montura y orar. Había sentido una gran alegría al divisar la silueta de la torre contorneada por unas cuantas antorchas que hacían de faro entre las montañas. Volvió a tomar la aldaba pero, justo en el momento que se disponía a golpear de nuevo, una pequeña portezuela se entornó y alguien, desde dentro, preguntó quién llamaba.


- Soy Juan de Estampí, conde de Fuentelsaz, y os pido cobijo por esta noche. Os pagaré.


Una antorcha acercada al hueco le deslumbró. Alguien, probablemente uno de los monjes, le estaba observando y los segundos le parecieron eternos. Por fin, aquel ser decidió que el viajero no era peligroso, quizá por su traje de cortesano bien zurcido y su elegante capa que denotaba su buena bolsa. La cancilla se entornó y Juan se halló frente a un benedictino enjuto, de nariz aguileña y orejas puntiagudas. Un tipo que, de no encontrarse dentro de un recinto bendecido por el Señor, hubiese espantando al caballero más templado.


- Podéis dejar el caballo en el establo. Encargaos vos de dadle agua y alimento porque los hermanos están aún todos reposando. Os tendréis que conformar con dormir esta noche sobre la paja porque todas las celdas están ocupadas – el monje detuvo su charla con ojos ávidos y Juan supo qué esperaba algo a cambio.
- ¿Dos monedas de plata serán suficientes? – preguntó.


Una amplia sonrisa que dejó a la vista unos dientes amarillentos iluminó el rostro del fraile.


- Venid, señor. Quizá pueda encontraros un camastro en la estancia de invitados. El prior no desea que sea ocupada por si algún enviado papal llegara de improviso pero tratándose de un caballero- ¿Conde habéis dicho?- como vos, creo que podremos hacer una excepción.


Juan de Estampí inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y entregó el dinero. El monje guardián le mostró las caballerizas y la escalera que conducía a su habitación. No tenía intención alguna de ayudar al recién llegado a aposentarse.


- Estoy convencido que sabréis orientaros por vos mismo – dijo-. Debéis disculparme. Dentro de pocas horas nos llamarán a maitines y debo dormir para poder orar con la atención que nuestro Señor reclama. - Sonrió y marchó hacia el otro lado del patio. Juan se alegró de que lo hiciera. El monje sería un santo varón pero el cielo no le había concedido la virtud de resultar agradable a los demás.


El monasterio era grande. Más de lo que le había parecido cuando se había acercado por el camino del río. El patio era amplio y estaba rodeado por muros que más se antojaban de castillo que de iglesia. En un lado se fundían con el claustro y, más allá, la torre acampanada de la iglesia dominaba todo el lugar. Dejó al caballo en el establo tras liberarlo de la montura y de las riendas. Llenó un cubo de agua que el jamelgo bebió con ansia y colocó un buen fardo de paja cerca de él. Luego, a buen paso, se dirigió a la escalera que le habían indicado y subió. Una antorcha humeaba en lo alto e iluminaba con sombras amarillas un pasillo con varias puertas. Sólo una estaba abierta de modo que supuso que allá debía descansar. Entró y vislumbró la cama entre las sombras. Estaba demasiado agotado para despojarse de las ropas. Se dejó caer sobre el camastro, pidió al Señor que los sueños que le asaltaban desde hace meses le dieran tregua y quedó dormido casi de inmediato.




II


- Señora, Señora – doña Aurora acariciaba la frente de la joven, pero no se mostraba asustada.


Hacía meses, cuando Ana, la hija del Señor de Renjes, había comenzado a sufrir aquellas angustias nocturnas sí que había temido por ella. Pero tras tantas noches de pesadillas, todos en el castillo se habían acostumbrado. El misterio había comenzado en otoño. Un día, sin previo aviso, Ana tuvo un sueño que la inquietó sobremanera. No lo contó a nadie. En él vio a un noble caballero que la buscaba para desposarla. Era un hombre hermoso, el más bello que nunca había visto y cuando despertó se preguntó por qué la vida real no crearía seres como los de los sueños. No le hubiera dado más importancia si no hubiese sido porque el sueño se repitió al día siguiente y al siguiente y al siguiente. Una semana después, asustada, se confió a su tutora, dona Aurora de Salvatierra, una mujer entrada en carnes, de pechos exuberantes, - que dicho sea de paso eran disfrutados de tanto en cuánto por el Señor en la intimidad de las cocheras- , y cabellera rizada siempre adornada por una diadema. Ana le contó que creía estar volviéndose loca. Pensaba que se estaba enamorando de aquel caballero que la buscaba en el sueño. Y, ella, le buscaba a él. Doña Aurora le obligó a rezar varios rosarios e incluso le hizo beber agua de azahar consagrada en la catedral de Burgos. Pero nada dio resultado. La chica continuaba soñando cada noche con el mismo hombre y –según manifestaba- anhelaba que se convirtiera en real porque deseaba que fuera su esposo. Esto ya inquietó más a la tutora puesto que la joven debería casarse con el Duque de Rosamunda, tal como los padres de ambos habían previsto ya cuando su nacimiento.


Un mes después, doña Aurora- ya, muy preocupada- llamó a su confesor y entre ambos convinieron que la muchacha podría estar endemoniada. No alarmaron al Señor de Renjes pero discretamente hicieron que Ana asistiera a la misa que un jueves celebró el padre Isidro, un cura ducho en demonios y exorcismos, que era prior de un monasterio cercano. Tras el oficio, Isidro se encerró con la joven por un par de horas y la entrevistó. Cuando terminó dijo que no veía al diablo en ninguna de las manifestaciones de Ana y que la chica tenía más la tontería propia de su edad que la influencia del maligno. Que todo se arreglaría cuando contrajera nupcias y aliviara la tensión propia de su donosura. Doña Aurora quedó más tranquila pero la situación no mejoró. Cada noche, con una precisión casi celestial, la muchacha comenzaba a sudar y a dar mil vueltas en su lecho, murmurando palabras ininteligibles. Cuando despertaba contaba siempre de aquel caballero bello que la buscaba, ora en un castillo, ora en los campos. Ana relataba con un detallismo imposible en un sueño las facciones del hombre, de los parajes en los que cabalgaba, de las palabras que le decía y de la angustia que parecía sufrir porque no la encontraba.


Así que, aquella noche, doña Aurora se limitó a secar el sudor de la chica, calmarla con sus caricias y agarrarle de la mano hasta que volvió a conciliar un sueño tranquilo. Se cercioró que quedaba cubierta por la sábana y volvió a su alcoba. Rezó dos Ave Marías y, tras santiguarse, pensó que la siguiente noche le sugeriría al Señor de Renjes que sería bien recibido. Aunque ya no era joven, su cuerpo aún sentía necesidades cada cierto tiempo.





III


- ¡Despertad, por el cielo santo!


Juan de Estampí se incorporó de súbito sin saber a ciencia cierta dónde se hallaba. Frente a él, tres o cuadro monjes le miraban con estupor. Otro más le tenía agarrado por los hombros y le zarandeaba.


- ¿Estáis despierto? ¿Os encontráis bien? – preguntó el que parecía ser el prior.


Juan tardó en contestar. Estaba confundido y necesitó dos minutos para volver al mundo. Recordó su viaje, la llegada al castillo, el feo padre que le había abierto la puerta y cómo, agotado, se había dejado caer sobre la cama.


- Sí, sí. Estoy bien.


Los monjes parecieron quedar aliviados.


- Vaya por Dios, señor. Habéis tenido una pesadilla del maligno, sin duda. No cesabais de agitaros y de gritar. Aunque no os entendimos palabra alguna, varios de los nuestros han pensado que estabais poseído. Soy el padre Isidro, prior del monasterio.
- Habéis de perdonadme, padre. Probablemente el cansancio. Llevo viajando ya muchas jornadas y el hambre y la suciedad no son buenas compañeras. Os agradezco vuestra hospitalidad y que hayáis cuidado de mi sueño.- intentó sonreír.
- ¿Podemos saber quién sois?
- Juan de Estampí, conde de Fuentelsaz. Mi padre es adelantado del rey de Castilla y estoy viajando solo por motivos que no puedo desvelaros. Hace dos días creo que perdí mi ruta y, casi por casualidad, divisé vuestra casa en la noche. He de daros las gracias por haberme cobijado. Soy valiente y manejo bien la espada pero estas noches cerradas son idóneas para bandidos y salteadores.
- Sois bienvenido, claro está, aunque nuestros medios son escasos…
- Pagaré vuestros desvelos con muchísimo gusto. -Juan entendió que el fraile guardián se había guardado las dos monedas para él mismo pero no era momento de crearse problemas. Dinero no le faltaba y necesitaba descansar unos días. Sacó otras dos monedas de su bolsa y las entregó al prior- Confío que con esto podáis ampliar vuestras obras de caridad, padre.


El benedictino sonrió y bendijo a Juan en pago de la limosna generosa.


- Nosotros debemos asistir ahora a los rezos de la mañana. Aprovechad para adecentaros y comer algo. Encontrareis alimentos, abajo en las cocinas. No os preocupéis por vuestra montura. Fray Pedro se encargará de ella.


Cuando salieron y quedó solo, Juan de Estampí aprovechó para asearse y explorar el monasterio. Bajó a la cocina, se sirvió una taza de leche y comió unas gachas que quedaban en un perol. Los muros estaban almenados en algunas zonas por lo que supuso que el edificio habría sido fortín fronterizo en décadas pasadas. Ahora, los reinos moros quedaban ya lejanos, mucho más al sur, pero él mismo sabía de enfrentamientos con ellos de su propio abuelo y sus hombres. Desde la iglesia llegaba, apagado por la sordina de las paredes, el canto a capella de los monjes. El sol pintaba de rosas los cirros altos que volaban desde el norte. Era una mañana fresca, con vencejos que piaban entre los árboles. El jardín interior estaba mustio pero pudo ver ya que brotes de flor anunciaban la cercana primavera. Una fuentecilla dejaba caer un hilillo de agua que, al chocar contra la base, creaba un murmullo que relajaba el ánimo. Pudo ver que más allá unas altas montañas aún cubiertas de nieve suponían un serio obstáculo a su camino. Aunque tampoco sabía a dónde debía dirigirse. Era consciente de que estaba vagando por el reino sin conocer su destino. Quizá había perdido la razón. Estaba, literalmente, persiguiendo un sueño. Literalmente.


Regresó a su aposento. Un arcón sirvió para guardar todas sus pertenencias. El ventanal era amplio y la vista de las montañas era imponente. Una silla, una bacinilla y una mesa austera completaban el mobiliario. Colgados de la pared, un crucifijo y un cilicio. No tenía intención alguna de utilizar este instrumento pero se arrodilló por unos minutos delante de nuestro Señor y pidió que la razón le fuera devuelta.


Tras el desayuno de los monjes, la finca se llenó de actividad. Algunos subieron arriba, a la biblioteca, posiblemente a copiar pliegos de los clásicos tras pasarlos por el cedazo de su censura. Otros salieron en varios mulos hacia las aldeas y Juan no supo bien si irían a ayudar a sus corderos o a reclamar los diezmos como pastores que eran. Algunos bajaron raudos a las cocinas y comenzaron a preparar el almuerzo para todos. Otros marcharon al huerto y algunos más a los establos. Juan no tenía nada que hacer y aquella inactividad, tras tantas semanas de agobio e inquietud por caminos peligrosos, le pareció inquietante.


Se cercioró de que su caballo estaba bien cuidado y vagabundeó por los alrededores intentando aclarar sus pensamientos. Si su padre supiese la auténtica razón de su marcha, mandaría a sus soldados a buscarlo. Le había mentido diciéndole que iría al torneo de Burgos que se celebraría en Marzo. No era cierto. Buscaba a una mujer. A una que sólo conocía en sueños. Más bella que Afrodita. Más atractiva que cualquier otra del cosmos. Estaba enamorado de una joven que se le aparecía todas las noches en sueños. Locamente enamorado. Tanto que no había podido aguantar más y se había lanzado a encontrarla allá donde estuviera. Una locura. Era un sueño. Sólo un sueño. Una pesadilla del demonio, quizá. Pero su pasión era tan infinita que no podía aceptar que sólo fuese una fantasía. Era todo tan real: su rostro, su voz, su aroma a azucenas, los jardines por donde paseaba, la dueña que le acompañaba. Cuando soñaba parecía más bien que su alma se trasladaba milagrosamente a otro lugar. Estaba consumido por aquella visión y no podía sino perseguirla aunque eso le llevara a los mismos confines del reino. Su alma estaba confundida.


