En verano, los aeropuertos se llenan de viajeros. En las zonas de espera previas al control de seguridad, pasajeros y acompañantes se entremezclan sin que pueda saberse a ciencia cierta quién tomará el avión y quién no, quién parte y quién llega.
Me llamó la atención inmediatamente. Ocupaba, con su pareja, una de las mesas más exteriores de la cafetería. Era una mujer ya madura, en la cuarentena, y muy bella. Su corta melena rubia permanecía casi cubierta por un sombrero de fieltro, muy a la moda de los años veinte, que enmarcaba su cara de una forma que no podía mejorarse. Sus labios estaban perfectamente delineados en un oscuro granate que llamaba a besarlos. Vestía discretamente- un pantalón negro ajustado hasta media pantorrilla y una chaqueta de punto gris- pero la ropa anunciaba un cuerpo sensual, modelado seguramente a base de horas de gimnasio y penosas dietas. Unos pies, envueltos en unos bellos zapatos de tacón alto y dedos divinos al descubierto, se inclinaban estudiadamente hacia un lado. En la mesa, frente a ella, un capuccino con crema y canela que ella sorbía de tanto en tanto con la elegancia que da el no haber merendado jamás en casa. Junto a la dama, un mangarrán. Habrán de perdonarme la evidente discriminación por causa de sexo, pero es que era un tipo que no encajaba en el cuadro. Se trataba del típico gigoló, guapo, joven y musculoso, con camisa de golfista – y marca bordada junto al corazón para que resultara evidente que era muy costosa-, zapatos italianos de los de a seiscientos euros el par y que, también de tanto en tanto, movía los labios y reclamaba alguna contestación que ella le concedía con desgana. Tomaba una coca cola con ron. Yo estaba lo suficientemente lejos como para observar la escena sin miedo a resultar molesto o impertinente lo que unido al increíble atractivo de la señora, hizo que yo mirara más de lo que debería haberlo hecho y que el rostro y la figura de la dama quedara grabados en mi mente.
Apenas hablaban. El ritual proseguía con un aburrimiento insoportable. La mujer sorbía y sus labios encarnados tomaban un mohín sensual que hacían temblar al más templado. Él, ajeno a ella, miraba al infinito como si prefiriera la visión de las vigas entrecruzadas del aeropuerto al rostro de ella. O quizá es que fuera arquitecto en prácticas. Ella se levantó y musitó algo al hombre que apenas hizo un movimiento. Caminó despacio, con una elegancia innata que hizo que muchos la siguiéramos con la mirada, hacia la zona de tiendas, detrás de un muro de mostradores de facturación.
Por pura coincidencia, llamaron a los de mi vuelo a cruzar el control de seguridad, así que hube de olvidarme de todo aquello y me coloqué en la larga fila. Desde mi posición podía ver, a un lado, el largo pasillo en el que se situaban las tiendas y, al otro, la cafetería. A los dos minutos, una figura familiar reclamó mi atención. Era la dama, la sensual y elegante mujer con sombrero de fieltro. Estaba de pie, al fondo de la galería comercial, abrazada a un hombre corriente, más bien poco agraciado, trajeado en pret-a-porter negro. Llevaba una camisa con raya fina y corbata mal anudada a franjas azules. Arrastraba un maletín en su mano, tenía el pelo cano y arremolinado – seguramente había tenido que correr por la terminal para llegar puntual a lo que probablemente era una fugaz y robada cita al tiempo y al mundo-, y vestía zapatos baratos que no había lustrado desde hacía semanas. Su frente estaba sudorosa y el rostro aparecía cansado. La besaba y ella le besaba a él con una expresión de felicidad adolescente que delataba sus sentimientos. Se susurraban al oído.
Miré hacia la cafetería. El guaperas seguía analizando el moderno techado de la terminal y bostezaba. Se aburría. Mientras, la dama y el anónimo viajero cansado convertían los cinco minutos de que disponían en una sinfonía de anhelos.
Me llamó la atención inmediatamente. Ocupaba, con su pareja, una de las mesas más exteriores de la cafetería. Era una mujer ya madura, en la cuarentena, y muy bella. Su corta melena rubia permanecía casi cubierta por un sombrero de fieltro, muy a la moda de los años veinte, que enmarcaba su cara de una forma que no podía mejorarse. Sus labios estaban perfectamente delineados en un oscuro granate que llamaba a besarlos. Vestía discretamente- un pantalón negro ajustado hasta media pantorrilla y una chaqueta de punto gris- pero la ropa anunciaba un cuerpo sensual, modelado seguramente a base de horas de gimnasio y penosas dietas. Unos pies, envueltos en unos bellos zapatos de tacón alto y dedos divinos al descubierto, se inclinaban estudiadamente hacia un lado. En la mesa, frente a ella, un capuccino con crema y canela que ella sorbía de tanto en tanto con la elegancia que da el no haber merendado jamás en casa. Junto a la dama, un mangarrán. Habrán de perdonarme la evidente discriminación por causa de sexo, pero es que era un tipo que no encajaba en el cuadro. Se trataba del típico gigoló, guapo, joven y musculoso, con camisa de golfista – y marca bordada junto al corazón para que resultara evidente que era muy costosa-, zapatos italianos de los de a seiscientos euros el par y que, también de tanto en tanto, movía los labios y reclamaba alguna contestación que ella le concedía con desgana. Tomaba una coca cola con ron. Yo estaba lo suficientemente lejos como para observar la escena sin miedo a resultar molesto o impertinente lo que unido al increíble atractivo de la señora, hizo que yo mirara más de lo que debería haberlo hecho y que el rostro y la figura de la dama quedara grabados en mi mente.
Apenas hablaban. El ritual proseguía con un aburrimiento insoportable. La mujer sorbía y sus labios encarnados tomaban un mohín sensual que hacían temblar al más templado. Él, ajeno a ella, miraba al infinito como si prefiriera la visión de las vigas entrecruzadas del aeropuerto al rostro de ella. O quizá es que fuera arquitecto en prácticas. Ella se levantó y musitó algo al hombre que apenas hizo un movimiento. Caminó despacio, con una elegancia innata que hizo que muchos la siguiéramos con la mirada, hacia la zona de tiendas, detrás de un muro de mostradores de facturación.
Por pura coincidencia, llamaron a los de mi vuelo a cruzar el control de seguridad, así que hube de olvidarme de todo aquello y me coloqué en la larga fila. Desde mi posición podía ver, a un lado, el largo pasillo en el que se situaban las tiendas y, al otro, la cafetería. A los dos minutos, una figura familiar reclamó mi atención. Era la dama, la sensual y elegante mujer con sombrero de fieltro. Estaba de pie, al fondo de la galería comercial, abrazada a un hombre corriente, más bien poco agraciado, trajeado en pret-a-porter negro. Llevaba una camisa con raya fina y corbata mal anudada a franjas azules. Arrastraba un maletín en su mano, tenía el pelo cano y arremolinado – seguramente había tenido que correr por la terminal para llegar puntual a lo que probablemente era una fugaz y robada cita al tiempo y al mundo-, y vestía zapatos baratos que no había lustrado desde hacía semanas. Su frente estaba sudorosa y el rostro aparecía cansado. La besaba y ella le besaba a él con una expresión de felicidad adolescente que delataba sus sentimientos. Se susurraban al oído.
Miré hacia la cafetería. El guaperas seguía analizando el moderno techado de la terminal y bostezaba. Se aburría. Mientras, la dama y el anónimo viajero cansado convertían los cinco minutos de que disponían en una sinfonía de anhelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario