Algunos días – bueno, todos para ser exactos- estaba extraordinariamente bella. Pero aquella tarde lo estaba aún más. Él, que nunca había mirado el reloj, esperó ansioso que llegara la hora de salir del trabajo. Condujo sin rumbo con una única mano, acariciándola con la otra como si le fuera la vida en ello. Aún era pronto para el concierto y la tarde era luminosa. Detuvieron el automóvil frente a un mar de campos amarillos que se extendían bajo una loma hasta el horizonte y, allá, a la sombra de un cercano bosquecillo de cedros, el coche se convirtió en un refugio de besos y caricias robadas al tiempo y al mundo. Si algo siempre le sorprendía es que apenas tenían tiempo para charlar y, sin embargo, se decían más cosas con el silencio o las miradas que las que nadie pudiera imaginar. Se les iba el tiempo en observarse, en tocarse. Le bastaba verla acostada sobre la improvisada almohada de su brazo, mirar con embeleso su carita, navegar por la fantasía de sus ojos y acariciar sus mejillas para entender lo que pensaba, lo que anhelaba, para amarla con toda su alma. Cuando se dieron cuenta - como siempre les ocurría-, ya era tarde. Compartieron apresuradamente una ensalada y llegaron justo a tiempo para el inicio del concierto. El crepúsculo les envolvía ya y la oscuridad conspiraba para seducirlos. Porque, ya se sabe, la buena música necesita una noche de estrellas.
El público fue respetuoso y en cuanto los focos menguaron su intensidad, el bullicio de las conversaciones se apaciguó hasta convertirse en un susurro que sólo fue roto por los aplausos de bienvenida al guitarrista.
El público fue respetuoso y en cuanto los focos menguaron su intensidad, el bullicio de las conversaciones se apaciguó hasta convertirse en un susurro que sólo fue roto por los aplausos de bienvenida al guitarrista.
La suerte quiso que él quedara sentado de modo que ella se situaba entre el escenario y sus ojos. Ella no se dio cuenta, pero él apenas miró a los músicos. Estuvo la mayor parte del tiempo absorto en la magia de su carita, en los claroscuros y tornasoles de su cabello, en el deseo de adorar su cuello con millones de besos de mariposa. Pudo ser que los intérpretes estuviesen excepcionalmente inspirados o que la atmósfera fuera la idónea o, lo más probable, simplemente que ella estaba allí, sentada a su lado. Sea cual fuera la causa, él sintió que una oleada de sentimientos le inundaba con cada acorde, con cada compás. ¿Escuchaba ella la melodía o era ella misma la música? Parecía que fuese parte indispensable de la armonía. Sin ella, la mística del castillo sonoro se colapsaría súbitamente.
Con la guitarra, limpia, impecable, entrañable, sincopada, cantando sobre el pizzicato del contrabajo, la sintió tierna, acaramelada y concentrada. Más tarde, con las chiribitas sonoras creadas por los dedos ágiles del pianista vio resplandecer su mirada. Un piano inagotable de fuerza y de carisma, que, con maestría extrema, invitaba a los demás instrumentos a conversar en torno a las teclas blanquinegras y a ella a inclinarse hacia su hombro. Acarició su mano y percibió que vibraba al compás del fraseo de la melodía. Si esta se tornaba íntima, su rostro se serenaba. Si se elevaba en trinos juguetones, sus pupilas chispeaban. El rasgueo etéreo y fluido del bajo, el torrente de arpegios flamencos reinventados en jazz y el redoble cantarín del cajón la hicieron sonreír y su cuerpo, tentador, se dejó llevar por el ritmo. El milagro virtuosista del percusionista, más propio de las piruetas de un dios que de un humano, llenó de alegría su sonrisa vivaracha.
Con la guitarra, limpia, impecable, entrañable, sincopada, cantando sobre el pizzicato del contrabajo, la sintió tierna, acaramelada y concentrada. Más tarde, con las chiribitas sonoras creadas por los dedos ágiles del pianista vio resplandecer su mirada. Un piano inagotable de fuerza y de carisma, que, con maestría extrema, invitaba a los demás instrumentos a conversar en torno a las teclas blanquinegras y a ella a inclinarse hacia su hombro. Acarició su mano y percibió que vibraba al compás del fraseo de la melodía. Si esta se tornaba íntima, su rostro se serenaba. Si se elevaba en trinos juguetones, sus pupilas chispeaban. El rasgueo etéreo y fluido del bajo, el torrente de arpegios flamencos reinventados en jazz y el redoble cantarín del cajón la hicieron sonreír y su cuerpo, tentador, se dejó llevar por el ritmo. El milagro virtuosista del percusionista, más propio de las piruetas de un dios que de un humano, llenó de alegría su sonrisa vivaracha.
La luz violeta que inundaba el decorado resaltaba su silueta, brillando hermosamente en el embrujo de su piel y él quiso abrazarla con pasión, deleitarse en el swing de su cuerpo, contagiarse de su música interior. Se contuvo por vergüenza pero luego, al salir – la noche era tibia y calma- , se comieron a besos.
bonito. poetico.
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