Comió con los frailes en silencio mientras uno de ellos recitaba pasajes de las Sagradas Escrituras. Aquel día habían elegido las cartas a los Corintios y salmos de David. El almuerzo fue frugal. Una sopa clara de berza y unas verduras cocidas con algo de panceta. De beber, agua aunque a él, como invitado, le fue servido un vaso de buen vino. Al salir del comedor, se acercó discretamente al prior y le preguntó si podría confesarle. Caminaron juntos hasta la iglesia y, sentados en unos de los bancos, el padre escuchó a Juan de Estampí.


- Me arrepiento del pecado de la lujuria, padre.
- ¿Habéis mancillado mujer, caballero?
- Sólo en el pensamiento, padre.
- Bueno, esto a vuestra edad es habitual. Son las pruebas que el diablo pone en el camino de los jóvenes para probar su virtud.
- Es más que eso, padre prior.
- ¿Más?


Juan procedió a confesar sus tribulaciones. Contó al prior como llevaba meses soñando con una mujer, una única mujer. Cómo la deseaba. Cómo deseaba yacer con ella. La precisión de sus sueños, la tentación de sus labios y de sus pechos. Y como, arrastrado por aquella lujuriosa pasión, se había lanzado a los caminos sin saber realmente a dónde se dirigía.


El prior absolvió a Juan y le impuso una penitencia ligera pero, al levantarse, le dijo:


- Es curioso. Es la segunda vez que escucho esta historia de sueños lascivos en poco tiempo. Es como si el maligno tentase a los mortales con las mismas tretas. No me extrañaría porque además de perverso es un zángano y no tendrá ánimo para inventar tentaciones diversas a menudo. Es malvado hasta para eso.
- ¿Decís que habéis escuchado mi historia con anterioridad, padre?
- Bueno, no exactamente. Fue hace unas semanas y se trataba de una joven. La hija del Señor de Renjes que tiene sus posesiones a dos jornadas de aquí, hacia el oeste. Es una chica inteligente y devota pero parece ser que ha tenido últimamente sueños eróticos como los vuestros. Me pidieron que la entrevistara por si Belcebú estuviese cerca. Mas no era así. Es sólo cosa de la edad, como ocurre con vos. La naturaleza os brota ansiosa y, al no haber aún contraído matrimonio y manteniéndoos puros, debe salir por los sueños. Ella, por cierto, desposará pronto.


A la hora de cenar, los monjes buscaron a Juan de Estampí pero no le encontraron. El fraile que estaba trabajando en el establo dijo que había entrado hacia las cinco como si tuviera mucha prisa, había armado a su caballo y había marchado por la puerta del oeste. Por un instante, lo atribuyeron a una chiquillada de juventud pero, de pronto, el prior ensombreció su rostro y gritó:


- Pronto, padre Pedro, padre Anselmo, padre Tomás. Preparad el carro y las mulas. Salimos de urgencia hacia la casa del Señor de Renjes.





IV


Juan de Estampí no había dormido en toda la noche. Tanto él como su jamelgo estaban cansados pero se forzaba a continuar hacia el oeste. No estaba seguro de que lo que el corazón le gritaba pudiera ser verdad pero sentía que estaba cerca del fin del hechizo.


Hacia mediodía, el bosque se despejó y dio paso a tierras de labranza y a una llanura de la que surgían fejes y medas que señalaban que había siervos cuidando de aquellas tierras. Azuzó al caballo a pesar de que sabía que lo agotaría si no paraban pronto. Al fin, una hora después, apareció contra el horizonte. Era un castillo grande, no como el de su querido padre, claro, pero bien diseñado y fortificado. Alrededor se apiñaban una decena de casas de adobe y paja que probablemente eran morada de criados del señor. En las torres había centinelas y dos grandes banderolas verdes flotaban en el aire de la torre del homenaje. Se adecentó las ropas y se detuvo por unos minutos para que su montura respirara. Bebió del odre un poco de agua y se mojó la cabeza para despejarse. Cuando creyó recobrada la compostura tomó un aire más digno de su señorío, volvió a montar y fue acercándose lentamente a la fortaleza. Seguro que los vigías le habían visto llegar pero tratándose de un solo hombre de porte noble, no dieron la alarma.


