27/7/09

Caminar solitario


Debe llevar ya un par de años, si no tres, viviendo entre nosotros. Incluso, tengo un vago recuerdo de que, al principio, paseaba con unas alfombras sobre el hombro. Siempre me ha asombrado el optimismo, la abnegación y la esperanza de esos vendedores ambulantes, inmigrantes solitarios, que pretenden vender alfombras - supuestamente persas - preguntando de bar en bar. No sé si alguien les habrá comprado jamás alguna pero el sólo hecho de persistir en tan imposible tarea se me antoja de lo más encomiable.

Por sus rasgos, es árabe. De edad indefinida. En la cincuentena, probablemente. Camina cansino, despacio, arrastrando sus pies. Es lo que más me llama la atención en él, su andar agotado, como si portara en un enorme hatillo todas las penurias que la vida le ha deparado para que no se le olvide reclamar su recompensa si es que de verdad hay algún cielo ahí arriba. Un triste Sísifo que empuja sus penas sin objetivo alguno, un día y otro también. Y, no obstante, nunca para. Siempre camina. Como un Forrest Gump incansable. Pasea por las calles, siempre solo, mirando al pavés y, de vez en cuando, a las golondrinas que juegan a hacer vuelos rasantes en el parque. No observa el bullicio de las avenidas ni las luces coloridas de los escaparates. Probablemente, ni tiene dinero para comprar nada ni ánimo para disfrutarlo. Parece vivir en la soledad de sus recuerdos africanos, de algún amor que perdió muchos años atrás, de caricias que a buen seguro tuvo, en la añoranza de las ilusiones que se han ido para siempre. Viste una chaqueta de gamuza pasada de moda y que, a todas luces, le está grande. Igual que sus pantalones, un par de tallas más largos que sus cortas pero infatigables piernas. Los zapatos, de suela de goma gruesa y cordones anudados, aún en verano. Muchas veces, lleva sus manos – rudas, grandes y sufridas- juntas a la espalda, afrontando a pecho descubierto lo que traiga la vida. Debe tener alguna ocupación más o menos fija porque, si no, no permanecería en el barrio. Quizá trabaje en la cercana construcción del tren de alta velocidad. Y debe disponer de una habitación en algún lugar. O quizá sólo de un lugar en uno de los contenedores de obra que muchos peones sin papeles usan de albergue. Nunca anda acompañado. Nunca habla con nadie aunque asumo que algo de español debe saber ya tras tanto tiempo.

Al principio, cuando le veía pasar por mi calle sentía lástima por él. Hoy, sigo sintiendo lástima. Pero por mí, por el barrio entero, por la ciudad entera. Por la inhumanidad de que no digamos una palabra de aliento, un hola, un qué tal, un cómo va eso acompañado de una palmada en el hombro, a un vecino que lleva tantos años entre nosotros. Porque me estoy perdiendo conocer a un ser humano.

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