Nunca supo por qué pero, cuando estaba ya muy cerca, se fijó en el paseo de ronda de la torre más baja. Allá, entre dos almenas, mirándole fijamente había una mujer. Una joven a la que conocía de siempre. De siempre y de nada. Era la amada de sus sueños. Ella le observaba sin pestañear, probablemente asustada por el mismo asombro que le atemorizaba a él mismo. Se detuvo, sin saber qué hacer. ¿Soñaba ahora? ¿Había regresado a sus pesadillas sin darse cuenta de ello? Se forzó a rememorar la jornada. La marcha del monasterio, la noche larga y fría bajo estrellas que miraban su locura, el bosque lleno de ruidos amenazantes, el caballo fatigado, la sed, la visión del castillo. No, no debía estar soñando y, si lo estaba, los sueños podían ser tan reales que ni el santo Dios podría distinguirlos de la realidad.


De pronto, ella no estaba y Juan de Estampí se sobresaltó. Hizo que sus ojos volaran de uno a otro lado de las murallas, por los torreones y las saeteras. No estaba. Había sido otra vez un sueño, una alucinación quizá.


Mas entonces su amada salió por el portón, casi corriendo, y dirigiéndose directamente hacia él. Detrás, una mujer regordeta la perseguía moviendo los brazos agitadamente. La chica se quedó quieta a apenas unos pasos de Juan, que había descabalgado. Se miraron sin decirse palabra, comprobando cuán exactas eran las imágenes de sus sueños. Cada pliegue de la piel, cada tono del cabello, cada mueca, caga gesto, cada peca coincidían totalmente con la visión soñada.


- Sois real – balbuceó Ana.
- Vos sois un ángel, mi señora – contestó él.
- ¿Soñamos? – preguntó ella.
- Si así es, no quiero volver a despertar jamás- dijo Juan.
- ¿Me amáis? – titubeó la doncella.
- Más que a mi alma- afirmó él.
- ¿Por qué?
- ¿Importa el porqué, señora? ¿Acaso no es suficiente que el buen Dios haya obrado este milagro en ambos?

Doña Aurora de Salvatierra llegó al fin y se interpuso entre los jóvenes. Miró a la chica y le espetó:


- ¡Ana! ¿Qué hacéis?, sois una mujer prometida.


Juan notó tumulto a su espalda y se tornó. Allá, resoplando de fatiga, estaba el prior Isidro y sus frailes. Al igual que la dueña, se interpuso entre los jóvenes.


- Hijo, estaba equivocado. A veces, el maligno también logra engañarme. No os perdáis. Todo esto es cosa del demonio. No condenéis vuestra alma ni la de esta joven. Volved en paz a casa de vuestro padre.


- Jamás- gritó Juan mientras desenvainaba su espada, dispuesto a llevarse a Ana por las buenas o por las malas.


Pero, para entonces, los soldados de la guarnición del Señor de Renjes ya habían llegado alertados por el jaleo y la carrera inusitada de doña Aurora. Al ver que el recién llegado amenazaba a la heredera se pusieron en guardia con las lanzas y las ballestas apuntando al forastero.


- No perseveréis en la locura, Juan – suplicó el prior- El diablo desea la perdición de todos nosotros y ha obrado esta argucia para que vos, la dama, vuestros señores padres y todos nosotros caigamos en gran desgracia. Es un sueño, conde, es un sueño. Sólo eso. Despertad y volved por donde habéis venido en paz.


Para entonces, los guardas y doña Aurora se estaban ya llevando a Ana de Renjes hacia el interior del castillo entre sollozos.


Juan de Estampí se dejó caer de rodillas y, cubierto su rostro entre sus manos, echó a llorar. Tanto esfuerzo persiguiendo un sueño para alcanzar un final tan triste.


Se lo llevaron a rastras entre los monjes porque los soldados estaban ya demasiado inquietos. Fue pataleando y gritando durante todo el camino hasta que, llegados al monasterio, fray Alonso le sirvió una infusión de cierta planta que –aunque prohibida por las órdenes de la regla- obraba milagros en ánimos endemoniados.





V


Juan de Estampí regreso a la morada de su padre y siguió soñando. Ana de Renjes casó con el Duque de Rosamunda pero, aunque le dio tres hijos sanos, siguió soñando.

Soñaban simultáneamente dos veces al mes y esos días, al amparo del inconsciente dormir de los otros, consumaban y disfrutaban su amor.




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